Antonio Sánchez García: El histórico fracaso del empresariado venezolano
A Lorenzo Mendoza
“Lo político es lo esencial”
El Concepto de los Político, Carl Schmitt
Si los partidos del establecimiento político venezolano, de AD a Copei y todas las izquierdas, acompañados por sus comunicadores –empresarios mediáticos y columnistas – azuzados por sus notables y usando a las clases medias como carne de cañón no hubieran decidido oponerse frontalmente al proyecto de profundas reformas estructurales empeñado por Carlos Andrés Pérez, no solo nos hubiéramos ahorrado esta espantosa tragedia: estaríamos a la cabeza de la región en modernidad y progreso.
Entre otras consecuencias del éxito de dichas reformas, Pdvsa seguiría gerenciada por la meritocracia, hubiéramos alcanzado y superado de largo la producción de los seis millones de barriles diarios entonces proyectados, se hubiera impuesto el emprendimiento sobre el clientelismo estatista y el liberalismo sobre el populismo y entre muchas otras beneficiosas consecuencias, las divisas serían una mercancía entre otras del mercado libre, los empresarios no tendrían que arrodillarse ante el gobierno de turno para acceder a ellas y Lorenzo Mendoza, por poner un solo ejemplo, no tendría que limosnear divisas ni depender de Nicolás Maduro, Raúl Castro y sigüises de la familia Cisneros para seguir adelante con esa extraordinaria empresa que es Polar. Muy probablemente habría muchas empresas y muchos empresarios de su mismo talento y lucidez sirviendo de base existencial a la libre economía venezolana y el petróleo no sería ya la fuente principal de nuestra riqueza. Después de su sembradío estaríamos viviendo de sus frutos.
Se me dirá que esa es agua pasada y que ya es hora de volver la página. Lo que sería justo y cierto, incluso saludable, si no fuera porque las taras populistas y clientelares, y el estatismo limosnero y retrógrado que se alzaran entonces contra la liberalización de nuestros usos y costumbres –de la mano de políticos como Rafael Caldera, Alfaro Ucero, Teodoro Petkoff, José Vicente Rangel, acompañados de sus respectivas camarillas, y notables como Uslar Pietri, Mayz Vallenilla y Juan Liscano–, por no mencionar a destacados comunicadores de abecedarios, entonces acérrimos enemigos de Carlos Andrés Pérez y hoy predicantes en el desierto de “la diáspora”, no siguieran vivos y coleando en sus herederos, de viejas y nuevas caras, de dichos partidos. ¿O es que AD y PJ, así como los despojos de Copei, y la vieja y nueva izquierda, se han hecho la más mínima autocrítica teórica y práctica del pesado lastre que cargan respecto de su directa responsabilidad en el desastre que nos tiene al borde del abismo? ¿No continúan prisioneros todos ellos de sus mismas taras congénitas: el estatismo, el clientelismo y el socialismo de buena o baja catadura? ¿No se han negado sistemáticamente a renovarse y a democratizarse, siguiendo prisioneros del mismo caudillismo gomecista y bolchevique imperante en tiempos de Caldera y Alfaro Ucero? ¿No son todos tributarios del “centralismo burocrático” leninista?
Toco lo que considero las raíces del mal, porque atributos propios de todo mercadeo de dominio público, como la mentira y la hipocresía –véase a Maquiavelo y El Príncipe– no van a la médula de nuestros problemas. Que son estructurales y hacen a una psicopatología incrustada en todas las esferas de la vida nacional, desde la política a los negocios y desde la cultura a la educación: pender como voraces acróbatas de circo pobre de las ubres del petróleo. Ya se sea un intelectual, un político o un empresario.
Por poner el ejemplo más cercano a nosotros y el que mejor conozco, Chile no hubiera salido de esa trágica deriva hacia el totalitarismo si el pequeño, el mediano y el gran empresariado chileno, estructuralmente independiente de los favores del Estado, no hubiera decidido jugarse la vida contra la amenaza a su existencia de parte de un muy avanzado proyecto castrocomunista: “A principios de agosto (de 1973, ASG), mientras la izquierda discutía sobre “la Asamblea del Pueblo” de Concepción y Lo Hermida, los presidentes de los partidos opositores dieron una vuelta de tuerca más a su discurso y suscribieron una declaración conjunta que llamó a la ciudadanía a enfrentar la acción del gobierno porque estaba conculcando la Constitución y la legalidad en su propósito de instaurar “un régimen dictatorial”. En Chile, proclamaron, ya no existía una “verdadera democracia”.
“El 21 de agosto la Confederación del Comercio Detallista y la Pequeña Industria y la Cámara Central del Comercio realizaron un paro nacional en protesta por el mercado negro y la actuación de las Juntas de Abastecimiento y Precios en la distribución y denuncia del acaparamiento de productos, que fue apoyado por la Confederación del Comercio y la Producción, la Sociedad Nacional de Agricultura, la Cámara Chilena de la Construcción, la Sociedad de Fomento Fabril (Sofofa, equivalente chilena a Fedecámaras, ASG) y la Confederación Nacional Única de la Pequeña Industria y Artesanado de Chile. Aquel paro nacional lanzó a la escena pública un poderoso movimiento social, el gremialismo.” (Allende, La Biografía, Mario Amorós, Ediciones B, S.A., Barcelona, 2013, pág.418.)
El relato, que extraigo de un libro apologético de la figura de Salvador Allende, constituye un exhaustivo recuento del proceso chileno que culminó en el gobierno de Salvador Allende al frente de la llamada Unidad Popular y de las fuerzas sociales –clase media, estudiantado, empresariado–, y de las instituciones chilenas –Partidos, Judicatura, Corte Suprema de Justicia, organizaciones profesionales, gremiales y empresariales– que crearon el contexto y condicionaron el levantamiento militar del 11 de septiembre de 1973. Ninguna de las cuales ni siquiera llegó a plantearse acordar una salida política que dejara intocadas las determinaciones estructurales que se encontraban en la base del asalto a la institucionalidad chilena y el Estado de Derecho. El Partido Democratacristiano, presidido entonces por el recientemente fallecido Patricio Aylwin, bajo la férula espiritual de Eduardo Frei Montalva, se negó tajante y definitivamente, a pesar de los esfuerzos del cardenal Raúl Silva Henríquez y la Iglesia chilena, a aceptar el concubinato que le proponía Salvador Allende para salvar el proyecto de la Unidad Popular. Que de haber perdido el plebiscito que se proponía implementar el presidente Allende hubiera dejado incólumes las bases del asalto totalitario, postergando la agonía de la crisis del sistema democrático chileno. Esa y no otra fue la razón de la actuación de las fuerzas armadas chilenas: zanjar de raíz el mal en sus propias fuentes. A un precio humano aterrador, ciertamente, pero de profundos efectos en la integración de la sociedad chilena. No fueron 300.000 los muertos causados por la represión de la dictadura militar, como lo han sido los causados indirectamente por la concupiscencia del régimen venezolano con el hamponato que le sirve objetivamente de aliado, ni la corrupción, la degradación y la putrefacción de las instituciones, como en la Venezuela castrochavista, pero la dictadura fracturó la convivencia nacional por varias generaciones. Fractura de la que aún no se repone del todo.
Muy contrariamente a lo que afirma mi amigo Lorenzo Mendoza, posiblemente el empresario más exitoso, culto, honesto y preparado de entre los empresarios venezolanos, la política no es sólo un ejercicio basado en la hipocresía y la mentira. Es la esencia, presente o encubierta, que rige las relaciones sociales en todo lugar y en todo momento, siendo sobre determinante en todas las actividades humanas y asume el rol principal de la resolución de los conflictos, cuando estos, en medio de una crisis de excepción, adquieren la mortal trascendencia – de vida o muerte – que han adquirido en Venezuela. Asumirla es la obligación moral de todos los ciudadanos, so peligro de permitir el reinado de la barbarie.
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