Mermelada de guayaba
La periodista venezolana Laura Helena Castillo cuenta en primera persona algunos de los pequeños gestos en los que se construye una solidaridad reparadora entre desconocidos en medio de la adversidad y el peligro
—Si Dios conmigo, nadie contra mí. Si Dios conmigo, nadie contra mí. Si Dios conmigo, nadie contra mí.
—Mamá, no hables que vas a tragar más gas. Tranquila.
—Yo estoy tranquila.
—Está bien, ya vamos a salir de aquí. Ya esto va a pasar.
A la 1:30 pm no estaba claro si Dios estaba con los manifestantes, pero sí quiénes estaban en contra. En una nueva jornada de protesta convocada por la Mesa de Unidad Democrática para llegar hasta la sede de la Defensoría del Pueblo, ocurrió lo mismo que en las últimas marchas, pero peor. Porque las recaídas suelen ser peores: la Policía Nacional Bolivariana lanzó su repertorio de lacrimógenas para disolver la concentración, pero esta vez la vanguardia no estaba conformada únicamente por los que se enfrentaban a la policía, sino que era una masa muy compacta que no se detuvo hasta llegar al borde; hasta la frontera entre decidir su destino o ser baja en una estampida.
***
Hay personas que poseen la cualidad superior del aplomo. Son líderes en los contextos más exigentes y reparten sensatez en pañuelos húmedos. Son los que usan el poco aire que les queda para gritarle a los otros: “¡Cálmense!”, “¡No corran!”, “¡No se empujen!”. Son los que se detienen, con los ojos rojos por el gas, a ayudar a la mujer que se tropezó y se cayó al suelo, a la que perdió el zapato, al que vomita, al que decide que ya no puede más y, como un toro herido en la lidia, se recuesta en la querencia de cualquier muro. “¡Muévete, no te quedes ahí que la policía viene de regreso. ¡Párate! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!”.
Para salirse de la autopista y escapar de la trayectoria de las bombas había que brincar una barrera de cemento muy alta para cuerpos poco atléticos. La gente se iba ayudando con torpeza y brusquedad para evacuar lo más rápido posible, pero el que se movía más lento era arrollado por los que venían detrás. Siempre, sin embargo, llegaba alguien para socorrer a los que estaban en una situación más vulnerable. Gracias a estos rescatistas voluntarios y anónimos, muchos —muchos— se salvaron de quedar sepultados.
En ese momento de retirada, me doy cuenta de que no voy a poder reunirme con el grupo de personas con las que había ido. Sin capacidad para decidir hacia dónde ir, con la PNB lanzando bombas a nuestras espaldas, atrapada por la aplanadora de la desesperación colectiva, me dejo llevar. Me había quedado sola, pero no tanto.
***
“¿Cómo los voy a dejar afuera? ¡Entren rápido!”, dice una señora que sale a abrir la reja de un edificio en la urbanización Bello Monte. Usa un franelón y unas sandalias de estar entrecasa y está muy brava. Deja entrar a un poco más de 20 personas. Ella sabe, todos sabemos, que se está arriesgando por unos desconocidos. Afuera, algunos se pegan a la reja rogándole que les abra. La mujer y otro muchacho que llega después, lo hacen. Varias veces.
La mujer da instrucciones de que nos escondamos en el lavandero, en la parte de atrás, para que no nos vea la policía. Unos se lanzan en el piso del patio, otros entran al apartamento de la planta baja donde vive el muchacho, también abierto para dar cobijo, agua y clave de wifi para el que quiera. Sus hijos pequeños están en un cuarto. Desde la sala se escuchan sus voces.
El helicóptero de alguna institución de seguridad del Estado —los únicos con permiso para sobrevolar el cielo de Caracas— revolotea sobre la zona. La PNB acorrala por las esquinas del Oeste, por las del Este, por las calles que suben a la avenida Casanova. Para ellos, sobre sus motos y armados, parece un juego. La gente solo puede ir y venir por las mismas vías estrechas. El hombre que da refugio en su apartamento saca una sábana para que los que están en el lavandero se escondan del helicóptero. Hay que agazaparse de los de arriba y de los de abajo.
Más de una hora después, comienza a calmarse la calle y las personas empiezan a salir de los edificios que sirvieron de campamento accidental.
—¿Cómo te llamas?, le preguntan al muchacho.
—Jonathan.
—Gracias, Jonathan.
***
José también extravió su grupo y terminó en la sala de la casa de Jonathan. Él y yo decidimos regresar juntos. En el camino se encuentra a unos compañeros de trabajo que estaban en otro edificio. Uno de ellos ofrece ir a buscar su carro en Altamira para darnos la cola a nuestras casas. Llegando a la calle donde está el carro, quedamos en el medio del enfrentamiento entre los manifestantes y la PNB. De nuevo comienzan las bombas lacrimógenas y José recuerda que tiene las llaves de la oficina de su papá. Corremos hasta allí, justo frente a la plaza Altamira Sur, y entramos.
En la recepción de la oficina, nos presentamos: María, Douglas, José, Laura. Odontóloga, odontólogo, odontólogo, periodista. José saca agua fría y nos sentamos cerca de una ventana para identificar el momento en el que podamos irnos. Eran más de las 3 de la tarde.
Dos veces bajamos para ver si era posible salir. No lo era: el gas penetraba los pasillos, el ascensor, la planta baja. Solo teníamos una máscara antigás y, para ese momento, nadie quería dejar solos a los demás. Éramos un nuevo grupo y hasta que cada uno no estuviera a salvo, camino a su casa, no íbamos a separarnos.
Dos veces bajamos para ver si era posible salir. No lo era: el gas penetraba los pasillos, el ascensor, la planta baja. Solo teníamos una máscara antigás y, para ese momento, nadie quería dejar solos a los demás. Éramos un nuevo grupo y hasta que cada uno no estuviera a salvo, camino a su casa, no íbamos a separarnos.
María, que tenía una paciente en ese edificio y claramente asumió el liderazgo del cuarteto, decidió bajar a buscar un cargador para su teléfono y algo de comida. Subió con tres paquetes de galletas de soda y un pote de mermelada de guayaba. En uno de los escritorios nos sentamos a comer, a ver las noticias, las fotografías, las declaraciones del Gobierno y la oposición, los cientos de detenidos y volver a leer los nombres de los nueve fallecidos que iban de las protestas de abril y que, al final del día, terminaron siendo diez.
***
Iban a ser las 7:00 pm cuando el enfrentamiento terminó. La PNB subió con las tanquetas hasta la avenida Francisco de Miranda, barrió con lacrimógenas el lugar y plantó a un ejército de decenas de funcionarios en moto. Todo eran escombros y destrozos. José, que por poco fue detenido por la policía en una marcha reciente y no quería arriesgarse, buscó carpetas con papeles, planos de arquitectura y metió unas cajas vacías en bolsas para simular un atuendo de oficina. María se quitó la gorra y prendió un cigarro, Douglas —cuyo hermano estuvo preso durante La Salida— agarró un rollo de planos, yo guardé la máscara en un morral y nos fuimos de ahí.
En fila india, ya de noche, los cuatro atravesamos los piquetes de policía en dirección a la autopista para buscar el carro, caminamos sobre vidrios y piedras, le pasamos por al lado a una computadora estallada contra el asfalto, y evitamos hablar con algún funcionario. Éramos los únicos sin uniforme ni armas. “Esto parece una escena de Los juegos del hambre“, dijo Douglas. Hambre, eso también teníamos.
A las 7:26 de la noche del 19 de abril entré a mi casa, casi 11 horas y dos refugios temporales después de haber salido a cubrir una marcha que aún no termina.
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