¡Los cantantes van, los cantantes vienen!
Estábamos en fiesta conversando animados sobre lo que nos acontece cuando uno de nosotros, el más callado, tímido e introvertido, desde el fondo del salón dice en alta voz pero como si hablara consigo mismo: «Que en una sola canción puede caber todo el universo, incluyendo el amor». Y al decirlo, apaga nuestras voces e instala entre nosotros, sin quererlo ni proponérselo, no solo el asombro y el desconcierto sino el aire suave y dulce de la fugacidad del amor.
Tambaleante, se levanta de su asiento y mientras se acerca a nosotros nos mira y dice con su voz de varios tragos que cada uno lleva consigo una canción que lo hace llorar; alguna alegre o triste melodía que navega en nosotros provocando el milagro de removernos el alma. Dice eso, se sienta, se sirve otro trago y vuelve a hundirse envuelto y protegido por las sombras de un denso silencio.
Al verlo tan abrumado por su propio misterio me dije que en efecto los cantantes van, los cantantes vienen y el amor generalmente siempre se desliza entre ellos dejando en el aire, como dijeron los personalísimos tragos de nuestro amigo, el suave y dulce aroma de la fugacidad que los estremece o el desaire del rechazo que están sufriendo al cantar. Y de inmediato me vinieron a la memoria los nombres cubanos de Silvio Rodríguez, Ángel Cueto y Miguel Matamoros ya viejos en el tiempo y a la pregunta que ellos mismo se hicieron: «¿De dónde son los cantantes?» respondieron que ellos, los Matamoros, eran de la loma y cantaba
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