El despeñadero de la violencia y la resistencia
La violencia es un lenguaje que tiene sus normas, una cierta lógica: ya que he matado a unos cuantos el problema deja de ser moral, es de pura cantidad. El gobierno adoptó ese lenguaje.
La crisis general sigue creciendo y con ella todos sus efectos. La calle entre otros, que también, ahora lo sabemos bien, es un lenguaje. La gente se ha organizado y tiene sus modos. Con gran agilidad y sobrado ingenio se convocan, se reúnen, se reagrupan, abren varios frentes simultáneos y comienzan a entender lo que significa la palabra resistencia, y que ese es el camino. Un camino que puede llegar a ser muy fértil. Miles de personas y, entre ellos, unos muy jóvenes que están aprendiendo y se forman como nuevos liderazgos que expresan esa flexibilidad.
Por esa misma ruta habrá de meterse la manera de construir el país. No solo para salir del rentismo y su herencia chavista, sino la de buscar un entendimiento constructivo que conciba y diseñe todo para un país metido en este lío que lo obligará a ser pospetrolero.
Tal pareciera que se estuviese armando un ethos, un sentido, una conjunción, una fértil condición ética en la que puede brotar un proyecto y una manera de ser: un equipaje de valores.
Es cosa de buscarle el lado bueno a la crisis. A realizar el viejo adagio de que no hay mal que por bien no venga, o, más precisamente, la penuria obliga al genio.
Mientras eso ocurre en el campo de la oposición y, hay que decirlo, con la mayoría de la gente, en el gobierno la dirección es contraria.
Una patética renuncia a la OEA, una neta malacrianza, un berrinche: no voy para la fiesta, me quedo sola en casa. Y me quedo en casa y no voy a la fiesta porque ya sé lo que me pasa en esas fiestas: pongo la cómica y la doy por insultar a los otros bailarines. Es lo que se repite, aislamiento internacional, curiosidad antropológica, ¡Corea pues!
Es claro que los caminos del gobierno se angostan, una angostura que crece con su pobre imaginación y la descomposición de sus ya escasos cuadros. El deslinde de la fiscal y el drama familiar del defensor, que ciertamente lo revela como un buen padre, que ha sabido educar y respetar a sus hijos.
En esta incertidumbre crece lo imposible: la negociación, el entendimiento, el gobierno de transición, el repliegue prudente de los desgastados gobernantes para esperar tiempos mejores. Pero allí está una tranca: saben que el presidente no tiene camino de retorno. Al salir se va para siempre con su imagen rota, y eso sin sacar otras cuentas que tienen mucho tufo de refugio en paraísos fiscales o en exóticos parajes orientales.
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