Maduro: ¡bájale dos!
Nicolás Maduro vio en las sanciones aplicadas por Barak Obama un refugio para ocultar el fracaso de su gobierno.
Trino Márquez
EL DIARIO EXTERIOR. COM, 12 marzo 2015
Nicolás Maduro vio en las sanciones aplicadas por Barak
Obama un refugio para ocultar el fracaso de su gobierno y proyectar su
deteriorada imagen internacional, aunque sea entre los pocos aliados que aún le
quedan.
Pretende eclipsar la inflación, la escasez, el
desabastecimiento, la corrupción, el deterioro de los servicios públicos, la
pérdida acelerada de su popularidad interna y la opacidad de su figura en el
plano internacional. Buscaba una tregua que lo aliviara, y la encontró. Apela a
la fórmula tradicional de los ineptos: exaltar el patrioterismo, acusar al
imperialismo de agresión y descalificar y amenazar a todos los que se niegan a
seguirle en sus desmesuras.
Maduro desdibuja la imagen de Obama, la cual conviene
recordar. El Presidente norteamericano descongeló las relaciones con el
archienemigo de los gringos desde 1979: el gobierno teocrático ultraconservador
de los ayatolas iraníes, al punto que discute el programa nuclear con ese
incómodo país; reinició la apertura con el gobierno comunista de Cuba,
venciendo la poderosa resistencia del lobby cubano de Florida; comenzó el
proceso de desmilitarización norteamericana en Irak; ha sido crítico de la
actitud belicista de la derecha israelí; ha propiciado las conversaciones de
Israel con Palestina; se ha negado a bombardear a los dementes del Estado
Islámico; y ha mantenido una activa y permanente política de defensa de los
derechos humanos en todo el mundo.
Estos son algunos de los méritos de su política exterior,
siempre tendiente al diálogo, a los acuerdos y al fortalecimiento de la
democracia. Por ese motivo, la derecha más radical estadounidense lo ha tildado
de blandengue frente a los adversarios del Tío Sam.
Con respecto de Venezuela, Obama –y en general los
presidentes norteamericanos- han sido pacientes frente al trato hostil,
desconsiderado e ingrato de Hugo Chávez, primero, y de Maduro, después. Estados
Unidos es el único país que paga de contado y en los plazos convenidos la
factura petrolera. Siendo presidente Gorge W. Bush, no hubo calificativo
peyorativo que no recibiera de parte del comandante venezolano. Lo llamó desde
alcohólico hasta genocida, pasando por un amplio espectro de epítetos. La
diplomacia norteamericana, dirigida en aquella oportunidad por los halcones
republicanos, reaccionó con cautela y hasta con cortesía.
Lo que en otras épocas habría generado conflictos bélicos,
los estadounidenses lo convirtieron en tibias quejas diplomáticas. La
insolencia del caudillo llegó a tales extremos que en 2008 sacó en volandillas
del país al embajador Patrick Duddy.
Maduro, sin ninguna clase de pruebas fehacientes, incrimina
a la nación del norte en un fantasmagórico golpe de Estado. Acusa a Obama
-quien ha promovido la democracia en Irak y ha sido señalado como pacifista
ingenuo por los republicanos porque no encara con violencia las pretensiones
expansionistas de Putin (el “hermano mayor” de Hugo Chávez)- de ser conspirador
y formar parte de una conjura que amenaza su incapaz gobierno.
Probablemente la decisión de Barak Obama no fue adoptada en
el mejor momento de la oposición venezolana. Las fisuras internas y la
confusión la erosionan. Hay perplejidad frente a la decisión del gobierno de
Norteamérica, que sanciona a un grupo de siete personas del régimen incursas en
delitos contra los derechos humanos y decide considerar como un peligro para la
seguridad de ese país al gobierno de Venezuela.
Pero una nación, y menos una potencia mundial, puede actuar
pensando en las conveniencias de un sector particular del país al que le
responde, por mucha solidaridad e identificación que exista con ese segmento.
Maduro desde que asumió el poder ha mantenido una conducta
áspera con Estados Unidos. En vez de relacionarse con la nación del Norte en
términos respetuosos, dignos y amigables -como lo hacen incluso los países de
la ALBA, incluyendo Cuba-, apeló a la anacrónica fórmula de la tensión
permanente. El mandatario venezolano vive su propia Guerra Fría. Se imagina, lo
mismo que su antecesor, epopeyas fantásticas. Su cerebro afiebrado lo llevó a
expulsar decenas de diplomáticos norteamericanos de Venezuela.
Lo malo de esta aventura irresponsable es que arrastra al
país por el despeñadero. Las inversiones que se necesitan para la recuperación
económica no aparecerán. Nadie invierte en un país cuyo gobierno parece un
carrito chocón, y que además escoge para colisionar a una gandola.
Publicado Cedice.org
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