¡Esto no es socialismo!
EUGENIO GUERRERO
El Nacional, 28 DE NOVIEMBRE 2015 - 12:01 AM
Es la expresión pintoresca de millones cuando el idealismo en el que depositaron toda confianza y fe desmorona sin piedad el entorno donde una vez fueron felices. El nivel de madurez que una persona requiere para aceptar sus errores es alto, parece inexistente la capacidad de la mayoría para admitir la culpa. El venezolano protagonista de este adagio pernicioso parece encerrarse en lo que la psiquiatra suizo-estadounidense Elizabeth Kübler-Ross llamó –como la primera etapa de un duelo– la «negación y aislamiento». El punto es que luego le siguen otras cuatro etapas hasta llegar a la «aceptación», pero quien ha usado esta frase como religión e ignora la evidencia que provocó su incondicional apoyo al espectro socialista, se quedó trabado en las nebulosas de la primera.
Esta disociación voluntaria entre lo que se piensa que algo es y lo que en realidad demuestra ser ha atrapado al país y a generaciones en una neblina de mediocridad que mientras se respira va gradualmente socavando la responsabilidad individual, la civilidad y, con estas, la libertad.
Lo que resulta una paradoja es que quienes aseguran que «¡esto no es socialismo!» son los que menos saben lo que el socialismo es: tanto en ideal como manifestado en la realidad –aunque esté ante sus ojos tan cruenta realidad totalitaria–. Esta expresión popular la fundamenta lo que los socialistas quieren hacerle creer qué es este ideal, con base en el desconocimiento evidente que la mayoría tiene de esta doctrina. Marx, Engels y toda la estampida de trogloditas socialistas disfrazados de científicos jamás tuvieron una visión tancomeflor de la realidad, esa visión que la mayoría piensa que es el socialismo focalizado en un idílico y majestuoso recinto de justicia y estabilidad social.
Una interesante anécdota que el periodista venezolano Carlos Rangel plasmó en uno de sus famosos libros (Marx y los socialismos reales), ilustra muy bien el punto: «Hay un conocido mío (y de ustedes) que supone (y escribió) que El Capital de Carlos Marx comienza con las palabras: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, con lo cual quedó revelado que no solo no ha leído ni la primera página del descomunal libro que es El Capital, sino tampoco el brevísimo Manifiesto comunista”». Este es el caso de la gran mayoría, ignorando la tragedia que caracteriza esta doctrina se encargan de limpiar la tumba de los protagonistas del ideal genocida más escalofriante que la humanidad haya tenido que vivir, ese ideal que tiene más de 100 millones de muertos en su espalda.
Tomando como punto de partida lo anterior, es necesario aclarar que la criminal camarilla intelectual artífice del socialismo no acostumbraba hablar de «democracia», hablaban de la «dictadura del proletariado», Marx siendo su principal teórico. No creían en el consenso civilizado sino en la violencia revolucionaria contenida en la «lucha de clases» como «motor de la historia». Lo dejaron muy claro Lenin y sus bolcheviques cuando suprimieron por la fuerza el parlamento y la Asamblea Constitucional. En lo que hubo oposición a que el poder se centralizara de manera absoluta en los soviets, apresaron a la oposición –la que era la mayoría– por no seguir los designios del dictador totalitario. Las jornadas inquisitoriales contra el que pensaba distinto era la norma que redundaba en terribles purgas, desapariciones, torturas y asesinatos masivos.
Vale la pena recordar que para estos revolucionarios socialistas, la promoción de la guerra civil constituiría «una lucha de aniquilación y terrorismo sin contemplación alguna», según Engels; Lenin, el revolucionario con el corazón repleto de odio, a finales de 1917 aprobó la introducción dentro del Comité Militar Revolucionario de Petrogrado (CMRP) una moción que a los venezolanos puede sonarnos similar: “Enemigo del pueblo”: toda aquella persona sospechosa de atentar contra los intereses de la revolución era susceptible de arresto inmediato, en especial, los dirigentes de partidos políticos enemigos; Para Mao Tse-tung, quien veía la guerra como «la política por otros medios», cuando esta última no era suficiente había que usar la guerra para «barrer el obstáculo del camino»; el vanagloriado Che Guevara, extremista revolucionario socialista, asesinó con sus manos a más de 500 personas, y en sus palabras referidas a los fusilamientos grabados en Cuba, aseveró que «fusilaremos y seguiremos fusilando mientras sea necesario» porque –aseguraba el guerrilero– «esto es una guerra a muerte».
De este necesario y muy simplificado resumen anecdótico no escaparían los socialistas que, por medios democráticos han mostrado la intolerancia, violencia e ideas extremistas que nada tienen que ver con lo que la gente imagina que es el socialismo.
Un ejemplo interesante es del primer gobierno marxista que llegó por la vía democrática en América Latina, y, que en mayoría, los progresistas venezolanos –tanto de la MUD como los del gobierno– ensalzan como una figura ejemplar: este es el caso de Salvador Allende. Su gobierno fue acusado de 20 violaciones concretas de la Constitución y las leyes, censurar a la prensa, amparar grupos armados, quebrantar las atribuciones del Poder Judicial e intentar instaurar en Chile un gobierno totalitario. Además, el intelectual chileno Víctor Farías (2005) probó que Allende comulgaba con ideas del nazismo –el hermano tardío del socialismo–. Propuso, cuando era ministro de Salud del presidente Pedro Aguirre Cerda, un proyecto de ley para la esterilización de alienados mentales (copiado de los primeros proyectos de ley de eugenesia que se estaban llevando en la Alemania nazi); se opuso con insistencia a la deportación del criminal nazi –quien se presume que fue responsable de la muerte de 500.000 personas– Walter Rauff, refugiado en Chile. Además de ser un antisemita y agente soviético. Para un resumen de lo expuesto sobre Allende, véase Kaiser (2014).
Y no solo Allende, ya el fabianismo comulgaba con estas ideas extremas donde en amplias propuestas de políticas públicas, según asegura Jesse Norman (2014), no excluían «un persistente interés por la eugenesia y el nacimiento selectivo». En la Suecia de 1922, se aprobó en el parlamento la creación del Instituto Nacional de Biología de las Razas. Los experimentos se radicalizaron bajo el gobierno del líder socialdemócrata Per Albin Hansson, en donde la búsqueda de limpiar la raza e indagar en los orígenes raciales del pueblo sueco llevó a la experimentación forzada con miles de seres humanos; además, esterilizaron y lobotomizaron a otros miles (entre ellos, gitanos). En el ámbito económico, el socialismo sueco llevó a la nación a una enorme crisis en los años noventa donde luego se tuvo que privatizar hasta el correo por la innata ineficiencia de un Estado gigantesco que vivía de lujos en detrimento de la riqueza que generaba el trabajo de otros, y unos monopolios sindicales excluyentes y sectarios con una visión extremadamente proteccionista partícipe de la debacle.
Hoy en día, el socialismo de tinte democrático sigue causando estragos y es noticia diaria con los Estados de Bienestar y sus deprimentes balances, altos déficits y gigantescas deudas con unos Estados sobredimensionados que han crecido por medio del expolio tributario, el castigo al emprendimiento, la proliferación de élites profundamente corruptas y el endeudamiento de futuras generaciones. Países con alto desempleo juvenil, fuga de talentos, conflictividad social y la tolerancia cómplice pronunciada con los movimientos terroristas del islamismo que no hacen otra cosa que minar la sociedad occidental con intenciones universalistas y totalitarias.
Nuestro país es el caso mundial paradigmático actual de las consecuencias del socialismo que llegó por la vía democrática. Los peores indicadores del mundo están en un asomo a la ventana, en un mandado a la panadería, en una reunión de tragos que máximo duraría hasta las 7:00 de la noche, en un viaje por transporte público al trabajo y el decepcionante fin de mes determinado por un salario que dura en la manos lo que tarda el suspiro de desesperanza recordando cuando para algo servía; en las dramáticas despedidas de nuestros familiares y amigos ya sea por la delincuencia que los arrebató, o porque dejan el país para buscar un mejor futuro. ¿Y con todo y esto se sigue argumentando «¡esto no es socialismo!»?
Al repetir tal necedad se está siendo cómplice de todo lo anterior expuesto. Por la antipatía y poca disposición de formarse en lo que supuestamente se argumenta con seguridad, no se está más que dando un ejemplo a nuestra empobrecida sociedad –y sus actuales generaciones en representación– de que nada estamos aprendiendo de nuestra historia en los recientes 60 años. Partidos políticos populistas y estatistas que exigen un regreso a la forma de hacer política –esa, la de AD y Copei– que labró la forma y fondo para que se manifestara la tragedia que padece hoy el país. Intelectuales colaboradores silenciosos de la decadencia que en lugar de llamar al régimen como lo que es, ¡una dictadura socialista totalitaria! los vemos buscando argucias y desvíos argumentales –comprometiendo la honestidad intelectual– denominándolo un simple «autoritarismo» o «déficit de democracia», dejando en evidencia que por el caño botaron sus títulos y estudios por tanta mediocridad.
Alimentan diariamente la irresponsable idea que no es el modelo sino quien gobierna, mostrando aún, en pleno siglo XXI, que tenemos que depender de los caprichos y seriedad del gobernante y no de nuestro control ciudadano en libertad de quienes intervienen en nuestras instituciones con cataduras de sapiencia. En lugar de enseñar que del poder hay que desconfiar y limitarlo lo máximo posible porque degenera en tiranía, se les enseña en la aulas que el gobierno tiene la función de controlar y no ser controlado, que tiene la autoridad para interferir y moldear la sociedad civil, en lugar de afirmar que hay que alejarlo de los espacios públicos y privados; se les enseña que es el Estado es el que puede sacar a los pobres de su situación, pero no que esa es la forma en que los gobiernos de turno manipulan la pobreza perpetuándola, porque la miseria les parece un buen capital político para mantenerse en el poder o que es la interferencia gubernamental la que no permite que se supere la pobreza.
Ya la historia mostró y nos recuerda diariamente que la experiencia socialdemócrata no sirvió –solo temporalmente– (al contrario, pavimentó el camino para el desastre de hoy en día); el socialismo marxista del siglo XXI, menos aún (ha sumergido a nuestra nación en la peor crisis humanitaria existente en nuestra historia republicana).
Es hora de darle paso a la libertad individual, al respeto de los derechos de propiedad y al libre mercado, al modelo de sociedad que ha mostrado ser el más exitoso, campeón de la superación de la pobreza con los mejores estándares de vida en seguridad, paz y libre asociación; con un gobierno limitado y una sociedad civil fuerte, que cuente con un Estado que sancione el fraude, castigue radicalmente la delincuencia y, de manera selectiva, asegure rentas mínimas de inserción a quienes por una mala situación temporal de la vida o incapacidad no pueden satisfacer sus necesidades dentro del mercado. Darle paso a la promoción de la capitalización, el ahorro, la mentalidad de propietarios dando el salto al desarrollo desprendiéndonos de las regulaciones estatales que estancan la nación.
Cuando le digan, querido lector, «¡esto no es socialismo!» ya tendrá las herramientas para responder que, al contrario, sí lo es, ¡y del genuino! Que la próxima exclamación sea: «¡Esto sí es socialismo y lo que necesitamos es libertad!».
Es la expresión pintoresca de millones cuando el idealismo en el que depositaron toda confianza y fe desmorona sin piedad el entorno donde una vez fueron felices. El nivel de madurez que una persona requiere para aceptar sus errores es alto, parece inexistente la capacidad de la mayoría para admitir la culpa. El venezolano protagonista de este adagio pernicioso parece encerrarse en lo que la psiquiatra suizo-estadounidense Elizabeth Kübler-Ross llamó –como la primera etapa de un duelo– la «negación y aislamiento». El punto es que luego le siguen otras cuatro etapas hasta llegar a la «aceptación», pero quien ha usado esta frase como religión e ignora la evidencia que provocó su incondicional apoyo al espectro socialista, se quedó trabado en las nebulosas de la primera.
Esta disociación voluntaria entre lo que se piensa que algo es y lo que en realidad demuestra ser ha atrapado al país y a generaciones en una neblina de mediocridad que mientras se respira va gradualmente socavando la responsabilidad individual, la civilidad y, con estas, la libertad.
Lo que resulta una paradoja es que quienes aseguran que «¡esto no es socialismo!» son los que menos saben lo que el socialismo es: tanto en ideal como manifestado en la realidad –aunque esté ante sus ojos tan cruenta realidad totalitaria–. Esta expresión popular la fundamenta lo que los socialistas quieren hacerle creer qué es este ideal, con base en el desconocimiento evidente que la mayoría tiene de esta doctrina. Marx, Engels y toda la estampida de trogloditas socialistas disfrazados de científicos jamás tuvieron una visión tancomeflor de la realidad, esa visión que la mayoría piensa que es el socialismo focalizado en un idílico y majestuoso recinto de justicia y estabilidad social.
Una interesante anécdota que el periodista venezolano Carlos Rangel plasmó en uno de sus famosos libros (Marx y los socialismos reales), ilustra muy bien el punto: «Hay un conocido mío (y de ustedes) que supone (y escribió) que El Capital de Carlos Marx comienza con las palabras: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, con lo cual quedó revelado que no solo no ha leído ni la primera página del descomunal libro que es El Capital, sino tampoco el brevísimo Manifiesto comunista”». Este es el caso de la gran mayoría, ignorando la tragedia que caracteriza esta doctrina se encargan de limpiar la tumba de los protagonistas del ideal genocida más escalofriante que la humanidad haya tenido que vivir, ese ideal que tiene más de 100 millones de muertos en su espalda.
Tomando como punto de partida lo anterior, es necesario aclarar que la criminal camarilla intelectual artífice del socialismo no acostumbraba hablar de «democracia», hablaban de la «dictadura del proletariado», Marx siendo su principal teórico. No creían en el consenso civilizado sino en la violencia revolucionaria contenida en la «lucha de clases» como «motor de la historia». Lo dejaron muy claro Lenin y sus bolcheviques cuando suprimieron por la fuerza el parlamento y la Asamblea Constitucional. En lo que hubo oposición a que el poder se centralizara de manera absoluta en los soviets, apresaron a la oposición –la que era la mayoría– por no seguir los designios del dictador totalitario. Las jornadas inquisitoriales contra el que pensaba distinto era la norma que redundaba en terribles purgas, desapariciones, torturas y asesinatos masivos.
Vale la pena recordar que para estos revolucionarios socialistas, la promoción de la guerra civil constituiría «una lucha de aniquilación y terrorismo sin contemplación alguna», según Engels; Lenin, el revolucionario con el corazón repleto de odio, a finales de 1917 aprobó la introducción dentro del Comité Militar Revolucionario de Petrogrado (CMRP) una moción que a los venezolanos puede sonarnos similar: “Enemigo del pueblo”: toda aquella persona sospechosa de atentar contra los intereses de la revolución era susceptible de arresto inmediato, en especial, los dirigentes de partidos políticos enemigos; Para Mao Tse-tung, quien veía la guerra como «la política por otros medios», cuando esta última no era suficiente había que usar la guerra para «barrer el obstáculo del camino»; el vanagloriado Che Guevara, extremista revolucionario socialista, asesinó con sus manos a más de 500 personas, y en sus palabras referidas a los fusilamientos grabados en Cuba, aseveró que «fusilaremos y seguiremos fusilando mientras sea necesario» porque –aseguraba el guerrilero– «esto es una guerra a muerte».
De este necesario y muy simplificado resumen anecdótico no escaparían los socialistas que, por medios democráticos han mostrado la intolerancia, violencia e ideas extremistas que nada tienen que ver con lo que la gente imagina que es el socialismo.
Un ejemplo interesante es del primer gobierno marxista que llegó por la vía democrática en América Latina, y, que en mayoría, los progresistas venezolanos –tanto de la MUD como los del gobierno– ensalzan como una figura ejemplar: este es el caso de Salvador Allende. Su gobierno fue acusado de 20 violaciones concretas de la Constitución y las leyes, censurar a la prensa, amparar grupos armados, quebrantar las atribuciones del Poder Judicial e intentar instaurar en Chile un gobierno totalitario. Además, el intelectual chileno Víctor Farías (2005) probó que Allende comulgaba con ideas del nazismo –el hermano tardío del socialismo–. Propuso, cuando era ministro de Salud del presidente Pedro Aguirre Cerda, un proyecto de ley para la esterilización de alienados mentales (copiado de los primeros proyectos de ley de eugenesia que se estaban llevando en la Alemania nazi); se opuso con insistencia a la deportación del criminal nazi –quien se presume que fue responsable de la muerte de 500.000 personas– Walter Rauff, refugiado en Chile. Además de ser un antisemita y agente soviético. Para un resumen de lo expuesto sobre Allende, véase Kaiser (2014).
Y no solo Allende, ya el fabianismo comulgaba con estas ideas extremas donde en amplias propuestas de políticas públicas, según asegura Jesse Norman (2014), no excluían «un persistente interés por la eugenesia y el nacimiento selectivo». En la Suecia de 1922, se aprobó en el parlamento la creación del Instituto Nacional de Biología de las Razas. Los experimentos se radicalizaron bajo el gobierno del líder socialdemócrata Per Albin Hansson, en donde la búsqueda de limpiar la raza e indagar en los orígenes raciales del pueblo sueco llevó a la experimentación forzada con miles de seres humanos; además, esterilizaron y lobotomizaron a otros miles (entre ellos, gitanos). En el ámbito económico, el socialismo sueco llevó a la nación a una enorme crisis en los años noventa donde luego se tuvo que privatizar hasta el correo por la innata ineficiencia de un Estado gigantesco que vivía de lujos en detrimento de la riqueza que generaba el trabajo de otros, y unos monopolios sindicales excluyentes y sectarios con una visión extremadamente proteccionista partícipe de la debacle.
Hoy en día, el socialismo de tinte democrático sigue causando estragos y es noticia diaria con los Estados de Bienestar y sus deprimentes balances, altos déficits y gigantescas deudas con unos Estados sobredimensionados que han crecido por medio del expolio tributario, el castigo al emprendimiento, la proliferación de élites profundamente corruptas y el endeudamiento de futuras generaciones. Países con alto desempleo juvenil, fuga de talentos, conflictividad social y la tolerancia cómplice pronunciada con los movimientos terroristas del islamismo que no hacen otra cosa que minar la sociedad occidental con intenciones universalistas y totalitarias.
Nuestro país es el caso mundial paradigmático actual de las consecuencias del socialismo que llegó por la vía democrática. Los peores indicadores del mundo están en un asomo a la ventana, en un mandado a la panadería, en una reunión de tragos que máximo duraría hasta las 7:00 de la noche, en un viaje por transporte público al trabajo y el decepcionante fin de mes determinado por un salario que dura en la manos lo que tarda el suspiro de desesperanza recordando cuando para algo servía; en las dramáticas despedidas de nuestros familiares y amigos ya sea por la delincuencia que los arrebató, o porque dejan el país para buscar un mejor futuro. ¿Y con todo y esto se sigue argumentando «¡esto no es socialismo!»?
Al repetir tal necedad se está siendo cómplice de todo lo anterior expuesto. Por la antipatía y poca disposición de formarse en lo que supuestamente se argumenta con seguridad, no se está más que dando un ejemplo a nuestra empobrecida sociedad –y sus actuales generaciones en representación– de que nada estamos aprendiendo de nuestra historia en los recientes 60 años. Partidos políticos populistas y estatistas que exigen un regreso a la forma de hacer política –esa, la de AD y Copei– que labró la forma y fondo para que se manifestara la tragedia que padece hoy el país. Intelectuales colaboradores silenciosos de la decadencia que en lugar de llamar al régimen como lo que es, ¡una dictadura socialista totalitaria! los vemos buscando argucias y desvíos argumentales –comprometiendo la honestidad intelectual– denominándolo un simple «autoritarismo» o «déficit de democracia», dejando en evidencia que por el caño botaron sus títulos y estudios por tanta mediocridad.
Alimentan diariamente la irresponsable idea que no es el modelo sino quien gobierna, mostrando aún, en pleno siglo XXI, que tenemos que depender de los caprichos y seriedad del gobernante y no de nuestro control ciudadano en libertad de quienes intervienen en nuestras instituciones con cataduras de sapiencia. En lugar de enseñar que del poder hay que desconfiar y limitarlo lo máximo posible porque degenera en tiranía, se les enseña en la aulas que el gobierno tiene la función de controlar y no ser controlado, que tiene la autoridad para interferir y moldear la sociedad civil, en lugar de afirmar que hay que alejarlo de los espacios públicos y privados; se les enseña que es el Estado es el que puede sacar a los pobres de su situación, pero no que esa es la forma en que los gobiernos de turno manipulan la pobreza perpetuándola, porque la miseria les parece un buen capital político para mantenerse en el poder o que es la interferencia gubernamental la que no permite que se supere la pobreza.
Ya la historia mostró y nos recuerda diariamente que la experiencia socialdemócrata no sirvió –solo temporalmente– (al contrario, pavimentó el camino para el desastre de hoy en día); el socialismo marxista del siglo XXI, menos aún (ha sumergido a nuestra nación en la peor crisis humanitaria existente en nuestra historia republicana).
Es hora de darle paso a la libertad individual, al respeto de los derechos de propiedad y al libre mercado, al modelo de sociedad que ha mostrado ser el más exitoso, campeón de la superación de la pobreza con los mejores estándares de vida en seguridad, paz y libre asociación; con un gobierno limitado y una sociedad civil fuerte, que cuente con un Estado que sancione el fraude, castigue radicalmente la delincuencia y, de manera selectiva, asegure rentas mínimas de inserción a quienes por una mala situación temporal de la vida o incapacidad no pueden satisfacer sus necesidades dentro del mercado. Darle paso a la promoción de la capitalización, el ahorro, la mentalidad de propietarios dando el salto al desarrollo desprendiéndonos de las regulaciones estatales que estancan la nación.
Cuando le digan, querido lector, «¡esto no es socialismo!» ya tendrá las herramientas para responder que, al contrario, sí lo es, ¡y del genuino! Que la próxima exclamación sea: «¡Esto sí es socialismo y lo que necesitamos es libertad!».
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