En Egipto, en enero de 1934, una joven oficinista del Ministerio de Telecomunicaciones fue despedida sin previo aviso. Con su modesto salario mantenía a su madre discapacitada y a su hermano ciego. Al enterarse de esta terrible noticia, no se lo dijo a nadie, sino que fue a confiar su angustia a Teresa, en una iglesia de El Cairo.
Cuando volvió al ministerio para recoger sus cosas al final de la mañana, un ujier le dijo que el ministro en persona deseaba hablar con ella. Sorprendida, porque nunca había hablado con ella y apenas sabía su nombre, acudió a su despacho con inquietud.
Él le reprochó con dureza: «¿Es usted, señorita X? Sus méritos, el hecho de que tenga una madre ciega y un hermano tullido -o viceversa-, su discreción, su competencia, todas estas cosas me las han dicho con pasión, con el fin de hacerme ceder. Pero debe saber que odio las recomendaciones. ¿Qué tiene que decir a eso?»
Consternada, la joven intentó justificarse: «Ministro, no le conté a nadie mi despido. No pedí a nadie que me defendiera. No entiendo qué quiere decir».
Continuó: «¡No lo niegue! Su enviada estuvo aquí hace una hora. Una hermosa joven, alta, de ojos verdes. Llevaba un velo, una túnica marrón y un abrigo blanco demasiado corto».
Entonces la empleada sacó del bolsillo una foto de Teresa y se la enseñó al ministro, diciendo: «Es la única con la que he hablado. «¡Pero si yo la vi!», exclamó. «Tal vez, ministro, pero murió el 30 de septiembre de 1897, ¡hace 37 años!».
El ministro salió entonces a su antecámara, llamando a sus ujieres: «Esta mañana habéis dejado entrar en mi casa a una joven, y me habéis visto acompañarla hasta la puerta de salida».
«Ministro, ninguna joven pidió verle. Le vimos, en la puerta de su despacho, hacerse a un lado como si fuera a dejar salir a alguien, pero usted hablaba solo...».
La joven conservó su puesto.
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