El último pollo
La expresión más propia de la Fuente son "las Multitudes" cargadas de un fuerte cariz crítico
LINDA D'AMBROSIO | EL UNIVERSAL
lunes 14 de marzo de 2016 12:00 AM
Estira el cuello, amenaza con escabullirse por entre las aristas que delimitan la metálica base de la escultura, y se agita, mientras converge en pos de él la turba, que se aproxima desde dos puntos antagónicos. Es el último pollo, convertido en codiciado trofeo, en panacea que ha de remediar todas las carencias, en promesa de saciedad.
Hace seis años se fue Manuel de la Fuente, el escultor, el amigo. Y cuán próxima nos puede resultar ahora esta premonitoria visión transcrita a la materia hace ya décadas. En aquel entonces, tal situación era impensable: la escultura revestía visos apocalípticos que parecían remitir a fantasiosos parajes ajenos a nuestro país; hoy, parece una caricatura de la realidad circundante.
De la Fuente es conocido especialmente por la Virgen de la Paz, el colosal monumento emplazado en Los Andes venezolanos: 46 metros de escultura se yerguen al sur de Trujillo, sobre la llamada Peña de la Virgen, en donde se dice que apareció María en el año 1570.
Los merideños, en particular, conviven con las obras del escultor gaditano, diseminadas a través de toda la ciudad: Las heroínas de Mérida, Marisela, Tibisay y la Loca Luz Caraballo, dan cuenta de la presencia del artista en la geografía andina, en la que se ancló desde su llegada a Venezuela, y en donde desarrolló una fecunda labor plástica y docente que habría de reportarle reconocimiento internacional. Estas intervenciones dan cuenta, así mismo, de la compenetración de su autor con los temas y la idiosincrasia local.
Sin embargo, la expresión más propia de la Fuente son las Multitudes: representaciones de masas humanas en movimiento, cargadas de un fuerte cariz crítico que revela la atención que el artista ponía en el contexto social que le rodeaba.
Al igual que en la vida real, las Multitudes están conformadas por un conjunto de personajes abigarrados, realizados a una escala diminuta, en la que la ausencia de rasgos fisonómicos pone en evidencia la despersonalización que sufre el hombre cuando, anónimo, entra a formar parte de una masa y actuar exactamente igual que el resto de los seres que conforman el grupo, perdiendo su individualidad, sus señas propias, su identidad. De hecho, la señal distintiva de las multitudes es la pugna: la muchedumbre lucha al unísono por conquistar algo que es escaso y, por ende, precioso: transporte (El autobús), espacio para el esparcimiento (La piara), o alimento (El último pollo).
En su día, De la Fuente planteaba el desabastecimiento como resultado de la superpoblación: no podía imaginar que éste sobrevendría como resultado de otros despropósitos. Y, entre otras denuncias, sus esculturas ponían de manifiesto la subordinación del hombre a los bienes materiales: la existencia transcurre consagrada a producir incansablemente para poseer cosas. De las alternativas posibles para satisfacer una necesidad, el entorno nos indica cuáles debemos escoger mediante la publicidad. Así, los objetos, que aparecen en las esculturas magnificados, en franca desproporción con respecto al hombre, se convierten en los señores a los que hemos de servir, no ya para satisfacer una necesidad básica, sino para obtener reconocimiento, aprobación, aceptación social. El individuo sucumbe a la presión que ejercen, por un lado, el propio contingente humano, y por el otro, los objetos que, agigantados, le aplastan.
Obras como Principio y fin y La gallina de los huevos de oro apuntan al sinsentido de la vida contemporánea, una gigantesca maquinaria cuyo sentido último es producir, incansablemente, ya bienes materiales, representados en la obra por los huevos, ya otros seres capaces de insertarse también en el proceso.
Digno de reflexión, ¿no?
Linda.dambrosiom@gmail.com
Hace seis años se fue Manuel de la Fuente, el escultor, el amigo. Y cuán próxima nos puede resultar ahora esta premonitoria visión transcrita a la materia hace ya décadas. En aquel entonces, tal situación era impensable: la escultura revestía visos apocalípticos que parecían remitir a fantasiosos parajes ajenos a nuestro país; hoy, parece una caricatura de la realidad circundante.
De la Fuente es conocido especialmente por la Virgen de la Paz, el colosal monumento emplazado en Los Andes venezolanos: 46 metros de escultura se yerguen al sur de Trujillo, sobre la llamada Peña de la Virgen, en donde se dice que apareció María en el año 1570.
Los merideños, en particular, conviven con las obras del escultor gaditano, diseminadas a través de toda la ciudad: Las heroínas de Mérida, Marisela, Tibisay y la Loca Luz Caraballo, dan cuenta de la presencia del artista en la geografía andina, en la que se ancló desde su llegada a Venezuela, y en donde desarrolló una fecunda labor plástica y docente que habría de reportarle reconocimiento internacional. Estas intervenciones dan cuenta, así mismo, de la compenetración de su autor con los temas y la idiosincrasia local.
Sin embargo, la expresión más propia de la Fuente son las Multitudes: representaciones de masas humanas en movimiento, cargadas de un fuerte cariz crítico que revela la atención que el artista ponía en el contexto social que le rodeaba.
Al igual que en la vida real, las Multitudes están conformadas por un conjunto de personajes abigarrados, realizados a una escala diminuta, en la que la ausencia de rasgos fisonómicos pone en evidencia la despersonalización que sufre el hombre cuando, anónimo, entra a formar parte de una masa y actuar exactamente igual que el resto de los seres que conforman el grupo, perdiendo su individualidad, sus señas propias, su identidad. De hecho, la señal distintiva de las multitudes es la pugna: la muchedumbre lucha al unísono por conquistar algo que es escaso y, por ende, precioso: transporte (El autobús), espacio para el esparcimiento (La piara), o alimento (El último pollo).
En su día, De la Fuente planteaba el desabastecimiento como resultado de la superpoblación: no podía imaginar que éste sobrevendría como resultado de otros despropósitos. Y, entre otras denuncias, sus esculturas ponían de manifiesto la subordinación del hombre a los bienes materiales: la existencia transcurre consagrada a producir incansablemente para poseer cosas. De las alternativas posibles para satisfacer una necesidad, el entorno nos indica cuáles debemos escoger mediante la publicidad. Así, los objetos, que aparecen en las esculturas magnificados, en franca desproporción con respecto al hombre, se convierten en los señores a los que hemos de servir, no ya para satisfacer una necesidad básica, sino para obtener reconocimiento, aprobación, aceptación social. El individuo sucumbe a la presión que ejercen, por un lado, el propio contingente humano, y por el otro, los objetos que, agigantados, le aplastan.
Obras como Principio y fin y La gallina de los huevos de oro apuntan al sinsentido de la vida contemporánea, una gigantesca maquinaria cuyo sentido último es producir, incansablemente, ya bienes materiales, representados en la obra por los huevos, ya otros seres capaces de insertarse también en el proceso.
Digno de reflexión, ¿no?
Linda.dambrosiom@gmail.com
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