Cada vez que miramos a María, queremos creer en la fuerza transformadora de la ternura y del afecto. En Ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles, sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a los demás para sentirse importantes.
Mirándola descubrimos que Ella, que alabó a Dios porque “derribó a los potentados de sus tronos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1, 52-53), es la misma que nos da calor materno en nuestra búsqueda de justicia. Fue también Ella quien “guardaba consigo todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).
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