Salvador Allende
EL NACIONAL9 DE
FEBRERO 2015 - 12:01 AM
Pretender equipararlo a cualquiera de los personajes de esta comedia bufa: sangrienta, corrupta, prostituida y carente de los más elementales principios morales, constituye una ofensa para la chilenidad que él representara. Así sus tiempos hayan llegado a su fin y algunos de sus colaboradores de hace medio siglo, además de malagradecidos, sirvan con servilismo en algunos cargos diplomáticos y ministeriales. Y se inclinen ante la pachotada castrochavista. Pero esa es harina de otro costal. Los tiempos de Allende sucumbieron con su suicidio. Para honra de su memoria.
“Qué soledad tan sola te
inundaba…”.
1
No conocí a Salvador
Allende. Tenía trece años cumplidos cuando oí su nombre por primera vez.
Vivíamos en la calle San Luis, del Barrio Independencia. 5ª comuna. Mi padre me
despertó temprano, me pidió que me endomingara –como se decía entonces por
vestirse de gala para honrar el domingo– y lo acompañara a la comuna de Renca,
en donde estaba registrado, para votar por el Dr. Salvador Allende. Era la
primera vez que el senador Allende se presentaba a una contienda presidencial,
a la cabeza de una fracción minoritaria del Partido Socialista y el Partido
Comunista, entonces en la clandestinidad. Tenía 44 años. Obtuvo el 5% de los
votos. Triunfó el candidato que logró el respaldo mayoritario de los
socialistas, entre quienes figuraba el joven Carlos Altamirano Orrego, 30 años,
respaldado por una amplia coalición de centro. Un ex general de carabineros
–como se llama en Chile a los policías uniformados– conocido popularmente como
el Paco Ibáñez, de turbio pasado dictatorial y arrestos caudillescos, quien
hizo su campaña amparado en una escoba, símbolo de la limpieza que prometía
hacer de una sociedad aquejada de los clásicos males del burocratismo, el
estatismo y el clientelismo latinoamericanos. De cuyos polvos, por cierto,
brotaran los lodos de la tragedia.
En la segunda
oportunidad en que volviera a presentarse, corría el año de 1958, estuvo a un
tris de ganar la presidencia de la república. La perdió gracias a una turbia
componenda de un pintoresco personaje, el cura de Catapilco, con el ganador, el
seco y distante oligarca Jorge Alessandri Rodríguez. Dueño de la principal
industria del papel, miembro connotado de la oligarquía conservadora chilena,
hijo del ex presidente de la república Arturo Alessandri Palma. Sin los poco
más de treinta mil votos que el cura de Catapilco le arrebató al Dr. Allende,
Alessandri no hubiera ganado la presidencia, retrasando en otros doce años la
llegada al poder del principal líder del socialismo chileno.
No viví las siguientes
dos elecciones presidenciales: la de 1964, que ganó Eduardo Frei Montalva
montado sobre una coalición de la centroderecha con el propósito de cerrarlo el
paso, y la de 1970, que le permitió al eterno candidato presidencial lograr por
fin y tras cuatro intentos sucesivos coronarse como el primer presidente marxista
electo democráticamente en el mundo. Una presidencia que duró exactamente 984
de los 2190 días pautados por la Carta Magna de 1925 para un período
constitucional. Al cabo de los cuales y acorralado por las Fuerzas Armadas
pusiera fin a su vida de forma trágica, a los sesenta y cinco años cumplidos,
cambiando para siempre el curso de la historia de Chile y, en muchos sentidos,
el de América Latina y Occidente.
2
He escrito un ensayo
sobre su obra y su vida, publicado en mi libro La Izquierda Real y la Nueva Izquierda en América Latina.[1] Lo
que me obligó a revisar el aparato bibliográfico que existe sobre su figura, su
tiempo y su gobierno. De mi personal experiencia vivida en esos casi mil días
de gobierno popular como dirigente de la Izquierda Revolucionaria y del
conocimiento recabado de parte de familiares que fueran amigos muy cercanos
suyos, así como de colaboradores con los que mantuve gran proximidad, he sacado
en limpio algunos elementos que me permiten esbozar algunas respuestas a las
incógnitas que aún hoy signan su vida. Y al margen de las profundas diferencias
que se puedan tener con sus ejecutorias y del balance de aciertos y desaciertos
de su gobierno, incluso de la perspectiva que abre la incógnita acerca de lo
que hubiera sucedido en Chile de no mediar la acción definitoria de las Fuerzas
Armadas chilenas –en mi personal perspectiva, una catástrofe sin retorno, como
la de todos los países socialistas, agravada en el caso chileno por sus
particulares condiciones y circunstancias nacionales e internacionales–, cabe
resaltar con conocimiento de causa y un mínimo esfuerzo de objetividad que
nada, ni siquiera su larga militancia en el Partido Socialista de Chile, su
amistad con Fidel Castro, su decisión de construir un régimen socialista, como
lo planteara en su programa candidatural y fuera respaldado por la mayoría
relativa que lo eligiera, su alineamiento con el bloque soviético y su
enfrentamiento con los Estados Unidos, nada de todo ello da pábulo para
identificar su gobierno con los regímenes imperantes en Cuba o en Venezuela, ni
a comparar su figura con Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Fidel o Raúl Castro.
Salvador Allende fue Salvador Allende. Y el Chile de la Unidad Popular, nada
más que el Chile de la Unidad Popular.
Fue el clásico tribuno
de la plebe de origen semiaristocrático, un hombre materialmente desinteresado
del Poder, a cuyo dominio aspiraba para lograr el sueño que lo persiguiera
desde su juventud: hacer realidad en Chile un gobierno popular, capaz de
resolver los ingentes problemas de la pobresía, que los había conocido desde la
cercanía del ejercicio de la medicina y su pasantía por el ministerio de
salubridad a muy temprana edad (30 años), resolver los impases estructurales
que maniataban la economía chilena al subdesarrollo y brillar en el concierto
de las naciones no alineadas, equidistante de los dos polos de Poder: Estados
Unidos y la Unión Soviética. A diferencia de los comunistas chilenos, serviles
a las instrucciones del Comintern y la nomenklatura soviética, el Partido
Socialista fue nacionalista, latinoamericanista, indigenista y contrario a la
subordinación de los poderes mundiales. Acorde con esa tradición del socialismo
chileno, Allende fue un caudillo tercermundista con un sentido profundamente
ético y moral del Poder. Orgulloso, en cierta medida soberbio, y dotado de un
gran sentimiento de autovaloración. Honorable a la antigua, según las normas
caballerescas de la España fundacional y honesto como, por cierto, gran parte
de la clase política de un país riguroso y estricto en cuanto a moralidad y
decencia en el manejo de la cosa pública. Robarse un centavo del erario hubiera
acarreado en Chile la peor y más dolorosa de las vergüenzas. Su honestidad no
tuvo, por tanto, nada de especial. Honestos fueron todos los presidentes
chilenos, y lo fue, en inmensa medida, toda la clase política nacional. Sin
importar partidos ni banderías, ideologías ni intereses. Nada que en el Chile
de los sesenta setenta llamara particularmente la atención. Como lo fueran
todos los servidores públicos, de jueces a militares y de políticos a
pedagogos. “Pobre, pero digno”, ha sido la consigna con la que se nos educara a
los chilenos desde la cuna, sin importar clase ni condición.
3
Sé cuán doloroso resulta
señalarlo en un país en que esos valores desaparecieron del horizonte, si es
que algún día existieron. Chile fue pobre de solemnidad, incluso cuando la
fortuna le sonrió y pudo ser fuerte y poderoso en el concierto regional. Y esa pobreza,
lejos de escandalizar, dio origen a un fuerte componente moral en la cultura de
todas las clases y sectores sociales, que se hicieron a su superación con
denuedo y sacrificios. La literatura chilena está llena de casos que lo
documentan. La dignidad, la honradez, el prestigio y el sentido de
responsabilidad fueron valorados más que otras posesiones. Y, desde luego, la
honorabilidad requerida para cumplir un alto cargo como el de la Presidencia de
la República. De modo que el suicidio con el que respondió a la humillación a
la que se vio enfrentado por lo que consideró una felonía inaceptable de sus
subalternos –una ofensa al Estado de Derecho y a la tradición republicana
chilena– no fue ninguna sorpresa para los chilenos. Un hombre de honor no se somete
a la humillación de ver desconocidos sus atributos magisteriales. Fue el caso
de José Manuel Balmaceda, que al ser derrocado por la marina y las fuerzas
peluconas al cabo de la guerra civil se refugió en la legación argentina el 29
de agosto de 1891 y esperó impaciente a que se cumpliera hasta el último día de
su mandato, el 18 de septiembre de 1891, para dispararse a la mañana siguiente
un tiro en la sien recubierto con la bandera nacional. Fue la amenaza de
suicidio que el mismo Allende, ministro de salubridad, le escuchara expresar al
presidente Pedro Aguirre Cerda ante rumores de sables: “que vean como actúa y
aprendan a respetar a un presidente e la República”. Fue lo que les dijo
a sus edecanes al momento de despedirlos de La Moneda: “Y díganles a esos
cobardes que no vienen a buscarme personalmente que la última salva me la
dispararé aquí” –les dijo en alta voz poniendo el cañón de su fusil
ametralladora debajo de su barbilla.
Fue lo que hizo antes de
consumarse el asalto a La Moneda por las fuerzas del ejército de Chile.
De encontrar venezolanos
del talante de Salvador Allende habría que remontarse a los tiempos de la lucha
contra la dictadura de Gómez, a los de José Rafael Pocaterra, a la generación
del 28, de alguno de cuyos miembros fuera un amigo cercano: a Rómulo
Betancourt, quien fuera su vecino y con quien cruzara guantes en 1938, durante
el exilio del fundador de AD en Chile, a Miguel Otero Silva, a Luis Beltrán
Prieto Figueroa. A venezolanos de la estirpe de Mariano Picón Salas, de Mario Briceño
Iragorry, incluso de Rafael Caldera, con quien, obviamente y a pesar de su
cercana amistad con Eduardo Frei padre, no hubiera congeniado. Era un masón, un
ateo, un marxista, pero profundamente respetuoso de las religiones, amigo
cercano del Cardenal Silva Henríquez, quien hizo cuanto estuvo en sus manos por
evitar la que ya era una inexorable e irreversible tragedia. Imbuido Allende
del idealismo del socialismo decimonónico, pero hombre de honor como los que
dejaron de existir hace ya mucho tiempo. De rigurosa formación académica y
principios morales inalterables.
Pretender equipararlo a
cualquiera de los personajes de esta tragicomedia bufa: sangrienta, corrupta,
prostituida y carente de los más elementales principios morales, constituye una
ofensa para la chilenidad que él representara. Así sus tiempos hayan llegado a
su fin y algunos de sus colaboradores de hace medio siglo, además de
malagradecidos, sirvan con servilismo en algunos cargos diplomáticos y
ministeriales. Pero esa es harina de otro costal. Los tiempos de Allende
sucumbieron con su suicidio. Para honra de su memoria.
[1] Salvador
Allende, El tribuno revolucionario. La
Izquierda Real y la Nueva Izquierda en América Latina, Fuera de
Serie, Los Libros de El Nacional, Caracas, 2008.
Salvador Allende. Parte II
ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA
“No he desposeído a nadie, no he usurpado
el pan a nadie.
Nadie ha muerto en mi nombre. Nadie”.
Primo Levi
Leo una extraordinaria biografía de Salvador
Allende escrita por el asturiano Jesús Manuel Martínez, premio Internacional de
Ensayo Jovellanos 2009 y publicada en Oviedo por Ediciones Nobel. Me la dejó en
prueba de amistad con el encargo de leerla y comentarla un muy querido amigo
chileno, el senador por el Partido Renovación Nacional y ex ministro de Defensa
del gobierno de Sebastián Piñera, Andrés Allamand.
La cita de Primo Levi con que encabezo este
artículo se la debo a Jesús Manuel Martínez. Quiso, con ella, adelantar de
entrada el retrato moral de un hombre de bien, que pudo haberla suscrito en
todos sus términos. En un exitoso esfuerzo de análisis histórico del Chile del
siglo XX en que transcurre la vida del médico Salvador Allende Gossens,
demócrata, socialista, masón y apasionado defensor de la causa popular, se nos
entrega una lectura de tiempo y pasión del joven médico nacido en Valparaíso el
26 de junio de 1908, siete años antes de que la contrafigura del mártir,
Augusto Pinochet, naciera en esa misma ciudad portuaria, un 25 de noviembre de
1915.
Es una biografía apasionante, como el país que
retrata y la vida del tribuno de izquierdas que acompaña todos los avatares de
su patria desde que saliera de su adolescencia y realizara sus estudios de
medicina. Basta indagar en su tesis de grado, escrita en 1932, a los 24 años para
comprender la distancia insalvable que media entre sus convicciones
profundamente democráticas y las figuras de caudillos dictatoriales como los
que hoy gobiernan en Cuba y Venezuela. En ella escribe: “Así se explican
algunos aspectos verdaderamente trágicos que adquieren estos delitos
colectivos, pues en las multitudes se desarrolla con excesiva facilidad un
fenómeno psicopatológico que eminentes psiquiatras han estudiado, y que se
considera como un virus destructor. Nada más fácil entonces que la influencia
perniciosa que sobre las masas puede ejercer un individuo en apariencia normal,
y que en realidad, al estudiarlo, nos demostraría pertenecer a un grupo
determinado de trastornados mentales”. ¿Puede alguien desconocer la personalidad
trastornada a la que podría ir dirigida hoy esta sencilla e irrebatible
constatación científica?
De la lectura de esta biografía documentada
hasta en sus más insignificantes detalles resaltan algunos aspectos de la
personalidad de Salvador Allende que antes que demostrar un talante extremista,
revolucionario, leninista, bolchevique y muchísimo menos castrista demuestran
su carácter ponderado, socialdemocrático, parlamentarista, asambleario,
constitucionalista. Jugó todo su peso político en la conformación del Frente
Popular que llevó al poder de la república a tres presidencias, las de Pedro
Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos y Gabriel González Videla, todos del Partido
Radical (socialdemócrata) entre 1939 y 1946. Y en sus esfuerzos políticos fue
sistemáticamente boicoteado por la fracción más radical del Partido Socialista,
con el que jamás logró convivir en armonía, hasta constituirse en un factor
individual, per se, independiente, propio de la política chilena.
A lo largo de su prolongada vida como senador de
la república (1945-1970), un cargo de alta honorabilidad en una institución
sagrada de la democracia chilena, convivió en los términos más afectuosos y de
altísimo respeto con todos los presidentes chilenos de ese período, todos los
cuales habían cumplido previamente con ese paso obligado de la tradición
presidencial chilena: haber hecho una larga pasantía por esa suerte de Senado
romano. Los presidentes, en Chile, no salían y muy posiblemente no salgan jamás
de la manga de un prestidigitador de masas. Chile, desde cualesquiera de sus
orígenes étnicos y raciales, es un país serio.
Recién casado con Tencha Bussi, una profesora de
historia y geografía nacida en 1914 en la ciudad de Rancagua, al sur de
Santiago, se mudó en 1938 a
un caserón de estilo francés ubicado en la calle Victoria Subercaseaux 181,
aledaña a La Alameda, en donde también vivían algunos exiliados
latinoamericanos, como el peruano Luis Alberto Sánchez, del APRA, y Rómulo
Betancourt. Con el líder venezolano y la compañía del diplomático chileno
Hernán Santa Cruz, a quien me unieran lazos familiares, solían amanecer trotando
por el Parque Forestal y haciendo sesiones de boxeo usando como sparring a un
famoso y muy popular boxeador chileno ya retirado llamado Chicharrita.
Cuesta imaginarse a ese Salvador Allende
profundamente republicano, demócrata y parlamentarista, tolerante, conciliador,
culto y educado, galante y distinguido, parlamentario de tradición y doctrina,
encabezando un gobierno totalitario, pervirtiendo a las fuerzas armadas,
entregando la soberanía, despilfarrando un trillón trescientos mil millones de
dólares y estableciendo un concubinato con Fidel Castro que bordea la obscena
seducción de la concupiscencia, la maldad y la intriga. Cuesta imaginárselo
indiferente al asesinato de 200.000 de sus compatriotas mientras prohíja el
asalto de los suyos a los bienes de la república. Cuesta imaginárselo mintiendo
con descaro o cayendo presa de los delirios de un narcisista compulsivo y un
megalómano con delirios planetarios. Cuesta imaginárselo arrastrándose detrás
de las sotanas para preservar su vida. Cuesta imaginárselo a él, un galante don
Juan dueño de secretos de alcoba golpeando a mansalva a sus mujeres o en
sórdidos tratos de ambigua dominación carnal con sus secuaces.
Tiendo a pensar que empujado por su ambición
política –que la tuvo más allá de toda medida– se vio en la obligación de
asumir la conducción de un proceso que lo desbordó a poco andar su presidencia
más allá de las posibilidades reales de su homérica capacidad de maniobra,
poniéndolo al timón de un barco condenado al naufragio. Tiendo a pensar que
desbordado por esas pasiones políticas y sociales desatadas hizo cuanto estuvo
a su alcance por volver las aguas a sus cauces e incluso dispuesto a renunciar
a la presidencia tras el fracaso de un referéndum que se empeñó en realizar, en
la absoluta soledad de la incomprensión de los suyos y perfectamente consciente
de que la partida estaba definitivamente perdida.
Una tradición chilena sostiene que el hombre es
libre incluso en el momento de su muerte. Puede optar por morir como un cobarde
o como un valiente. Allende, consciente de que la partida había culminado con
un histórico fracaso, optó por morir como un valiente. Asumió su
responsabilidad sacrificando lo único que aún le restaba: su existencia. Es una
vida noble y consecuente. Parangonarla con cualquier otra que no esté a su
altura, es hacerle escarnio. Compararlo con cualquiera de los promotores de
esta tragicomedia, una humillación.
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