Ficción y poder en la Venezuela castrocomunista
Nadie puede predecir con exactitud qué tanta miseria y qué tanto sufrimiento aguanta un pueblo acorralado. Sospecho que ese aguante es incalculable. Finalmente, en el trasfondo de la humanidad yacen milenios de barbarie, aguante y sufrimientos. Montado sobre la brutal maquinaria de la maldad y el poder, un tirano puede retrotraer la máquina del sufrimiento hasta la cruz del martirio. No por azar, esa cruz es el símbolo de nuestra civilización y la impronta de nuestra cultura. El resto es silencio.
Una cosa fue el impulso inicial del comunismo a partir del análisis y las predicciones teleológicas de Karl Marx, y otra cosa muy distinta es el autocratismo a ultranza del castrocomunismo y los derivados de los cambios impulsados bajo la protección de la Unión Soviética, como el imperante en algunos países del Tercer Mundo. Aquel pretendía llevar la dinámica del progreso del capitalismo industrial del siglo XIX a sus últimas expresiones –el máximo desarrollo de las fuerzas productivas hasta obtener la automatización de la fuerza de trabajo y colmar de riqueza a las sociedades, posibilitando un reparto “a cada quien según sus necesidades y de cada quien según sus capacidades– y otra absolutamente distinta es la de, amparado en esa utopía economicista, montar feroces regímenes totalitarios, dominados por el perverso y demoníaco control del partido y las camarillas hegemónicas. Aquel estaba determinado por la economía y sus tendencias totalizadoras, con intención de emancipar al individuo de toda forma de explotación; este por el predominio absoluto de la política, el desprecio a la economía y la esclavización total del individuo. A aquel le interesaba el desarrollo de las fuerzas económicas, incluso mediante la esclavización de la fuerza de trabajo –ejemplar al respecto la política de industrialización y electrificación a mansalva de la Unión Soviética–; a este solo le interesa hacerse del poder total y controlarlo a cualquier precio. Incluso, el del hambreamiento de las masas sometidas. Como en Cuba.
En alguna ocasión resumí la tendencia al control político social mediante el hambre del totalitarismo castrocomunista a la fórmula “empobrece e impera”. Lo que es evidente, y no debiera provocar dudas, es que ningún régimen que aspire al control marxista totalitario de su sociedad tiene el menor interés en desarrollar sus fuerzas productivas, generar progreso y prosperidad y permitir el ascenso cultural y social de su miembros. Releo Personan non grata, de Jorge Edwards, quien narra la experiencia de su primer encuentro con Fidel Castro, durante una charla del líder cubano en la Universidad de Princenton, en 1959 y la expresión de asombro de “uno de los estudiantes más aventajados, perteneciente al grupo escogido que asistió a la conferencia, que me dijo: “He is going to destroy the economy”, “va a destruir la economía”. Indignó a Edwards, si bien fue literalmente lo que hizo Fidel Castro: devastar la hasta entonces próspera economía cubana. Exactamente como lo han hecho sus esbirros uniformados en Venezuela, con un empeño digno de mejor causa.
Prisionero de la ingenua tradición periodística en la que me abría camino, mi primer artículo de opinión para Notitarde, de Valencia, en el que escribiría durante todos estos años, se llamó precisamente “La economía, idiota”. Corría el año 1999. El idiota al exigirlo era yo. La única admonición que ha reinado en el escritorio de Hugo Chávez y luego en el del funcionario del G2 que le fuera impuesto por Fidel Castro sólo reza LA POLÍTICA, IDIOTA. ¿En qué consiste? En triturar las instituciones políticas de la democracia liberal imperante, en triturar su élite política, en castrar toda actividad política de los sectores democráticos, en esclavizar sus masas de respaldo. Pero sobre todo: en triturar la empresa privada, en triturar el comercio, en reducir el mercado a colas interminables de mendicantes, en acorralar a las masas hasta llevarlas al borde de la inanición. Para lograrlo: política, política y más política. En la desvergüenza propia de funcionarios totalitarios, uno de ellos lo explicó con todas sus letras: “¿Hacer prosperar a los pobres para que se nos vuelvan escuálidos? ¡Ni de vaina!”. Por ello: a reventarlos de hambre, a fijarles en la mente, como el personaje representado por Chaplin en La quimera del oro, un pollo asado que vuela en el infinito. Y a ponerlos a comerse la suela de sus zapatos y sus cordones como si fuera un plato de espaguetis.
No es, pues, la prosperidad la medida del éxito de los regímenes marxistas como el venezolano: es la ruindad. No es el progreso, es la regresión. No es la resolución de la crisis. ES LA CRISIS. Para ello, una vez controlado el poder, liquidar las instituciones o desvaír toda su efectividad. Controlar los ejércitos y convertirlos en mesnadas corrompidas y antipatrióticas. Lo mismo con jueces y tribunales. Y si se le cede una cuota de representatividad a la oposición –por ejemplo, la Asamblea Nacional– se la castra hasta su máxima impotencia y se la reduce a una farsa declarativa sin poder alguno. La Constitución puede decir misa: el poder no está en la letra, está en los fusiles. Cosa que también narra Jorge Edwards al explicarle a algunos embajadores del bloque soviético que el Senado chileno acababa de vetar al embajador que le fuera propuesto por Salvador Allende: “¿Y por qué no cierran el Senado?”.
Nadie puede predecir con exactitud qué tanta miseria y qué tanto sufrimiento aguanta un pueblo acorralado. Sospecho que ese aguante es incalculable. Finalmente, en el trasfondo de la humanidad yacen milenios de barbarie, aguante y sufrimientos. Montado sobre la brutal maquinaria de la maldad y el poder, un tirano puede retrotraer la máquina del sufrimiento hasta la cruz del martirio. No por azar, esa cruz es el símbolo de nuestra civilización y la impronta de nuestra cultura. El resto es silencio.
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