La carta comienza con alegría, como un poema de Paul Valéry, celebrando el movimiento de las estaciones y las promesas renovadas. Teresa describe el año transcurrido como «muy fecundo para el Cielo». Esto nos incita a reflexionar sobre nuestros propios años, a menudo llenos de angustia e incertidumbre, pero en los que cada momento, por difícil que sea, puede contribuir a nuestra elevación espiritual.
En resumen, Teresa nos invita a adoptar una visión en la que cada prueba es una piedra angular de nuestro camino hacia la eternidad. El pensamiento de la muerte, lejos de ser un tema tabú, se convierte en sus palabras en una suave melodía, una llamada a vivir plenamente el presente como anticipo de la gran partida. Esta reflexión sobre la brevedad de la vida se hace eco de los versos de Victor Hugo, que escribió: «La vida es una flor, y el amor es su miel». Desde este punto de vista, todo sufrimiento que experimentamos debe considerarse como una forma de dulzura venidera, una preparación para un amor divino que sobrepasa toda comprensión.
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