Memorias de un damnificado de la democracia
Venezuela tiene serios problemas para mirarse y reflexionarse fuera de sus guetos culturales. La polarización celebra y aplaude el sectarismo ideológico, reafirmándolo en la guerra fría de las pantallas divididas.
La revolución fallida proyecta reportajes de propaganda, llenos de testimonios babosos de funcionarios de la nomenklatura. Verbigracia, los últimos desvaríos de encargo de Carlos Azpúrua.
La oposición, por acto reflejo, gusta refugiarse en sus cotos cerrados del autoexilio, sin posibilidad de medirse o confrontarse con los chavistas cara a cara. De ahí nacen películas ensimismadas como CAP 2 intentos, para el consumo y el regocijo de una demanda de viudas del líder de la rebelión de los náufragos.
Ambas visiones sufren de los mismos síntomas de estrabismo y miopía, al glorificar lecturas maniqueas de personajes y procesos históricos. Cada bando erige un santuario de caudillos por reivindicar. A un lado, los eternos defensores del presunto legado (de cenizas) del “centauro de Sabaneta”, pionero del mesianismo destructivo del siglo XXI.
Al otro, los reivindicadores de las suicidas gestiones del Gocho, padre del populismo radical y partero de los huevos de la serpiente incubados por la subsiguiente ola de fascistas arrogantes al asalto del poder.
Pueden ser las expresiones audiovisuales de la enfermedad nacional diagnosticada en el libro El divino Bolívar y sus antecedentes. Es decir, la manía de una sociedad huérfana por buscar protección y cobijo en la adoración exacerbada o ciega de un ídolo roto como el Libertador.
Definitivamente, faltan los equivalentes de Elías Pino Iturrieta y Germán Carrera Damas en el seno de la industria de producción fílmica nacional. Autores ganados a la idea de desmitificar leyendas y cuentos chinos en lugar de blindar los botines de un largo paseo de próceres de dudoso origen.
Por ello consideramos valioso el aporte de Cabrujas en el país del disimulo, la biografía del primer intelectual malandro, ilustrada por un coro de voces disímiles, divergentes y hasta enfrentadas entre sí, de la izquierda, el centro y la derecha del espectro del pensamiento vernáculo. Es un placer disfrutar del montaje rítmico de las cerca de 50 entrevistas realizadas por el maestro Antonio Llerandi, de la mano de la sensible y perspicaz Belén Orsini.
La pareja invita al espectador a sumergirse en una verdadera dimensión del tan manido concepto de diálogo, a propósito de la vida y obra del iconoclasta articulista de El Nacional.
La diferencia de géneros de los directores garantiza una adecuada proporción de hombres y mujeres, quienes hablan de las virtudes y defectos, de las luces y sombras del escritor de Catia.
El relato oral se sostiene por la dinámica interacción de los comentarios y opiniones de los amigos, familiares, secuaces, pupilos y estudiosos del dramaturgo, cuyas intervenciones salpican de humor negro y lucidez al metraje, acoplado con precisión por Leonardo Henríquez, editor de lujo.
Redescubrimos las diversas facetas del creador de El día que me quieras, como renovador del lenguaje del teatro y la telenovela.
En cuanto al acabado plástico, contrasta la delicada composición de los encuadres en exteriores con el elemental uso del croma, lastrado por la típica corona de espinas digitales (pixeladas).
De igual modo, resultan convincentes y emocionantes las recreaciones de época con intérpretes profesionales. No así las incómodas, planas y descompensadas adaptaciones de Sexo, mentiras y video y La soberbia del generalísimo Pío Fernández, muy a pesar de la participación de grandes actores en las dos puestas en escena (Elba Escobar, Gustavo Rodríguez y Marialejandra Martín). La primera extiende un chiste grueso, preferible de revisar en papel. Su traslación consume minutos a base de imposturas, tics y situaciones de sketch de programa cómico de baja estofa. Bastaba con un inserto de la motosierra.
La segunda chirrea por el arte, aunque se haga evidente la intención de desarmar el dispositivo ruinoso y garajero. Lo salva el unipersonal del protagonista y el texto kafkiano de un arquetipo de la inercia, de la parálisis, de la existencia fundamentada y atascada en la nostalgia por las hazañas conquistadas en el pretérito. Suerte de apelación bretchiana al fantasma de la espera de Godot. Una de las innumerables metáforas del libreto.
Impagables las tomas de archivo, la distribución del found footage durante el desarrollo de los capítulos de la pieza, recuperando la abrumadora capacidad analítica del genio, siempre exento de una pose solemne de académico aburrido, conservador, acartonado.
La estructura del guion seduce a través de una locución introspectiva y envolvente, en un tributo afortunado al tono carismático del homenajeado. Los episodios son hilvanados de forma ajustada. Apenas el epílogo, de puro realismo mágico, fatiga por lo redundante del discurso. La anécdota viene a colación, pero requiere de una buena afeitada. Tampoco parece necesario subrayarla con un efecto de blanco y negro.
Al margen de ciertas decisiones discutibles, Cabrujas en el país del disimulo logra sus principales objetivos de restauración de una memoria opacada y diluida por nuestra república de intereses mezquinos, omisiones, discriminaciones, errores y horrores.
¿Dónde estaría en la actualidad José Ignacio?, se preguntan Antonio Llerandi y Belén Orsini. Responden Ibsen Martínez y Román Chalbaud (por citar a un par de los invitados a declarar). De las diferentes versiones, extraemos conclusiones abiertas y de libre interpretación.
A usted le respetan su derecho de discurrir por su cuenta.
Mérito de las biografías honestas y decorosas.
Estimularnos a pensar en libertad, como Cabrujas, divorciado de los dogmas del comunismo, el clientelismo y la política de lo peor. Más allá de los equívocos de la cuarta y de la quinta.
Hacia delante, resucitando a los auténticos faros y reflectores de nuestro futuro.
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