Golpe a la Asamblea Nacional
La sentencia de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia que le da vida al Decreto de Estado de Excepción en materia económica, constituye un golpe directo a la vigencia de la Constitución, pues apunta directo al corazón de la institucionalidad democrática, encarnada en la Asamblea Nacional.
Sin lugar a dudas, el Parlamento es en toda sociedad democrática el corazón del sistema político. El hecho de que dada nuestra tradición, y nuestra arquitectura constitucional, Venezuela sea un país presidencialista en grado sumo, no justifica en modo alguno la burda construcción de la tesis “socialista” de supremacía del Ejecutivo sobre el Legislativo, sobre todo en una materia tan delicada como la vigencia y ordenación de los derechos humanos.
No de otra cosa se trata un estado de excepción. Es una restricción superior de derechos humanos importantes, en este caso los derechos económicos, tales como el de propiedad o el de la libre iniciativa.
La manipulación de la norma consagrada en el artículo 339 constitucional, resulta ofensiva por lo elemental, y en consecuencia por su inconsistencia con la lógica jurídica, mucho más con toda la construcción histórica, doctrinaria y jurisprudencial del derecho constitucional patrio y mucho más del comparado.
Bien lo señala la doctrina, el estado de excepción, por tratarse de una restricción o supresión parcial del ejercicio de derechos humanos, constituye un acto de Estado de naturaleza compleja, que exige el concurso de las tres ramas clásicas del poder público. Si una de las ramas lo rechaza, por razones constitucionales o políticas, el mismo deja de existir jurídicamente. No puede una rama del poder pretender sustituir a la otra en sus atribuciones, ni siquiera buscando resquicios legales, como el de la temporalidad en su discusión y decisión por parte de la Asamblea. Si bien es importante tener muy presente las formas, mucho más trascendente es tener presente el fondo, lo sustancial. En este caso, la regulación de los derechos humanos es una materia de la reserva legal, y si el Parlamento no autoriza al Ejecutivo a reglar los mismos, este no puede de modo alguno hacerlo.
La decisión del Supremo, es decir de la cúpula roja, es clara: desconocer a la Asamblea, y con ella la voluntad del pueblo venezolano expresada en las urnas de votación el pasado 6 de diciembre de 2015.
Es la típica conducta de las autocracias. Desconocer toda autoridad, norma u opinión que no se someta a su omnímoda voluntad.
La cúpula roja, antes conducida por el extinto presidente Chávez, desconoció varias veces la voluntad popular. Como todas las personas carentes de entereza cívica y democrática, aplican ese desconocimiento de manera oblicua.
Es decir, no tienen el coraje de lanzar el golpe de manera frontal, no asumen ante el mundo su condición de autócratas. Fingen ser demócratas. Dicen aceptar los resultados electorales, y acto seguido inician por los laterales el desconocimiento de la decisión de los ciudadanos.
Recordemos lo ocurrido con la decisión mayoritaria del pueblo de Venezuela con ocasión del referéndum mediante al cual se sometió a consideración el proyecto de reforma constitucional, que suprimía el Estado democrático y daba paso al Estado comunista en 2007. La misma fue rechazada por la mayoría de nuestros ciudadanos. El extinto presidente Chávez de mala gana, y de forma obscena “aceptó” el resultado. Luego se dedicó, utilizando una Asamblea vasalla, a imponer, a través de leyes, las normas rechazadas en el referéndum.
Lo mismo ha ocurrido con alcaldías y gobernaciones ganadas por liderazgos de signo político distinto al del Poder Ejecutivo nacional hegemónico. Se les acepta y se les deja tomar posesión. Acto seguido se les saquea material e institucionalmente. Se les monta gobiernos paralelos a través de corporaciones dependientes del poder central, a las que se les otorgan más recursos que los asignados a las autoridades legítimamente elegidas; o simplemente se usan las estructuras militares de las regiones para articular desde ahí políticas paralelas, obstrucciones y abiertos saboteos. Así nos ocurrió en 2008 con las gobernaciones ganadas por los sectores democráticos y con la Alcaldía Mayor de Caracas, y sigue ocurriendo con los pocos espacios de gobierno que la oposición democrática tiene en el país.
Frente a este y otros atropellos la sociedad democrática no puede desfallecer, no puede claudicar, no puede desesperar. Debemos denunciar la aberración ante nuestro pueblo y ante la comunidad internacional. Debemos mostrar al mundo el rostro abusador, autoritario, antidemocrático de Maduro y toda la camarilla que le acompaña en la ciclópea tarea de destrucción institucional, material y espiritual de nuestra patria.
En paralelo debemos movilizar la mayoría nacional para producir por la vía electoral, constitucional y democrática el relevo en la conducción del gobierno y del Estado a esta nefasta clase política (si es que se le puede llamar de esa forma) que conduce el Estado venezolano.
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