Doce años después de la llegada de los conquistadores españoles, en 1531, en el Cerro de Tepeyac, México, la Virgen María se apareció a Juan Diego Cuauhtlatoatzin, un azteca de 57 años, diciéndole entre otras cosas:
“Yo soy la perfecta siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del Cielo y de la Tierra.
Mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada en donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto, lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación: porque yo en verdad soy vuestra Madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis(…) los que a mi clamen, los que me busquen, los que confíen en mí, porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores…”
¿No estoy aquí, yo que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardado? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No estás acaso bajo mi manto en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?”
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