domingo, 25 de julio de 2021

Chile, Cuba, Venezuela: y sin embargo se mueven

 

Chile, Cuba, Venezuela: y sin embargo se mueven, por Fernando Mires

Chile, Cuba, Venezuela: y sin embargo se mueven

Twitter: @FernandoMiresOl


Los sismos, los terremotos, los cataclismos y todo ese tipo de movimientos tectónicos que han llevado a opinar a algunos que la tierra no es un planeta habitable, demuestran que el mundo no está terminado o que su existencia es un permanente hacerse. Frase que, aunque parezca rara, tiene ciertas connotaciones políticas. Pues la política es, antes que nada, movimiento. Allí donde la política termina de moverse, desaparece.

Un mundo políticamente congelado es ideal de dictadores, un ideal ptolemaico en contraposición al copernicano, que no solo postuló el heliocentrismo sino, además, anticipó la visión relativa a que no solo la tierra se movía sino que la vida es el movimiento (energía) y el movimiento es la vida. No otra es la tesis central de la obra de Galileo Las revoluciones de las esferas celestes, a la que si tomamos en serio, vale decir, en un sentido metastronómico, o sea filosófico, nos lleva a afirmar que la vida de por sí es revolucionaria en contraposición a la muerte, que es contrarrevolucionaria.

Chile: del estallido social a las primarias y desde ahí enfilando hacia las presidenciales

Si quisiéramos demostrar a nivel sudamericano por qué la política solo es política cuando se mueve, no encontraríamos otro ejemplo mejor que el dado por Chile en los últimos dos años.

Quiero afirmar que en Chile ha tenido lugar —no en el sentido marxista-leninista ni mucho menos chavista o castrista del término, pero sí en el sentido de Galileo Galilei— una revolución política cuyos resultados no son hasta ahora definitivamente visibles. Revolución constitucional, la llamó el excandidato presidencial Andrés Velasco.

El estallido de octubre del 2019, el destape de capas socio-tectónicas ocultas que abrieron el cráter donde se escondía una profunda desigualdad social, sacó a la calle a multitudes sin conducción ni líderes, sin programas ni partidos, a protestar por razones diversas, pero todas sociales. Masas alegres coreando consignas del pasado y del futuro, pero también vándalos destrozando estatuas y quemando iglesias por doquier.

Ambivalente y heterogénea, como toda gran movilización social, prometía la chilena transformarse en un río sin cauce en medio de un cambio climático sin precedentes.

Ante esa visión apocalíptica, la clase política, tal vez presintiendo que con el estallido social se les iba la vida, en lugar de construir un dique de contención —como mal hizo Duque frente al estallido colombiano— construyó un canal llamado «cambio constitucional». Así, el movimiento social fue constitucionalizado, institucionalizado y, sobre todo, politizado.

El plebiscito constitucional de octubre de 2019 dio curso libre a una nueva Constitución encargada de situar una marca histórica entre el Chile pospinochetista y el Chile que viene, a quien nadie se atreve todavía a ponerle un nombre.

Las elecciones constituyentes del 15 y 16 de mayo de 2021 revelaron a su vez, de forma nítida, la nueva base política sobre la cual se sustentaría la nueva Constitución: crecimiento acelerado de la izquierda emergente, desgaste de la izquierda tradicional, debacle de la derecha centrista y casi desaparición de la ultraderecha, pero sobre todo –y esto cambiaría el juego en los partidos– un crecimiento enorme de los independientes o «sin partidos».

Las constituyentes fueron potencialmente un acto de rebelión en contra de la clase política establecida, pero sin salirse de los cauces institucionales y constitucionales.

Poco tiempo después, 18 de julio de 2021, tendrían lugar las «primeras primarias» en dos coaliciones: Apruebo Dignidad y Chile Vamos.

Inevitablemente, la energía política desatada en los eventos anteriores debía penetrar en la lucha partidista. Evento que portó consigo tres grandes novedades: primero, la participación electoral fue numerosa. Segundo, los resultados fueron inesperados. Tercero, la geometría política centrista de Chile fue recuperada.

En el bloque llamado Apruebo Dignidad, Boric, con su discurso izquierda-centrista se impuso al comunista Jadué y su discurso clasista. En el bloque de la derecha centrista, Chile Vamosel centroderechismo más económico de Sichel se impuso al centrismo más político de Desbordes y del derechismo tradicional de Lavín. En los dos bloques fue mostrado que el codiciado objeto del deseo político yace en el centro y no en las puntas. En el tercer bloque gravitante, Unidad Constituyente, la disputa entre la tendencia posbacheletista representada por la socialista Paula Narváez y la figura carismática de la presidente del senado, Yasna Provoste, está por verse.

Provoste, siendo democristiana, es la figura política más centrista de todo el país. La única persona en condiciones de ejercer atracciones transversales en los independientes e incluso en los demás partidos. Visto así, hacia las presidenciales, si es que entre el bloque de izquierda-centro y el de centro-izquierda no hay un acuerdo, habrá un choque de trenes entre los contingentes de Boric y los de Provoste. El dilema será si Chile vuelve a su tradicional estructura de «los tres tercios» o se embarca en las peligrosas aguas de un océano bipolar.

Lo importante es que Chile, siguiendo el principio galileico y no ptolemaico de la política, se mueve rápidamente hacia el centro. Pero a diferencias del sistema solar, donde el centro está preestablecido, el centro político en Chile será configurado a través de una intensa lucha.

Ese centro nunca tendrá un lugar fijo, pues es un espacio configurado por desplazamientos no de cuerpos celestes sino de cuerpos políticos. En un sistema planetario el sol también se mueve. El sol es un centro dinámico, no estático. El centro es el sol de la política.

Desde esa perspectiva, lo peor que podría suceder en Chile sería una alianza de todas las izquierdas, la comunista, la frenteamplista y la posconcertacionista. No olvidemos que la inesperada paliza propinada por Boric a Jadué tuvo que ver con el rechazo a un partido dispuesto a reconocer la legitimidad de dictaduras como las de Nicaragua y Cuba. Esa alianza llevaría a disolver la importante separación entre una izquierda democrática y otra que no lo es. Y lo que es peor, crearía en Chile una bipolaridad que no corresponde con la personalidad política centrista del país.

Toda polaridad tiende al inmovilismo y, con ello, al deterioro de la vida social y política. Si se forma una «izquierda unida» lo más probable es que la derecha, hoy muy dividida, deberá también unirse. Chile no merece regresar a la política ptolemaica del siglo pasado.

Y Cuba también se mueve

Si trasladamos el principio copernicano a la dinámica política, podremos comprobar que los cuerpos no celestes de la política tienden a resistir el principio de la inercia buscando el movimiento que les da vida. Visto así, la libertad, incluyendo a la libertad política, es el triunfo de la movilidad sobre el principio (mortal) de la inercia. La libertad será siempre libertad de movimiento, no solo físico sino también de ideas. Es por eso que toda dictadura busca petrificar a la política convirtiendo a la ciudadanía en simple población demográfica. Pero la vida quiere vivir. No otro es el sentido de la consigna hecha canción por el movimiento San Isidro aparecido en Cuba en noviembre del 2019, Patria y vida, opuesta a la tétrica «Patria o muerte» de los Castro, hoy administrada por ese revolucionario sin revolución llamado Díaz-Canel.

*Lea también: La propaganda nazi que utiliza Maduro, por Daniel Morales

Del estallido social cubano ya sabemos lo suficiente como para percibir que se trata de un colectivo deseo de vida, de un grito desesperado por ser, de una expresión masiva por la libertad. En ese sentido, más que un movimiento político, el que hizo puesta en escena el 11-J fue un movimiento existencial. Sus antecedentes cercanos se encuentran en la rebelión cultural y urbana de los intelectuales y artistas del país. Luego, en el grito de San Antonio de los Baños, cuyos ecos despertaron muchedumbres en todo el país.

Los intelectuales y artistas viven en las urbes. La rebelión social viene de las entrañas rurales y suburbanas de la Cuba profunda. Ambos confluyeron en un solo río. El movimiento del el 11-J puede ser así considerado como una carta de presentación de su propia existencia. Espontáneo, ha sido catalogado por muchos observadores, al observar que el movimiento no posee ningún liderazgo definido.

Manipulados por EE. UU., fue la respuesta de la nomenclatura. Ni lo uno ni lo otro. Una cosa es que un movimiento no tenga líderes ni partido y otra es que sea espontáneo.

Espontáneo, en el léxico político, significa un estallido anárquico y desorganizado. Pero en Cuba sucedió lo contrario: el solo hecho de que se expandiera tan rápidamente desde los poblados más lejanos hacia las grandes ciudades y que en todos los lugares fueran coreadas las mismas consignas y que sus participantes hubiesen decidido poner término a todas las manifestaciones a la misma hora, habla de un alto grado de sincronía, de intensiva comunicación (digital) interna.

Hay pocas dudas: estamos en presencia de –para usar un término de Gramsci– un movimiento orgánico, uno que a diferencia de otros muy locales como el «Maleconazo» de 1994, atraviesa a la nación de punta a cabo. Con ese movimiento, explícito y manifiesto como el que hizo acto de presencia el 11-J, tendrá que convivir, de ahora en adelante, la dictadura de Díaz-Canel.

Nadie puede predecir cuál será el destino del movimiento del 11-J. La posibilidad de que la represión logre desmembrarlo debe ser considerada. El aparato policial y militar cubano está hecho para reprimir a su propio pueblo. Pero que eso no suceda, depende también de las formas que asumirá en el movimiento en el futuro. Por el momento lo más importante es preservar su existencia física. A partir de ahí, la tarea será asegurar su existencia política.

Probablemente, los miembros del movimiento del 11-J saben muy bien que no basta salir a las calles y gritar «Abajo la dictadura» para que el régimen comience a retirarse. Por el momento, lo que más requiere es mantener continuidad. En otras palabras, que el régimen se vea obligado a reconocer al 11-J no solo como un enemigo externo sino como una oposición interna.

Por lo menos, el movimiento del 11-J logró que Díaz-Canel tuviera que reconocer algunos errores. En sistemas que reclaman para sí el don de la infalibilidad no deja de ser este un hecho importante. Llevar la discusión al seno de la casta dominante será luego uno de los principales objetivos a cumplir. Sin disidencias, sin trizaduras internas, ningún régimen se viene abajo. Eso significa, para el movimiento que recién nace, mantenerse atento a cualquiera posibilidad de comunicación con los personeros del régimen. Nunca cerrar todas las puertas.

No hay que olvidar que, más allá de toda diferencia política, existe el «factor humano». En no pocas experiencias históricas hemos visto a miembros de regímenes dictatoriales que terminan por disentir. Nunca faltan los que se dan cuenta de que seguir manteniendo a gobiernos ilegítimos lleva a callejones sin salida. Hay quienes también no quieren pasar a la historia como verdugos de sus pueblos. No hay transiciones sin deserciones. Llámense Gorbachov como en la URSS, de Klerk como en Sudáfrica, Suárez como en España, Krenz como en Alemania comunista, o generales como Mathei en Chile o Jaruzelski en Polonia (Hans Magnus Enzensberger los llama «héroes de las retiradas»). Pero para que estos aparezcan tiene que haber condiciones. La principal de ellas es la existencia de un movimiento democrático abierto a la comunicación política.

Las dictaduras no caen como sucede en las películas. El fin de las dictaduras –para decirlo en tono hegeliano– ocurre cuando los opresores entienden que la liberación de los oprimidos conduce a la liberación de los opresores.

¿Darán los cubanos el paso que lleva desde el estallido social a la política formal? Eso no depende solo de ellos. Pero tampoco solo de las fuerzas externas. Dependerá de la conjunción entre una presencia política interna y el apoyo internacional. De no ocurrir esa conjunción, en lugar de producirse la cubanización de Venezuela podría tener lugar una venezolanización de Cuba.

Venezuela y sus fallidos estallidos sociales

Hay estallidos y estallidos. Si nos atuviéramos a las imágenes televisivas, Venezuela también ha vivido a lo largo de los periodos madurista y chavista diversos estallidos sociales. Pero las imágenes no hablan por sí solas, como suele decirse. No basta que miles y miles salgan a protestar si los objetivos no son traducidos en resultados políticos.

En Venezuela la furia movilizadora vivida durante «la salida» del 2013, así como las movilizaciones del 2017, fueron numéricamente superiores a las de Chile y Cuba, pero sus consecuencias políticas nunca cristalizaron. En otros términos, la tarea de dotar de sentido político a los estallidos no fue cumplida por las dirigencias partidistas. Encauzar, ese es el verbo.

En Chile, las movilizaciones fueron encauzadas de modo institucional, constitucional y, ahora, electoral. Cuba está en la lista de espera. En Venezuela, las movilizaciones, si tuvieron conducción, fue en torno a un solo objetivo: derrocar a Maduro. O lo que es igual, intentar conseguir mediante el estallido callejero lo que no había sido posible en las urnas. ¿De dónde proviene esta idea? A mi entender, de un falso paradigma.

A través de diferentes periodos, los dirigentes de la oposición venezolana, aun los que piensan en términos derechistas, han adoptado el esquema voluntarista que caracterizó a las llamadas izquierdas revolucionarias de los años 70. Por de pronto, todas creen en el arrojo de líderes heroicos —llámese María Corina Machado, Leopoldo López, Juan Guaidó— quienes con consignas incendiarias pondrán en movilización a masas irredentas, marchando sin vacilar hasta llegar a Miraflores. Imaginan que bajo el calor de la lucha, como en las películas de Eisenstein, los soldados depondrán las armas para plegarse a la causa de los pueblos. Creencia que explica la enorme irracionalidad de los discursos políticos de los líderes opositores, todos basados en la apología de «la dignidad», del valor, de la presión nacional e internacional.

Por supuesto, la oposición venezolana ha ido a elecciones, pero estas nunca han sido asumidas como un medio para conquistar espacios y continuar avanzando sino como simple táctica en el marco de una insurrección permanente.

Así, después de la conquista de la Asamblea Nacional en el 2015, a la que intentaron convertir en cuartel general de la insurrección, buscaron la inmediata caída de Maduro mediante un revocatorio que, naturalmente, el gobierno nunca iba a aceptar Y, lo peor, descuidando las gestas electorales que deberían tener lugar a nivel regional. Así fue como antes de la gran capitulación electoral del 2018, ya habían regalado a Maduro alcaldías y gobernaciones.

Después de las conversaciones de Santo Domingo, donde los opositores fueron a parlamentar con el gobierno sobre elecciones pero sin haber levantado siquiera una candidatura (¡!) fue impuesta la tesis de la abstención, llamada por sus panegiristas, «abstención activa». Así, Maduro sería elegido legalmente presidente, gracias a la oposición venezolana. Cuando Juan Guaidó fuera proclamado presidente no elegido por nadie, la oposición, bajo la conducción aventurera de Leopoldo López, secundado por el oportunismo de otros políticos, fue confirmada en las calles de Caracas la tesis insurreccional (o fin de la usurpación) .

Como es sabido, Guaidó no dijo absolutamente nada acerca de cómo conseguir un objetivo tan lejano y ambicioso. Lo supimos recién el 30 de abril del 2019. La insurrección del pueblo no iba a ser más que la puesta en escena de un miserable golpe de Estado.

El desastre a que ha llevado la conducción Guaidó-López llegó a su zenit cuando fue cruzada por la administración de Trump quien, junto a sus asesores inmediatos, asumió la conducción política de la oposición venezolana, creando una oposición de invernadero, pero internacionalmente protegida y financieramente mantenida.

Si algún valor tiene la trayectoria política de la oposición venezolana es haber mostrado a las oposiciones de otros países, lo que justamente no hay que hacer para luchar en contra de un gobierno autoritario, llámese dictadura o no. Una lección que deberá ser tomada en cuenta en países como Nicaragua y Cuba.

Ya habiendo llegado al límite de sus contradicciones, algunos dirigentes de la oposición venezolana están reconsiderando sus posiciones e intentan, sin mística, sin pasión, como derrotados de antemano, regresar a la vía electoral. Hay quienes piensan que más vale tarde que nunca. Hay otros que recuerdan la frase de Gorbachov: «Quien llega tarde será castigado por la historia». El problema es que los castigados no serán los dirigentes sino los miembros de un sufrido pueblo aplastado por un gobierno corrupto, violento y militar.

Casi como un ritual, cada cierto tiempo, más para satisfacer a la comunidad internacional —-sobre todo a su fracción europea—, la oposición dice aceptar simulacros de diálogo, pero siempre poniendo como condición imposible la renuncia de Maduro, o lo que es lo mismo, exigiendo nuevas elecciones presidenciales antes del tiempo constitucionalmente fijado.

De nada ha servido que las voces más cuerdas de la oposición los hubieran alertado. Renunciar a la lucha electoral, se les ha dicho, significaba renunciar a la lucha política, desconectar a todos los partidos de sus bases sociales, encerrase en el vacío de la nada, vivir en el fétido pantano del inmovilismo político.

Si la oposición venezolana quiere ser una oposición de verdad, tendrá que hacerse de nuevo. No hay otra alternativa. No basta decir ahora vamos a las elecciones y después no vamos, para concitar el apoyo de las mayorías. Si algo ha sembrado esa oposición, es desconfianza en su torno

Hacerse de nuevo no significa hacer rodar cabezas, aunque más de alguna debería caer. Significa simplemente reconocer de modo público los errores cometidos, fijar las responsabilidades colectivas y personales en la debacle que los llevó a desperdiciar una enorme mayoría electoral, y levantar un programa democrático a ser cumplido de acuerdo a plazos fijados por la Constitución. Significa, además, convertirse en defensores y no en detractores de la democracia, dando un ejemplo al interior de sus propias organizaciones y partidos. Y no por último, significa aprender que los estallidos sociales no son un fin sino un comienzo de la lucha política.

Lo contrario sería continuar viviendo según la lógica de Ptolomeo, girando alrededor de sí mismos, en los laberintos de la propia oscuridad, mientras el mundo continúa moviéndose sin cesar.

Nadie sabe cómo terminará esta historia, pero lo que nadie puede negar es que esta historia ha comenzado. Es otra historia.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

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