A mis puertas se las está comiendo la lluvia
Morelia Morillo | SEMANA DE NOS, Edición 2024Guadalupe vivía del turismo en su comunidad, Kavanayén. Pero ante la crisis muchos se fueron de allí. Ella también se marchó, aunque regresa cuando puede. Se instaló en Santa Elena de Uairén. En el bulevar Tumá Serö, se dedica a preparar y vender tumá, el consomé típico de los pemones. Esta historia resultó finalista de la 7ma edición del Premio Lo Mejor de Nos.
—¿Qué pasó? ¿Qué haces por aquí? —le preguntan sus primos guyaneses a Guadalupe Sigala, al cruzar frente a su kiosco en el bulevar Tumá Serö.
Están extrañados porque no es usual que ella esté aquí, en pleno centro de Santa Elena de Uairén, a 1 mil 258 kilómetros de Caracas. Aquí se llega a través de la Troncal 10, el trazo con apariencia de rayo entre ese confín del país y el resto. Guadalupe va de gorro y delantal de cocina.
Tumá Serö quiere decir “vengan a compartir el tumá”, el consomé típico de los pemones, hecho de animales de cacería, res, pollo o pescado, y mucho ají y sal.
Y eso es lo que prepara Guadalupe.
Acá se vivió del comercio, del turismo, del transporte y, en menor medida, del oro y los diamantes. Pero desde 2016, cuando Nicolás Maduro implementó el Arco Minero del Orinoco, prolifera la minería. El bulevar Tumá Serö fue creado por la municipalidad para juntar a comerciantes informales que de otro modo deambularían por las calles. Está techado con láminas, con modestos locales a cada lado, que unen las calles Bolívar y Roscio.
—¿Cómo está la familia? —le preguntan los primos refiriéndose a los de Kavanayén.
A veces le encargan algo para el almuerzo, otras veces siguen después del saludo.
El de Guadalupe es el único que ofrece el consomé picante. “El rincón del tumá”, se lee en un pequeño palo de lluvia, un sonajero cilíndrico que al voltearlo produce el sonido que recuerda al aguacero. “Sí hay tumá”, dice en un cartel hecho a mano. Mientras sigue con su faena, cuenta su historia:
—En ese tiempo, todo eran los trueques.
Se refiere a las primeras décadas del siglo XX, antes de que llegaran las misiones y los indígenas se asentaran en comunidades. Los abuelos caminaban la sabana intercambiando ganado por hachas, azadones y machetes. No había Troncal 10 ni frontera ni aduana ni guardias.
—Mi papá es descendiente makuxi (de donde ahora es Brasil) y mi mamá, descendiente akawayo (de lo que ahora Venezuela y Guyana se disputan). Pero los dos son venezolanos. Mis abuelos, por parte de mi papá, decidieron vivir en Kavanayén, y los de mi mamá toda la vida han vivido por los lados de Kuyuní, por El Dorado.
A media mañana, el Tumá Serö está solo. Un hombre coletea cerca de los baños. Otro carga cubetas de agua para aquellos puestos en donde no llega por tubería.
Guadalupe es de Kavanayén, una expresión que se traduce como “el sitio del gallito de las rocas”, un ave de chaquetón carmesí, una borla de igual color sobre el pico y chaleco emplumado del negro al gris. Es un ser mágico, bonito, extraño.
El caserío pemón arekuma era de viviendas de paredes de bahareque y techos de palma. En 1943, allí se fundó el Centro Misional Santa Teresita de Kavanayén, de piedra cruda y lámina, con internado, escuela y templo. Los padres de Guadalupe —los tiempos cambian— se conocieron siendo internos. Se casaron. Tuvieron 14 hijos (12 hembras y 2 varones). Guadalupe es la séptima.
Ahora interrumpe la historia para enfocarse en la faena.
No le gusta hablar mientras trabaja.
—Me están encargando una sopita —celebra.
Otros kioscos sirven pizzas, pastas, asados, helados, batidos. Algunos permanecen cerrados. Produce de 10 a 25 reales diarios; de 2 a 5 dólares. Pero se siente activa. No paga alquiler por el local y vive en el palafito de madera de una hermana quien, a su vez, cuida la casa de un amigo que salió del país por la misma razón que Guadalupe de Kavanayén: porque no hay turismo.
Guadalupe nació en San Miguel de Betania, una comunidad indígena cercana al río Kuyuní, también conocida como Kilómetro 67, es decir a 67 kilómetros del 0. El Dorado, un dorado más de los varios alucinados. Nació en la casa de los abuelos maternos.
—Mis abuelos vivían de los conucos. Hasta ahorita, mis tíos viven de los conucos, del sembradillo. En ese tiempo no se mencionaba nada de minería, pura agricultura.
Ahora (los tiempos cambian) San Miguel tiene 618 habitantes, la mayoría trabaja la minería.
Pocos días después del alumbramiento, la pareja volvió con la recién nacida a Kavanayén.
Cuando llueve, el Tumá Serö y en general el Casco Central lucen aún más solitarios.
Ahora llueve.
A mediados de junio de 2024, Guadalupe viajó a Kavanayén. Regresó días después.
—Estaba con el nombramiento de mi casita y ponía mi foto en mi estado (en las novedades del WhatsApp). Después que fui, al final qué hago yo ahí, sin trabajo —se preguntó.
Sobre la mesa hay una bolsa de ajíes —anaranjados, rojos, amarillos, verdes—. Los compró para hacerse el kumachí, la salsa picante con olor y sabor ahumados. También acepta pedidos.
A los 4 o 5 años comenzó a ir al preescolar y después a la escuela primaria.
—Me acuerdo de una monjita, la hermana Justa. Era chiquitica, así como yo. Todas nos enseñaron cosas buenas, tanto en la cocina como en la costura. La hermana María Aurora decía: “Les estamos enseñando a hablar en castellano, tienen que aprender, sin dejar de hablar en pemón”.
Al salir de clase, ella y las mayores cuidaban de los menores.
—Lo normal de familias indígenas. En realidad, uno no ha tenido experiencia de jugar. A temprana edad, era como que… (hace una pausa) mamá. Desde los 8 años en adelante había que estar pendiente de los hermanos más pequeños.
Ella y dos de sus hermanas fueron de las primeras muchachas de la comunidad en cursar el bachillerato. Culminó su 1er año con tan buenas notas que la hermana María Consuelo, “la gocha”, la invitó a San Cristóbal. Tenía 18 años.
—Nunca había salido de Kavanayén, nunca, nunca, nunca. Primera vez. Nada más había salido hasta acá (Santa Elena de Uairén).
Pararon en Ciudad Bolívar, compraron pasajes y siguieron hacia Valencia.
Antes de entrar al terminal, la hermana María Consuelo le explicó que debían ingresar una moneda en un torniquete, y empujar con el cuerpo los brazos metálicos. Alzar el equipaje o pasarlo por debajo. Guadalupe trató de hacerlo, pero el torniquete se trabó y la monja avanzó sin darse cuenta. Guadalupe gritó:
—¡Me va a dejar!
Pero la monja no la escuchó.
—Bueno, agáchate —le dijo quien venía detrás de ella.
Y como soy tan chiquitica, me metí por debajo.
Le gustaron la ciudad, el clima, el trato.
Meses después, ella y sus hermanas, con la hermana María Consuelo como guía, se residenciaron en Cordero, a 14 kilómetros de San Cristóbal. Vivían y trabajaban en casas de familia. De noche, estudiaban en el Colegio “Monseñor Acacio Chacón”.
—Los gochos eran como una escuela para mí porque antes era tímida, más cerrada, acomplejada por mi tamaño, pero allá la gente era muy diferente, no le paraban. Yo terminé con dos diplomas, el bachillerato y la licenciatura de mamá —se ríe.
Es madre soltera.
En diciembre de 1994, regresó a Kavanayén.
—Cuando llegué, me encontré con lo del turismo. El boom.
Ya en Kavanayén, en 1995, llegaron a casa de los Sigala los primos guyaneses.
Trabajaban para Cunaguaro Tours, una de las empresas pioneras del turismo en La Gran Sabana. Visitaban la comunidad varias veces al mes con europeos.
—No queremos comer más pollo. Queremos tumá —le dijeron.
Se inició con la cocina y la nevera de su hermana, en el lugar habitual del fogón, el corredor y la mesa familiar. Como no tenía para invertir, los primos llegaban con los víveres, ella cocinaba y les cobraba algo.
Al ver los rústicos de Cunaguaro, los guías de otras empresas se acercaban y Guadalupe comenzó a construir su restaurante, al frente de la casa de sus padres. Los muros de piedra estaban a medio hacer cuando en 1999 sucedió la tragedia de Vargas. El Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía fue cerrado y los turistas dejaron de llegar.
—Cuando se recupere el turismo, vas a terminar tu casa, te vamos a hacer publicidad —le dijo uno de los guías para animarla.
Y así fue.
Un día llegó un hombre, le pidió una cestita y le dijo que la iba a incluir en Lonely Planet, una reconocida guía de viaje. Ella, por desconocimiento y desconfianza, se la negó. Pero él igual la incluyó.
—Salí en Lonely Planet —dice—. Llovieron comensales.
Meses después, Valentina Quintero la visitó. Tomó nota y al año regresó con el equipo. El local no tenía puertas ni ventanas. Con un quesillo —así recibía a los amigos— inauguraron el Restaurante Guadalupe.
—Salí en televisión. Vino muuucha gente. Era que tenía tres mesas y esas tres mesas me las llenaban —recuerda. Se ríe. Servía desayuno y cena.
—Tienes que empezar a dar menú. Cobra normal —le aconsejó un guía.
Ella tomó el consejo: hizo una buena compra, armó la carta, con dos o tres opciones y les puso precios.
—Lograba hacer platica —recuerda. Viajaba, ayudaba a la familia, construyó.
Soñó comprar un carro.
Supo de la crisis cuando se retrasó con el pago de la residencia de su hijo que estudiaba gastronomía en Mérida. Era enero de 2017, tenía 45 años, se sentía mal. Lo atribuía a la menopausia. Pero viajó para hablar con el casero y ver al muchacho.
La segunda semana de julio de 2024, Guadalupe volvió a Kavanayén para atender a los 27 médicos que visitarían la comunidad durante una semana. Ellos llegan con todo, incluso con el gas.
—Me pagan la mano de obra, cuánto, no sé, como no es mi menú. A veces, pagan con comida.
—¿O sea, estás empezando otra vez?
—Exacto. Porque aquello está apagado y a mis puertas se las está comiendo la lluvia —dice—. Yo con esto me defiendo.
En febrero de 2017, cuando regresaba de Mérida, paró en Caracas. Se había comprometido a visitar a su amigo, el sacerdote que había sido párroco de Kavanayén.
Él la llevó al Terminal de Oriente para comprar pasaje y regresar. El malestar empeoraba. Comenzó a sangrar. Los análisis de sangre indicaron que tenía la hemoglobina en 4,5.
Eran los días de las protestas estudiantiles. Escaseaban los alimentos, las medicinas.
—En el útero estaba un fibroma y tres miomas pegados, era como un pulpo —cuenta.
El sacerdote amigo la atendía y le hacía batidos de tomate de árbol; sus hermanas le llevaron los medicamentos desde las fronteras, desde San Cristóbal y Santa Elena y la cuidaron; la prima enfermera le hizo los exámenes en el Hospital Militar; unos amigos de sus amigos médicos (de los muchos que han sido residentes en Kavanayén) le hicieron la biopsia en el Domingo Luciani; otros amigos médicos la operaron en el Hospital Universitario de Caracas; las monjas y unas amigas le llevaban mercado; los guías y operadores turísticos le enviaban dinero. El monseñor, otro sacerdote y la compañía que movía a los odontólogos practicantes, la llevaron de vuelta por aire hasta Puerto Ordaz.
El párroco de la comunidad la recibió en Santa Elena y la llevó a Kavanayén.
Se salvó.
—Gracias a ti, eso te lo ganaste por tratar bien a los turistas, los guías, los conductores —le respondió el dueño de una de las empresas de turismo el día que ella le agradeció.
La entrada al Tumá Serö por la calle Bolívar es un desierto.
En febrero de 2019, a pocos metros de allí, murió una persona durante las protestas callejeras que siguieron a la llamada Masacre de Kumarakapay. Las balas hirieron de muerte al turismo en La Gran Sabana y al comercio en Santa Elena de Uairén.
La pandemia de covid-19 llegó un año más tarde como un tsunami.
—El último grupo de turistas fue el del 12 de marzo de 2020. Hasta ahí llegué, se acabó todo el turismo.
Intentó otras opciones. Nada.
—Lo mío es cocinar, atender a la gente —insiste—. Todas esas cosas me deprimieron, me estaba quedando como sin aire otra vez. La enfermera de la comunidad me dijo: “No, esto es algo emocional y aquí no hay médico”.
Así llegó a Santa Elena.
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