miércoles, 18 de octubre de 2017

La dictadura prodigiosa

La dictadura prodigiosa

Son los ejes de la supervivencia de la más repudiable y devastadora dictadura de la historia venezolana: su supuesta naturaleza socialista y de izquierdas, que encuentra el respaldo y beneplácito de todas las izquierdas y el llamado progresismo del mundo, por una parte. Y el colaboracionismo culposo de una dirigencia opositora acordada con el régimen para preservar sus propios espacios de supervivencia. En el medio, huérfano, un pueblo y una nación a la deriva. Es la tragedia de Venezuela
A María Corina Machado y Antonio Ledezma
El problema lo ha destacado con su habitual coraje, lucidez y perspicacia el secretario general de la OEA, Luis Almagro: “Cualquier fuerza política que acepte ir a lecciones sin garantías se transforma en instrumento del fraude”. La pregunta que subyace al comentario y Almagro se cuida siquiera de insinuar, es: ¿cuál fue el precio, cuáles las promesas planteadas por el régimen para comprar esa aceptación de parte de Henry Ramos, Julio Borges, Leopoldo López, Manuel Rosales y Henri Falcón, encontrándose acorralado por la Resistencia y acosado por una opinión pública internacional escandalizada por el matadero que estaba ejecutando en las calles de Venezuela? ¿Cómo un verdugo se convierte por mor de la víctima en un demócrata ejemplar? ¿Cuáles fueron las exigencias y los intereses de la oposición como para aceptarlo? ¿O no es infinitamente más escandaloso que el fraude haberse prestado mañosamente a pasar agachados por las horcas caudinas del ministerio electoral de la dictadura perfectamente conscientes de la naturaleza mafiosa y gansteril del CNE? ¿Preparando el camino del fraude con sus insólitos ataques a quienes preveníamos la inminencia del crimen? ¿Culpando ahora al pueblo que se negó a convalidar el crimen? ¿Quiénes en esta trama turbia, obscena y escandalosa de complicidad política son los culpables, quiénes los inocentes? 
Patricia Janiot, la gran reportera colombiana de CNN, puso el dedo en la llaga.  Se preguntaba asombrada cómo era posible que una dictadura que tiene los más altos índices de inflación, de miseria, de violencia y criminalidad del mundo, que ha despilfarrado trillones de dólares y cuya cúpula cívico militar se ha robado cientos de miles de millones de dólares –la inmensa mayoría de ellos aún a resguardo en serios establecimientos bancarios del mundo de los negocios–, es el primer cartel narcotraficante del planeta, sirve de base al terrorismo del Estado Islámico en Occidente y puede llegar al extremo de asesinara a un manifestante por día, entre muchos otros récords Guinness solo posibles en un país mutilado por la barbarie castrocomunista, podía arrasar en un proceso electoral como lo hiciera supuestamente el domingo 15 de octubre de 2017, fecha que debe quedar consignada para la historia de los fraudes más descomunales habidos en la historia de las dictaduras de América Latina y, posiblemente, del tercer mundo. En el primero ya son absolutamente inimaginables. Y en las neodictaduras del desarrollo, como en China o en Rusia, absolutamente innecesarias. ¿Es posible que un crimen tan burdo, torpe y escandaloso tenga lugar sin la complicidad de la víctima? 
Es obvio que Patricia Janiot y todos los periodistas dotados de una mínima objetividad y capacidad de análisis saben que la respuesta está implícita en la pregunta. Se trata, en efecto,  de una dictadura dotada de tres características únicas y difícilmente repetibles en otro lugar de América Latina: tiene lugar en un país petrolero que cuenta con las mayores reservas petrolíferas del mundo y, por lo tanto, potencialmente rico; es la única satrapía colonizada en sus sesenta años de existencia por la tiranía castrocomunista cubana, que la posee y domina con toda su ingeniería político militar totalitaria por lo menos desde mediados del año 2002; ha logrado implementar un sistema de dominación mixto, demócrata-dictatorial, con la importante colaboración de una élite política opositora partidista, corrupta y dispuesta a participar en su cortejo legitimador a cambio de canonjías y prebendas económicas inconfesables.
Esa dictadura, que ha logrado un primer prodigio: arruinar en pocos años al país más rico y próspero de la región, devastar su poderosa y ejemplar industria petrolera y sumir a su joven, semieducada y pujante población en una estremecedora crisis humanitaria, llevó a su máxima perversión la mascarada de elecciones periódicas que han servido a dos propósitos: aparentar el funcionamiento de una democracia plebiscitaria, directa y general, y confundir a la opinión pública mundial que observa, desconcertada, sus prodigios electorales. Es el caso del proceso electoral de este 15 de octubre último.
Pero no el único. El 30 de julio escenificó otro aún más asombroso: violando sus propias disposiciones constitucionales celebró un falso plebiscito en medio del más desértico y despoblado de los comicios habidos en la historia de la República, con el insólito resultado de haber contado con más de 8 millones de votantes. Fueron nuestros walkings deads: nadie los vio, nadie pudo certificarlos, la empresa desalojada de la responsabilidad de velar por su funcionamiento electrónico lo declaró desde Londres explícitamente fraudulento,  aunque sirviera para dotar de existencia a un fantasmagórico instrumento de legislación, legitimación y aplicación de justicia único en el planeta: la llamada asamblea nacional constituyente, un funambulesco organismo supraconstitucional dotado del poder de vida o muerte de la ciudadanía. No lo aceptó nadie en el mundo. Salvo, implícitamente,  la propia oposición venezolana. 
En efecto, lo asombroso no fue ese fraude histórico y su dimensión esperpéntica. Lo asombroso es que fue precedido de otro ejercicio electoral plebiscitario organizado directamente por la oposición que contó, verdadera, visible, inobjetablemente con la asistencia comprobada de más de 7,7 millones de ciudadanos. Que calculados sobre la base del potencial electoral real y la cifra de abstención orgánica, no le dejan al régimen más que 2,5 millones o 3 millones de votantes eventuales. Una cifra que se corresponde a los datos de todas las encuestas, según la cual el gobierno de Nicolás Maduro cuenta con un rechazo explícito de 85% de la población votante. De 18 millones de electores, ese 15% restante asciende a la cantidad de 2,7 millones de votantes. Es el techo electoral de la dictadura prodigiosa, que multiplica los votos como Jesús los panes.
Detrás de estos arcanos aparentemente indescifrables hay hechos que deben confundir a Patricia Janiot y en general a la comunidad internacional que se solidariza con la oposición venezolana en su desesperada, pero espasmódica, heterogénea y contradictoria lucha por la libertad. Nos referimos a los gobiernos democráticos del mundo, a la Organización de Estados Americanos y su secretario general, Luis Almagro, a la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, a la Comunidad Europea. ¿Por qué esa misma oposición que convoca a ese plebiscito, una de cuyas preguntas, respondidas unánimemente por los consultados, y que llamaba a desconocer a dicha asamblea nacional constituyente por inconstitucional, fue flagrantemente desconocida por la misma oposición al aceptar ser convocada por ella a unas elecciones regionales pendientes de realización, en otro flagrante desconocimiento de las normas constitucionales? ¿Cómo se llama a desconocerla el 30 de julio y días después se la legitima aceptando su convocatoria a unas elecciones regionales, quebrando así los dramáticos meses de enfrentamientos que también ella convocara y dirigiera, aplicando dos artículos definitorios y terminantes de la misma Constitución –los artículos 333 y 350 que llaman a desconocer un régimen dictatorial y obliga y legitima el combatirlo por todos los medios– y que se saldaran con el asesinato de más de 160 jóvenes manifestantes, a razón de un asesinato por día de lucha?
Mayor confusión causa saber que esa misma oposición, mayoritaria en el principal cuerpo legislativo de la nación, declaró ilegítimo al presidente de la República, aplicándole una cláusula que lo separa del cargo por ausencia. ¿Cómo lo separa de su cargo y, al mismo tiempo, obedece sus decisiones? ¿Cómo puede desconocerlo y simultáneamente aceptar su convocatoria a elecciones regionales, sin dar la impresión de estar coludida con la dictadura y aceptar jugar con ella en un tira y encoje que no hace más que vitalizar al régimen, garantizar su sobrevivencia y quebrantar las fuerzas populares?
No existe otra respuesta explicatoria a las aparentemente inexplicables preguntas de la periodista Patricia Janiot que esta: el régimen dictatorial de Nicolás Maduro, abiertamente al servicio de la tiranía cubana a la que sirve para asegurarle su frágil sobrevivencia, sobrevive ella misma, se mantiene y legitima por una dirigencia político partidista colaboracionista que no quiere, no desea ni termina de entender el juego siniestro del que forma parte. Y una ciudadanía fracturada entre quienes aceptan seguir el maquiavélico juego al que una parte dominante y hegemónica de su dirigencia la compele, y otra, aparentemente ya mayoritaria, que se niega a seguir el pérfido juego de mezquinos intereses del colaboracionismo cogobernante. Esa parte colaboracionista ha llegado al extremo de culpar por el monumental fraude de este 15 de octubre al propio pueblo venezolano y a quienes denunciaron la naturaleza perversa y corrompida del proceso electoral, previendo con una dolorosa exactitud lo que en efecto ocurrió: este régimen no será desalojado pacífica y electoralmente. 
Son los ejes de la supervivencia de la más repudiable y devastadora dictadura de la historia venezolana: su supuesta naturaleza socialista y de izquierdas, que encuentra el respaldo y beneplácito de todas las izquierdas y el progresismo del mundo, por una parte.  Y el colaboracionismo culposo de una dirigencia opositora acordada con el régimen para preservar sus propios espacios de supervivencia. En el medio, huérfano, un pueblo y una nación a la deriva. Es la tragedia de Venezuela.

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