sábado, 3 de octubre de 2015

Poder sin méritos

Poder sin méritos

En medio del bullicio que impera en el lugar donde me encuentro, destaca una mujer. Sobresale, no solo porque es alta. Descuella porque, aun cuando viste ropa deportiva y está sin maquillaje ni poses, irradia elegancia. Un garbo natural que brota en los modales que derrocha cuando toma el café, cuando habla, cuando comenta la situación del país y describe la realidad actual de su negocio. Asegura que se adapta a los cambios. Intenta acostumbrarse a las nuevas conductas de sus novísimos clientes; sin embargo, lamenta –en una mezcla de añoranza y decepción– los años cuando su tienda servía de punto de encuentro y reunión de gente cortés. De eso no hace tanto tiempo, comenta; pero, asegura que, la de hoy, es una Caracas que ya no reconoce. Extraña a esas antiguas clientas, las de siempre, las habituales, las de antes, las que por diversos motivos, ya no viven en el país. Esas, sus clientas educadas, no necesariamente adineradas. No; porque según ella, el problema que ve hoy no es el dinero. Hay demasiado billete circulando en las calles. El problema, afirma, es la falta de educación –la falta de modales, formación, instrucción, buen comportamiento, roce, decencia y cultura– de quien lo ostenta…o lo derrocha.
No es la primera vez que oigo ese comentario. La escucho y hago un repaso silencioso de los lugares que últimamente he visitado, donde he visto conductas similares a la que ella describe Sí, eso es lo que estamos viendo cada vez con más frecuencia: gente con mucho –pero, mucho, mucho dinero– sin una pizca de educación. Gente que abre sus morrales o carteras y saca un fajo de billetes para pagar una prenda cuya etiqueta luce, mínimo, cuatro ceros a la derecha. Gente muy humilde que llega en autobús o mototaxi a esas tiendas; pero con la capacidad y la “fuerza” para invertir, en una sola factura, lo que para un profesor universitario representarían más de 20 quincenas. El país de las distorsiones.
Chávez empoderó al pueblo. Es la otra reflexión que me viene a la mente. Chávez justificó que el pobre robara si tenía hambre. Chávez expropió para entregarle lo confiscado al pueblo. Pero no lo capacitó antes de otorgarle tan importante papel económico y social. No los prepararon para asumir con responsabilidad sus nuevos modus vivendi. Esta situación actual –esta distorsión– no es más que las consecuencias de la aplicación de las políticas populistas y la ideología de Chávez. El difunto presidente se conectó con los excluidos, entre otras cosas, gracias a su chabacanería y su lenguaje soez. Es de suponer que el ideal de cualquier líder es distribuir bienestar sin distingos. Procurar que las riquezas de una nación sean entregadas en igualdad de condiciones. Involucrando en la repartición de superávit a los olvidados de siempre. Pero hubo unos pasos que este régimen se saltó a la ligera.
Una sociedad desarrollada es sin duda aquella en donde todos tienen las mismas oportunidades de crecimiento, acorde con sus capacidades, méritos y competencias. Solo que a Chávez –y a todo lo que encierra el chavismo y su herencia– se le olvidó que a la gente, antes de empoderarla, hay que educarla. Enseñarla a conducir y conducirse ante los retos que le podrán a prueba.
Cuando yo era muy joven, al finalizar tercer año de bachillerato, tuve la suerte de hacer una pasantía en una de las magníficas empresas del grupo Mendoza: Venepal –una de las compañías de pulpa y papel más prestigiosas de América Latina–. La planta estaba en Morón, antes de Tucacas. Una de las cosas que más recuerdo era que todo allí era perfecto. Y no la simple sensación de que todo era perfecto. El modelo de negocio era exitoso. Los empleados se regían por un manual de procedimientos. Obreros y gerentes asumían sus labores con absoluta identificación con la empresa. En la entrada de los campamentos, donde se ubicaban las viviendas de los trabajadores, había vallas con las normas de convivencia, que todos respetábamos. Una única escuela donde podían ir los hijos de todos los empleados. Un comedor amplio donde almorzaban juntos, en la misma mesa, desde el ingeniero de más alto rango hasta el obrero de botas de hule y manos con huellas de tinta. Venepal era el modelo de la sociedad perfecta porque, además, la empresa les ofrecía a sus empleados un abanico de oportunidades para que lograran aumentar su calidad de vida a través de planes de estudio y becas. Allí el obrero entendía que superándose –académica y profesionalmente– podía lograr ascensos e incluso alcanzar niveles gerenciales. El obrero aprendía que su trabajo, bien hecho, le permitiría obtener nuevas oportunidades de desarrollo y crecimiento dentro de Venepal. Una empresa que fomentaba la meritocracia, que bonificaba el éxito en el desempeño, que premiaba al empleado destacado. Una empresa que desarrollaba planes de carrera.
¿Por qué les cuento esta historia? Porque de pronto Venepal –y todas las otras corporaciones que como esta aplicaron modelos de negocios exitosos– es el ejemplo de lo que un visionario, un líder, un buen gerente puede lograr cuando no regala, sino estimula y enseña. Cuando “empodera” en la medida en que el empleado, a punta de méritos, alcanza metas y demuestra comprobadas destrezas. Es el ejemplo de lo que pasa en Venezuela cuando se educa correctamente al desposeído y se le prepara, adecuadamente, para el momento en que le corresponda asumir riquezas. Es el ejemplo de lo que puede pasar cuando a la sociedad se la estimula a labrar sus propias riquezas… con mucha formación.

@mingo_1

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