El chavismo y la sombra de Pinochet
Desde la época de Simón Bolívar, José de San Martín y Bernardo O’Higgins, el exilio ha representado un importante pilar del escenario político. Tanto en nuestra historia regional, como en nuestra literatura, abunda ese conocido arquetipo del caudillo retirado, exiliado y alejado de la política, pero viviendo cómodamente y hasta disfrutando con impunidad su fortuna robada. Durante muchas décadas, América Latina lucía tan atractiva para autócratas derribados que hasta nos convertimos en una especie casa de retiro internacional para ex tiranos: a Jean-Bertrand Aristide, expulsado de Haití, le dieron sábana en Panamá; Erich Honecker de Alemania Oriental, en Paraguay; y al líder nazi croata Ante Pavelič, en Argentina. Ferdinand Marcos, después de haber despojado los cofres soberanos de las Filipinas por más de dos décadas, hasta logró quedarse con el dinero.
¿Que gobiernos latinoamericanos se prestaran a este tipo de arreglo? No debería sorprendernos, tomando en cuenta la falta de estabilidad política que nos marca como región. Entre nuestros propios caudillos locales muchos también disfrutaron de la misma impunidad: Manuel Noriega lo logró, igual como lo hicieron Alfredo Stroessner y Anastasio Somoza. En esos viejos tiempos, un ex dictador, por más que cometiera crímenes terribles contra sus compatriotas, todavía podría ser capaz de negociar un retiro agradable. Sin lugar a dudas, solo se trata de reducir los riesgos personales de un autócrata, decidiendo si entregar poder pacíficamente o no, entonces las barreras a transición disminuyen considerablemente.
Sin embargo, más allá de consideraciones morales respecto a justicia, es decir, en términos utilitarios, este estilo de pragmatismo igual trae sus propios riesgos y desventajas. Al hacer más atractiva la jubilación dictatorial, estamos distorsionando los incentivos, potencialmente estimulando futuros dictadores que se arriesguen a tomar el poder mediante un golpe, y líderes elegidos democráticamente que consideren ilegítimamente usurpar la autoridad absoluta.
Durante la transición política regional en los años ochenta del siglo pasado, la democratización comúnmente iba mano a mano con promesas de impunidad para los autócratas salientes respecto delitos y abusos anteriores. Sin embargo, a partir de los noventa, esta mentalidad comenzó a cambiar, debilitada en parte por el auge del derecho internacional humanitario; como resultado, entre los ex caudillos militares y civiles latinoamericanos, muchos resultaron encarcelados durante las siguientes décadas, como los generales de la junta guatemalteca y el populista Alberto Fujimori de Perú.
Hasta el general Augusto Pinochet, quien durante su salida tomó precauciones extraordinarias para garantizar su impunidad –incluyendo hasta artículos constitucionales, supuestamente inalterables, que le otorgaban inmunidad legislativa a perpetuidad– eventualmente resultó perseguido y arrestado bajo el derecho internacional (una iniciativa encabezada inicialmente por la comunidad exiliada chilena en Madrid). El papel tomado por la diáspora en este respecto resulta ser bastante común. Poco sorprende que, para individuos viviendo fuera, objetos en el espejo retrovisor aparentan estar más cerca de lo que están, y la justicia afecte más que el peso de la armonía social. En consecuencia, para cualquier político moderno con rabo de paja, la amenaza de pasar su vejez en La Haya resulta mayor que cualquier preocupación en cuanto a la justicia local.
A medida que la transición de Venezuela fuera del chavismo revolucionario se vuelve más un hecho consumado –acelerado masivamente por el derrumbe económico que deriva pésimos precios de petróleo y una administración más pésima aún– se supone que estos temas pesen cada vez más sobre los criterios de los chivos del fracasado “madurillato”. Sin lugar a dudas, bajo la supuesta vigilancia de esta revolución la mayor bonanza petrolera en la historia ha desaparecido, y un porcentaje desconocido, pero probablemente considerable, de estos millardos faltantes habrán ido al enriquecimiento ilícito y personal de nuestra élite chavista.
Que el régimen se aferre al poder pese las trágicas consecuencias para el país, debe ser visto como algo que naturalmente proviene del sentirse acorralados, lo cual, no obstante su retórica, está influyendo en la trágica situación actual mucho más que cualquier fervor revolucionario. No dudo que este comprensible temor de persecución, por más merecido que sea, sin duda afecte a muchos de nuestros líderes militares también.
¿Hasta si los mismos venezolanos resultaran dispuestos a abjurar la justicia en nombre de la paz, podríamos esperar que la diáspora en Miami se preste al mismo pragmatismo?
Desafortunadamente, Venezuela hoy está pagando por esas promesas extranjeras incumplidas respecto a sus autócratas derrotados, precedentes que ahora trabajan en contra de cualquier transición pacífica fuera de esta revolución fracasada.
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