A las puertas del penal de Yare, en los Valles del Tuy, estado Miranda, permanecen las madres de un grupo de hombres que fueron detenidos después de la elección presidencial del 28 de julio. Todas se han unido con un mismo objetivo: lograr la libertad de sus hijos. Estas son algunas de las historias
Alberto* abrazó tan fuerte a su mamá que ella sintió su miedo. También palpó sus costillas cuando deslizó los brazos por su espalda. Fue un apretón tan sentido que ninguno pudo contener las lágrimas en medio de la multitud. «Mamá, sácame de aquí», imploró el hombre de 30 años.
A Martina* le habían concedido 10 minutos para visitar a su hijo en la cárcel Yare III, en los Valles del Tuy, estado Miranda. Era lunes 14 de octubre y el calor era inclemente y sofocaba a la adulta mayor. Martina apuró el paso, pero un calambre la retrasó y acortó el tiempo para compartir con su muchacho. «Apúrese, señora», le gritó uno de los custodios.
Al igual que ella, otras 14 mujeres se disponían a entrar al centro penitenciario en un primer grupo. Se veían cansadas, afligidas, con ojeras. Era como si el tiempo se hubiese detenido para ellas.
Todas se conocieron hace dos meses y el dolor las unió como una gran familia por un fin común: la libertad de sus hijos, quienes fueron detenidos después de la elección presidencial del 28 de julio, en el contexto de las protestas postelectorales.
Martina vive en Anaco, estado Anzoátegui, y nunca había visitado los Valles del Tuy, una zona montañosa que contrasta con las playas del oriente. Fue el 13 de octubre cuando emprendió un viaje de 320 kilómetros para llegar a las puertas del penal de Yare, junto a otras 30 mujeres, luego de abordar 6 autobuses.
La mayoría de las madres tuvieron que pedir dinero prestado, organizar rifas o empeñar bienes para hacer ese recorrido. Fueron 12 horas de un estado a otro. El primer autobús que abordaron se accidentó en Puerto Píritu. Eran las doce y cuarenta de la medianoche y en esa zona operan piratas de carreteras. La oración calmó los nervios de las viajeras hasta que hicieron trasbordo, dos horas después, para continuar su camino a Caracas y de allí a los Valles del Tuy.
Los familiares de estas mujeres estaban presos en el Centro Agroproductivo de Barcelona, conocido como cárcel de Puente Ayala, en el estado Anzoátegui, y los trasladaron a Yare III el 27 de septiembre. En total fueron 106 privados de libertad y Alberto era uno de ellos.
A las madres nos están dando donde más nos duele, que son nuestros hijos. A ellos se los llevan a lugares lejanos para que se nos dificulte el traslado desde nuestro lugar de residencia, pero lo que no saben es que nunca vamos a desmayar. Tenemos fe en que nuestros hijos y Venezuela serán libres
Martina, madre de un detenido en Yare III
Alberto fue detenido en Barcelona a las cuatro de la tarde del 29 de julio. Regresaba de su trabajo en un restaurante, en medio de un palo de agua, cuando lo interceptaron uniformados de la Policía Nacional Bolivariana (PNB).
Su madre contó a El Pitazo que los funcionarios lo acusaron de estar en una «guarimba», lo golpearon por las costillas con una manopla y uno de los policías le dijo: «O te montas en la moto o te quiebro», mientras lo amenazaba con un arma de fuego.
«Mi hijo es sostén de hogar. Yo no puedo trabajar por problemas de salud, y mi mamá, de 80 años, tampoco. Por esa carga familiar mi muchacho no se fue del país. No quería dejarnos solas y tampoco a su hijo de 8 años», contó.
Martina duró tres días buscando a su hijo desde que fue detenido. «Fueron momentos de angustia, de desesperación. Él no es terrorista, como lo acusó el fiscal del Ministerio Público, Carlos Alcántara. Es un muchacho trabajador, con sueños, con ilusión de salir adelante».
En opinión de Martina, «el Gobierno venezolano está pagando con el pueblo su rabia por haber perdido la elección presidencial». A esa molestia atribuyó los maltratos que sufren los detenidos y sus familiares.
«A las madres nos están dando donde más nos duele, que son nuestros hijos. A ellos se los llevan a lugares lejanos para que se nos dificulte el traslado desde nuestro lugar de residencia, pero lo que no saben es que nunca vamos a desmayar. Tenemos fe en que nuestros hijos y Venezuela serán libres», afirma Martina.
A una semana de emigrar
El hijo de Nazareth* también está en la cárcel Yare III. Tiene 19 años, es bachiller y fue arrestado en el sector Tronconal de Anzoátegui el 29 de julio.
«Estaba de mirón en la protesta. Ahora quieren obligarlo a aceptar que le pagaron 30 dólares para estar en la manifestación. Es la condición para disminuirle la condena de 20 a 12 o 6 años, todo depende de los delitos imputados», destaca su mamá.
El joven ha rebajado 20 kilos. El uniforme azul, roto y desteñido que le dieron en el penal le queda holgado. Respira con dificultad y tiene problemas renales.
Una semana antes de ser apresado compró un pasaje para Brasil, ya que pensaba cruzar la frontera debido a la situación económica del país. Ahora enfrenta cargos de terrorismo, incitación al odio, obstrucción de vía pública y asociación para delinquir.
«Verlo en la cárcel me afectó mucho. Él me dijo que estaba bien, pero lo dice para que yo no me sienta mal. La comida que le dan allí es poca y siempre queda con hambre; mi hijo está desesperado por salir de ese lugar», señaló Nazareth.
Gonzalo* está en la misma celda que el hijo de Nazareth. Tiene 22 años, lo detuvieron en el sector Fundación Mendoza en Barcelona y lo llevaron a un puesto de seguridad que queda en el Consejo Nacional Electoral (CNE) de esa ciudad, el 29 de julio. Recibió golpes por parte de funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y de la Policía Nacional Bolivariana (PNB).
Verlo en la cárcel me afectó mucho. Él me dijo que estaba bien, pero lo dice para que yo no me sienta mal. La comida que le dan allí es poca y siempre queda con hambre
Nazareth
Antes de ser apresado, el joven fue entrevistado en una protesta. En medio de la euforia del momento gritó: «Fuera Maduro». Al día siguiente un uniformado lo apuntó con un arma en la cabeza para obligarlo a decir que le habían pagado para quemar la sede de la Policía Municipal de Sotillo en Puerto La Cruz.
Gonzalo se negó a dar ese testimonio y recibió como respuesta otra golpiza. «En estos procedimientos se violaron los derechos humanos de todos los detenidos y lo mismo está ocurriendo en las cárceles. ¿Quién detiene esta barbarie?», se preguntó su madre.
Ella vio a Gonzalo el lunes 14 de octubre en Yare III. El muchacho tenía gripe, porque estuvo varias horas debajo de un aguacero como medida de castigo. A su madre no le permitieron entregarle medicinas. La orden es que los fármacos los dejen en enfermería y de allí los distribuyen. Tampoco pudo darle agua ni comida para cubrir la falta de nutrientes del menú penitenciario.
El nuevo espacio que ahora ocupa Gonzalo dista de los estadios donde practicaba fútbol y béisbol. También del instituto universitario donde estudiaba ingeniería industrial.
«Es un joven con muchos sueños, no merece estar allí. El 10 de noviembre cumple apenas 23 años», dice su madre, mientras se lleva las manos al rostro para ocultar sus lágrimas.
«Mamá, no me dejes aquí»
El hijo de Xiomara* la recibió con una sonrisa cuando lo visitó por primera vez en la cárcel Yare III, el 14 de octubre. Ella lo abrazó y sintió un gemido cuando lo apretó por la espalda. El muchacho disimuló y no dejó que su mamá le levantara la camisa, pero ella sabe que tenía el dorso morado.
Las muñecas del joven de 21 años también estaban amoratadas. Se las amarraron con tirraje cuando lo llevaron desde la cárcel de Puente Ayala hasta el penal de los Valles del Tuy. El dolor aún le impide mover las manos con facilidad.
«Mamá dime algo bueno, no quiero pasar diciembre aquí», fueron las primeras palabras que pronunció el hijo de Xiomara. Pero ella no tenía cómo complacer esa petición. El juez Carlos Liendo había ratificado la medida privativa de libertad en la audiencia preliminar celebrada la noche anterior. Así se fue desdibujando la sonrisa del muchacho que cumplirá años el 21 de diciembre.
Xiomara se fue quedando sin palabras. Cuando faltaban tres minutos para cumplir el tiempo autorizado para la visita, sentó al joven en sus piernas y comenzó a acariciarlo como cuando era un niño.
Las lágrimas se fueron tatuando en los rostros de ambos hasta que llegó el momento de la despedida. Xiomara recuerda que su hijo no quería soltarle la mano y le repetía que la amaba. Estaba temblando de miedo. «Vamos, es hora de irse», gritó el custodio.
«Quiero regresar a casa», dijo entre lágrimas el joven. Xiomara lo abrazó de nuevo, mientras él le susurró al oído una frase que retumba en su mente: «Mamá, no me dejes aquí», pero no pudo complacerlo.
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