miércoles, 30 de octubre de 2024

Las mujeres son las que dan la cara en el negocio de la gasolina informal en la frontera

 

Las mujeres son las que dan la cara en el negocio de la gasolina informal en la frontera

Tienen entre 19 y 35 años, todas son migrantes internas. Llegaron a la frontera de Valencia, Cumaná, Aragua, Zulia, buscando más ingresos para ellas y sus familias. Trabajan más de 14 horas al día y a la intemperie

IPYS, Rosalinda Hernández – 30/09/24

A lo largo del corredor vial que conduce al puente internacional Simón Bolívar, en San Antonio del Táchira, un grupo de mujeres capta la atención de los cientos de transeúntes que cruzan diariamente la avenida Venezuela. Agitando de manera llamativa botellas de plástico vacías, enlazadas en mangueras plásticas, estas mujeres revelan su oficio: vendedoras informales de gasolina.

Son más de diez y se distribuyen estratégicamente a lo largo de la mencionada calle. Una silla y varios recipientes plásticos llenos de gasolina completan sus herramientas de trabajo. Las edades de estas mujeres, todas venezolanas, varían entre los 19 y 35 años. Ellas comparten sueños, aspiraciones y luchas, pero, sobre todo, tienen en común que son migrantes dentro del mismo territorio. Llegaron hace unos años a la región fronteriza del Táchira con Colombia, provenientes de Sucre, Zulia, Aragua, Carabobo y otras regiones del país.

Carliany, Charlie, Grisel, Lisbeth y Marian no forman parte de la estadística de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) que, en abril de 2024, registró 7,7 millones de migrantes y refugiados venezolanos en el mundo, de los cuales 6,6 millones se encontraban en América Latina y el Caribe.

 Ellas son migrantes internas. Se desplazaron desde sus estados de origen hacia los municipios fronterizos venezolanos, en busca de mejores ingresos económicos que optimicen su calidad vida y la de sus familias.

La mayoría de estas mujeres emprendió el viaje en solitario, dejando atrás a sus hijos y al resto de la familia. Con el paso de los años, se han reunido de nuevo. Sus rostros reflejan agotamiento y algunas expresan inconformidad con la labor que desempeñan. Sin embargo, cada día se levantan y continúan, buscando alcanzar sus objetivos a través de este oficio: vender gasolina en la calle, sorteando los miedos y riesgos.

Mujeres: la imagen del negocio

Charlie, es una de las mujeres que se ven en la vía ofreciendo gasolina colombiana o venezolana para la venta. Una labor muy particular, teniendo en cuenta que legalmente el combustible se expende en estaciones de servicio autorizadas por el Estado venezolano y su filial PDVSA.

“El trabajo que realizamos las mujeres aquí es principalmente vender”, explica Charlie.

Continúa diciendo que envasar la gasolina es una tarea que generalmente la hacen los hombres, mientras que las mujeres se encargan de la presentación y la imagen “para vender más”.

“Dicen que la mujer vende más que el hombre, y es cierto. Aquí, en los diferentes puntos no cargamos el combustible, actuamos como vendedoras, como en una tienda de ropa o zapatos donde la primera persona que te atiende suele ser una mujer. Aquí pasa lo mismo; los hombres están en las bodegas, despachando, pero nosotras estamos afuera para atraer más clientes”.

Charlie reconoce que detrás de ellas hay un grupo de hombres organizados que se encarga de administrar el negocio de la venta del combustible colombiano en la frontera, y que a ellas les toca hacer la “estrategia de mercado” para atraer a los compradores..

Esta mujer proveniente de Valencia, trabaja desde las 7:00 de la mañana hasta las 9:00 de la noche (14 horas al día, casi el doble de lo que establece la Ley del Trabajo: la jornada diurna no puede superar las 8 horas y la nocturna 7 horas).

En días festivos o especiales, se queda hasta más tarde. “El sueldo depende de la cantidad que se venda”, comenta. “No tengo hijos, solo mi mamá, mi pareja y yo, lo que me permite trabajar más horas sin la responsabilidad de cuidar niños”.

Ella es manicurista de profesión, pero la falta de oportunidades en su área la ha llevado al negocio de la gasolina. “El año pasado trabajé como manicurista, pero ahora, con la poca demanda tengo que agarrar lo que haya porque la comida no espera”, dice. “Aquí en San Antonio, mucha gente vive del diario, y si no trabajas un día, no ganas nada, no comes. Eso ha hecho que la calidad de vida se deteriore más”.

Reconoce que en “días buenos” puede vender entre 100.000 y 150.000, pesos colombianos (entre 24 y 37 dólares) pero esa ganancia se reparte entre varias personas. “A mí, personalmente, me quedan entre 50.000 y 80.000” (entre 14 y 20 dólares) , comenta.

Lo que gana le alcanza para pagar comida, alquiler y servicios.

Normalizar lo anormal

En conversación con la Red de Mujeres Constructoras de Paz, la coordinadora de la oficina del Centro de Derechos Humanos en la UCAB en Guayana, la profesora Eumelis Moya, explicó que, en este caso, parece que se está ante una situación de explotación laboral.

“Este tipo de prácticas antes explicadas, generan dinámicas de explotación laboral debido a las condiciones de trabajo a las que están expuestas quienes las ejercen”.

Se está hablando de jornadas de más de 10 horas en condiciones poco seguras, como estar a la intemperie. Además, el producto que comercializan tiene consecuencias graves para la salud, afectando los pulmones y el sistema respiratorio en general, ya que la exposición prolongada al combustible puede causar intoxicación e irritación de los conductos respiratorios.

Un trabajo inusual

Marian tiene 23 años. Ella comienza su jornada laboral todos los días a las 3:00 de la tarde y trabaja hasta las 10:30 de la noche. Cuenta que llegó a San Antonio del Táchira procedente de Valencia hace tres años y prefiere trabajar en el turno de la tarde porque en la mañana tiene otras responsabilidades: lleva al sobrino a la escuela, prepara el almuerzo a la familia y atiende a su bebé de 4 meses.

Tiene un año y medio vendiendo gasolina en la calle y, aunque el negocio puede ser impredecible, generalmente le permite ganar lo suficiente para mantener a su familia. Explica que sus ingresos dependen de las ventas diarias, que pueden variar considerablemente. “En un día bueno, puedo ganar alrededor de 35 mil pesos, (unos nueve dólares), pero hay días en los que apenas alcanzó a ganar los 5 mil pesos (un poco más de un dólar)”.

Trabajar en la calle conlleva numerosos peligros. Marian menciona que, en ocasiones, los vehículos pasan a gran velocidad muy cerca de ella y que la falta de iluminación nocturna, especialmente durante los prolongados cortes eléctricos, incrementa su temor de ser atropellada o robada. Afortunadamente, hasta ahora no ha sido víctima de ningún incidente grave, aunque relató que su compañera de trabajo del turno matutino fue asaltada recientemente.

“Unos jóvenes se acercaron en una moto pidiendo gasolina y en un momento que ella se descuidó, le robaron el bolso. En el bolso llevaba toda la ganancia del día”.

El peligro constante que acecha a estas jóvenes las pone en riesgo, pero aun así, continúan con el oficio que les garantiza el sustento diario.

“Cómo trabajamos para otras personas, el patrón le dio un tiempo a mi compañera para reponer esa plata que le robaron. Ella tuvo que trabajar y pagar tanto el dinero robado como la gasolina que se llevaron esos muchachos”, así explica Marian la manera en qué se resolvió el robo a su compañera.

A pesar de los riesgos que enfrentan, Marian no ve ningún problema en desenvolverse en este oficio por el simple hecho de ser mujer.

Se siente agradecida de no haber sufrido ningún daño y continúa trabajando con precaución. Aunque desearía tener un empleo más tranquilo y con menos responsabilidades, por ahora, ésta es la mejor opción para ella y su familia, destacó.

Complicidad

Eumelis Moya, señala que estas trabajadoras no cuentan con un sistema de seguridad que les permita acceder a la justicia en caso de robo, golpes o abuso físico, lo que exacerba las condiciones de vulnerabilidad y deja al descubierto la violación de sus derechos humanos.

“Los derechos humanos se violan por acción, omisión y complicidad”. Aunque la gente suele asociar estas violaciones con la represión física, como detenciones o agresiones, pero si el Estado no garantiza un sistema de seguridad social que prevenga estas situaciones ilícitas, también es una violación”.

Además, estas actividades ilícitas no solo ocurren en la calle, sino también cerca de puntos de atención ciudadana y alcabalas, sin que se haga nada al respecto. Esto podría considerarse una complicidad pasiva con las fuerzas armadas, resaltó Moya.

Piropos desagradables

Carliany, la más joven de las vendedoras de gasolina en la avenida Venezuela, tiene 19 años. Llegó a San Antonio acompañada de sus padres desde el estado Zulia. Trabaja siete horas al día vendiendo gasolina y dice sentirse cómoda, aunque su jornada laboral no le ha permitido continuar con su formación. Volver a estudiar es un gran anhelo que le ilumina los ojos solo con pensarlo.

Considera el oficio como “un trabajo normal” que lo pueden hacer tanto hombres como mujeres, “aunque depende de la necesidad que tenga una”, precisó.

El acoso y la violencia de género parecen marcar la dinámica diaria de estas chicas, una situación que manifiesta Carliany con evidente molestia y desagrado: “A veces, algunos hombres pasan y me dicen cosas inapropiadas, invitaciones, groserías e incluso los borrachos tratan de tocarnos”.

Cerca del puesto de venta de Carliany, se encuentra otra mujer, ofreciendo el mismo producto. Lleva cuatro años viviendo en San Antonio del Táchira. Es una migrante proveniente de Cumaná. Dice que gracias a este trabajo ya logró traerse a la familia: “un hijo mío y tres hijos de mi esposo, de 5, 8, 10 y 13 años de edad”.

Ella no quiso hablar mucho ni revelar su nombre, tampoco permitió ser fotografiada, “me da temor por lo que pasé después que salga su artículo”.

Muchas de estas mujeres admitieron sentir temor a las represalias que podrían ejercer “los jefes”, es decir los dueños de la gasolina. Otra de las jóvenes entrevistadas también se negó a ser fotografiada, mencionando que temía ser reconocida y reprendida.

Para Eumelis Moya, cuando una persona tiene miedo en el ejercicio de una labor, eso es coacción, “seguramente estamos frente a una amenaza o intimidación. Estas son características de un proceso de trata de personas, independientemente de si llegaste allí voluntariamente o no”.

El miedo no surge de la nada; es una percepción de inseguridad, peligro o amenaza que proviene de alguien, en este caso de quienes administran el negocio de la venta ilegal de gasolina, argumentó.

“Cuando tienes acceso al proceso de una actividad ilícita, de alguna manera participas en ella. Las víctimas a menudo no denuncian estas situaciones porque temen ser acusadas de participar en actividades ilícitas. Al participar, se convierten en parte de la cadena de ese negocio”.

Inconformidad

Griselda tiene un año en San Antonio y tres meses en el negocio de la gasolina. Aunque no es lo que quiere o le gusta hacer, reconoce que este empleo es “mucho mejor” que los anteriores que ha ejercido en la frontera.

Trabaja ocho horas continuas desde la tarde hasta la noche, y su compensación varía según las ventas. En promedio, gana 40 mil pesos colombianos diarios por ese número de horas trabajadas, lo que equivale a 10 dólares.

“No estoy conforme con el trabajo, pero es la base con la que ahorita cuento y es mucho mejor que otros trabajos que he tenido donde uno dura todo el día trabajando y no gana casi nada y encima pagan en bolívares”.

En la frontera entre Táchira y Norte de Santander, (Colombia) la mayoría de transacciones se hacen en dólares o pesos colombianos, dejando en un tercer lugar los pagos en bolívares. 

Griselda comenta que, al otro lado de la frontera, en el corregimiento colombiano de La Parada, ha sentido lo qué es la explotación laboral. “Si uno va a trabajar en La Parada, le pagan 20 mil pesos (unos 5 dólares) al día, empezando la jornada desde las 7:00 de la mañana hasta las 7:00 de la noche”, explica.

Es un trabajo que Grisel considera de horario sacrificado y con bajos ingresos, especialmente porque necesita tiempo para cuidar de sus cuatro hijos.

El desplazamiento interno que llevó a Griselda a salir de su casa tiene su origen en la emergencia humanitaria compleja (EHC) que viven los venezolanos. “Hace 13 años el país aún era próspero, aunque no éramos plenamente conscientes de ello; ahora todo está muy difícil, por eso me vine y decidí quedarme aquí”, comentó la mujer.

En este contexto, la investigadora de la UCAB, explicó que la gente suele asociar la trata de personas exclusivamente con la captación engañosa y no es así. “Siempre he dicho que, incluso si vas de mutuo acuerdo a realizar un trabajo, si eres engañada en las condiciones, no se te paga lo acordado, o no se te permite retirarte, también estás en una situación de trata de personas”.

De la trocha a la gasolina

Lisbeth llegó hace cuatro años a la frontera desde San Antonio del Golfo, en el estado Sucre, movida por la precaria situación económica que vivía. “Uno se viene de su casa, deja su hogar, para buscar una mejoría”, confiesa, mientras agita una manguera plástica frente a los automóviles que pasan por la avenida.

Aunque su permanencia en San Antonio del Táchira no la considera “fácil”, sí ha logrado mejorar su calidad de vida, “en comparación con la manera cómo se está viviendo en el centro del país, aquí vivo mejor, más cómoda. Tanto es así que, gracias a Dios, voy a buscar a mi familia para traerla para acá”.

La frontera, a pesar de los riesgos y desafíos que presenta, ha sido “amable” con Lisbeth, quien asegura con actitud convincente: “no, ya no me voy de aquí. Me quedo en la frontera”.

En un día de trabajo considerado “bueno”, Lisbeth gana 40 mil pesos colombianos, equivalente a 10 dólares. Si el día es “malo” puede llegar a ganar unos 20 mil pesos colombianos y si el día es “súper bueno”, dice que puede llegar a ganar 100 mil pesos (25 dólares) o más.

Anteriormente, Lisbeth trabajaba en los pasos ilegales entre Colombia y Venezuela, conocidos como trochas, llevando mercancías de un país a otro; cuando la frontera estaba cerrada.

“Fue una experiencia dura, especialmente para nosotras como mujeres. Tuvimos que pasar por muchas cosas, como cruzar el río crecido. Muchas veces nos quedamos del otro lado y dormimos en la chatarrería, a la intemperie, exponiéndonos porque el río crecía y no podíamos pasar a Venezuela”.

A pesar de las diversas situaciones que ha tenido que sortear, dice que desde que abandonó San Antonio del Golfo, su vida ha mejorado notablemente. Sin embargo, no duda en afirmar que aceptaría un mejor empleo si se presentara la oportunidad. “Pero mientras tanto, con lo que tengo a la mano, seguimos adelante”.

Educar para prevenir

La falta de educación sobre estos temas perpetúa la situación, afirma la también abogada Eumelis Moya, quien resalta que vender gasolina puede parecer una de las actividades menos vulnerables para una mujer, pero no es así, afirma. 

“Al lado de la vendedora de gasolina, se puede encontrar a una joven esperando para ofrecerse sexualmente, con el consentimiento de su familia”. Moya señala que es posible que algunas madres justifiquen esta situación diciendo que es la única forma de llevar comida a la casa: «si estas muchachas no trabajan, no comemos”. 

En todas estas historias se expone la indefensión y vulnerabilidad de la población migrante, en especial las mujeres. Con estas narraciones en las que ellas se cuidan de contar todo, la explotación sexual está ocurriendo, también hay detrás, como lo mencionó la investigadora de la UCAB, grupos delictivos que ensombrecen aún más sus vidas marcadas por la necesidad y el hambre.

Los nombres de las protagonistas fueron cambiados a petición de las declarantes, quienes pudieron que se les protegiera su identidad.

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