María proclama en el umbral de la puerta de la casa de su prima: "Su misericordia se extenderá de generación en generación." (Lucas 1,50) (…).
María también, de manera particular y excepcional - más que nadie – experimenta la misericordia, y al mismo tiempo – siempre de manera excepcional – hace posible por su sacrificio de amor, su propia participación en la revelación de la misericordia divina. Ese sacrificio está estrechamente unido a la cruz de su Hijo, al pie de la cual ella estuvo en el Calvario.
El sacrificio de María es una participación específica en la revelación de la misericordia, es decir, en la fidelidad absoluta a Dios en su amor, en la alianza que él quiso para la eternidad y que concluye en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la humanidad. Es la participación en la revelación que se cumple definitivamente a través de la Cruz.
Nadie ha experimentado tanto como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el encuentro sorprendente de la justicia divina trascendente en el amor: ese “beso” dado por la misericordia a la justicia (Salmos 85,11 (Salmos 84).
Nadie tanto como Maria, ha acogido tan profundamente en su corazón ese misterio: misterio divino de la redención, que se realiza en el Calvario con la muerte de su Hijo, acompañado del sacrificio de su corazón de madre, de son “fiat” definitivo.
María es, pues, quien conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Ella sabe su precio y sabe cuán grande es.
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