Escrito sobre el aire
¡ADIÓS, ZENOBIA!
(pequeña elegía)
Antonio Aparicio
En
San Juan de Puerto Rico se le ha ido para siempre a Juan Ramón Jiménez la que
durante cuarenta años le había dado, en silencio de amor verdadero, los más
altos dones que puede regalar el corazón humano: cariño, compañía, comprensión,
fe en el otro, ternura. Como un personaje más de Platero y Yo, como una flor
más de los prados andaluces de Platero y Yo, Zenobia dio, en un apasionado
instante que duró largos años, todo lo mejor que su ser encerraba: luz, color,
alegría. Y después, también como aquellos personajes y aquellas flores –rosas
bajo el rocío, claveles bajo el furor meridiano del sol, violetas de la tarde
en fuga, jazmines dialogando con estrellas- se fue muriendo poco a poco hasta
morir del todo con el mismo gesto con que había vivido: en silencio profundo.
Encontré a Platero –se lee al final del libro inmortal- echado en su cama de
paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié, hablándole, y quise
que se levantara. No pudo Zenobia levantarse, no pudo levantar la voz y apenas
se levantó un poco los párpados vencidos cuando tres días antes llegaba hasta
su cabecera de moribunda la noticia del gran Premio que el mundo ponía en manos
de su compañero. Decía la verdad Juan Ramón: el Premio debieran habérselo dado
a ella. Y a ella se lo ha dado mientras subían la cuesta de los años de
trabajo, de estrecheces, de soledad incomprendida por los otros. Aquí estaba el
reconocimiento de todos. España, madrastra siempre de sus hijos mejores, le
había vuelto la espalda, pero la obra de ambos era ya gloria en el corazón de
miles de hombres.
Ya podía cerrar los ojos para siempre
aquella que había contribuido a la obra con lo más recatado de ésta. Zenobia
había dado a la vida del escritor aquello, imprescindible, que pocas veces el
artista encuentra, como una última alegría, ya en la puerta del trance último.
¿No habían soñado, juntos, con algo así: existencia, paz, silencio, soledad
tranquila? Como un ángel de la guarda humana Zenobia amuralló la vida de Juan
Ramón llenándola pródigamente de silencio hondo, de paz reconfortante, de
soledad creadora.
Ahora se ha ido, cumplida ya su
misión, para siempre. Los dos que fuimos uno, en mi han quedado, escribía Juan
Ramón hace años, con su escritura de vaticinadora constante que se adelantaba
al tiempo.
¡Adiós, Zenobia, novia que pasó
callada dándolo todo, como una flor puesta por el destino bueno en la mano de
un hombre merecedor de esa merced sin precio¡ Algún día, lejano o cercano pero
inevitable, llevaremos tu recuerdo hasta aquellos aires de la Andalucía
atlántica donde Moguer -¡Cañada de las Brujas!- ¡Pino de la Corona! ¡Corral de
San Francisco! –donde Juan Ramón hubiera querido vivir su vejez; donde tú,
Zenobia, hubieras querido- para juntar tu tumba a la cima de él, en un abrazo
ya para siempre eterno- vivir la muerte que te ha llegado.
(El Nacional, 30-10-56, p. 4).
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