sábado, 25 de enero de 2025

Hola, yo soy tú

 

Hola, yo soy tú

Por Claudio Nazoa EL NACIONAL 
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Ilustración: Jeanette Ortega Carvajal / Twitter: @jortegac15 / Instagram: Joc.2703

 

Quiero contarles algo hermoso. Ojalá no les dé flojera y acepten leer hasta el final, ya que es un recuerdo que jamás he escrito y que hoy, he decidido compartir con ustedes.

Hace aproximadamente sesenta años, mis padres, mis hermanos y yo, nos mudamos desde Caracas hasta un pueblo llamado Villa de Cura, en el estado Aragua, Venezuela. Tendría diez, quizás once años, y llevaba la vida de un niño feliz junto a mi familia y a los nuevos amigos que iba haciendo.

Como en esa época no existían celulares, juegos tecnológicos, ni peligrosos retos en las redes, era raro el día en el que no inventáramos juegos divertidos con los muchachos del pueblo.

Salíamos de excursión a los ríos para nadar y luchar contra el calor intenso. Subíamos cerros y árboles para tumbar mangos y comerlos. Corríamos, nos empujábamos mientras reíamos, y veíamos cómo los campesinos ordeñaban a las vacas. También fabricábamos carruchas de madera, eso me encantaba, al igual que hacer papagayos de colores. En otras ocasiones jugábamos trompo, yoyo, perinola e intercambiábamos metras. Lo más peligroso que hacíamos, era jugar guataco por las orejas o el horrible juego del fusilado, sin embargo, increíblemente, nunca nos pasó nada grave.

En esa lejana infancia no había tiempo libre en el que no estuviéramos inventando vainas buenísimas y divertidas. En diciembre, recuerdo muy bien, nos poníamos los patines y salíamos a las cuatro de la mañana para disfrutar las misas de aguinaldo de Villa de Cura. Los sábados hacíamos carreras en bicicleta y cuando llegaba el carnaval, nos caíamos a bombazos de agua y nos bañábamos con harina y barro. Ni se diga cuánto nos divertíamos en los actos culturales de la escuela, la verdad es que gozábamos una bola.

Cerca de nuestra casa, vivía una familia también muy humilde, que tenía un único hijo llamado Luis, a quien por cariño, le decíamos Luisito. Resulta que Luisito sufría de parálisis en sus miembros inferiores y tenía una deformidad congénita en su pecho, razones por las que, lamentablemente, no podía participar con los niños en las actividades.

La mamá de Luisito, la Sra. Julia, todas las mañanas cuando bajaba el sol, lo sentaba en una silla de ruedas y lo ponía frente a la puerta de su casa para que no estuviera todo el día encerrado. Luisito era un niño cariñoso, simpático y absolutamente normal de su cabeza. Nosotros, a veces, nos poníamos a hablar con él y nos preguntaba qué cosas hacíamos. Él se emocionaba con nuestros cuentos y aventuras. Le gustaban los detalles de los paseos y de los juegos.

Como los fines de semana y en vacaciones estábamos libres de tareas escolares, los amigos de la escuela nos reuníamos temprano y pasábamos frente a la casa de Luisito para saludarlo. Allí estaba siempre. Muy contento. Esperándonos. Sentado en su silla de ruedas.

-Muchachos, ¿qué van a hacer hoy? –preguntaba Luisito.
-Vamos al río a pescar y luego a nadar en un pozo que descubrimos y al que los abuelos llaman Pozo Azul, dicen que guarda un misterio. Y esta tarde, haremos carreras de bicicleta en la calle Páez.

Luisito, emocionado, nos llamaba para que nos acercáramos a él un poco más, y mirándonos a todos con sus ojos brillantes, escogía a uno de nosotros. Siempre hacía lo mismo. En algunas ocasiones me eligió a mí.

– ¡Claudio! –decía feliz- ¡hoy, yo soy tú!

Lo sé, esto es triste, pero bello. Les explico.

Cuando estábamos de regreso, Luisito le pedía al niño que había escogido, en este caso a mí, que le contara al detalle lo que habíamos hecho ese día. Luisito reía, bromeaba y vivía todo como si hubiese estado con nosotros, como si él hubiese sido yo. En su mente se sentía muy feliz porque a través de nosotros, había vivido un día maravilloso, lleno de juegos y aventuras infantiles.

Ya han pasado muchos años. Nunca más volví a saber de Luisito. Nunca supe qué fue de la vida de aquel niño que lograba superar su terrible enfermedad con tan solo soñar que era libre y vivía la vida de otro.

Lo que sí sé, es que jamás lo olvidaré, porque él me enseñó que a pesar de las tragedias y de las limitaciones, podemos ser felices. Por eso, cuando veo a alguien triunfar en algo que a mí me gusta, recuerdo a Luisito y me siento feliz, porque esa persona exitosa, también soy yo.

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