La lengua de Jacqueline; por Antonio López Ortega
Por Antonio López Ortega | 29 de abril, 2017 PRODAVINCI
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La palabra lengua referida a idioma, creo que la escuché por primera vez en tercer grado. La pronunciaba la maestra Sánchez, una prodigiosa dama cuya técnica de acentuación todavía aplico, en aquel remoto Bachaquero de mi infancia. Que ella sacara la lengua para indicarnos que el órgano que nos permitía hablar era también lo que hablábamos me pareció un hallazgo mágico. Desde entonces, comencé a cuidar mi lengua: en sentido físico, por supuesto, porque temía perderla con una cortada o una caída, pero también en sentido figurado, porque sin palabras me sentía perdido. La lengua me comenzó a parecer una caja de música, y cada palabra que aprendía la guardaba en una especie de alcancía imaginaria: mientras más palabras metía en ese buzón, más dueño de mí me sentía. Las palabras, lo intuía, evitaban mi extravío. Pronunciaba pájaro, y me interesaba más el sonido que el vuelo; murmuraba tinieblas (las primeras las había visto en una Biblia ilustrada para niños), y más fuerza tenían los fonemas que la propia oscuridad. Qué asunto extraño este de reverenciar el idioma desde temprana edad, porque también desde entonces comencé a apreciar y a diferenciar a las personas por la manera en que hablaban: si usaban groserías o no, si les interesaban más las interjecciones que los vocablos. A muchas leguas de aquellos tiempos, qué sorpresa redescubrir que en el Bachaquero de 1965 la lengua se respetaba: no sólo lo hacían mis maestros sino también mis vecinos, mis colegas, mis amigos. El padre de un compañerito de clases, con fama de analfabeta pero experto en perforación petrolera, cuando hablaba sabía lo que decía, y no se diga cuando regañaba a los suyos con voz altisonante: a él le escuché decir por primera vez la frase es menester, que guardé en mi cofrecito imaginario para entender su sentido muchos años después. La lengua, pues, nos marcaba, nos refería y nos identificaba en el mundo: a través de ella, o por su ausencia, éramos o no éramos.
Viene este relato a colación por un reciente intercambio en Twitter entre un señor llamado Jesús Mejía y la exministra Jacqueline Farías, quien se identifica en su cuenta con las siglas PSUV. De Farías, valga decir, siempre tuve hasta tiempos no tan remotos una buena impresión, sobre todo fomentada por amigos cercanos. Me hablaban de una mujer educada, preparada, de altas competencias técnicas. Se recuerda, sobre todo, su gestión al frente del servicio de aguas en Caracas, cuando se privatizó después de años de decadencia, y alcanzó un nivel de optimización que todos recordamos. No es el caso ahora, por supuesto, cuando de vuelta a manos públicas ha empeorado hasta lo innombrable: abrir un grifo y que nada salga de él es la estampa diaria de los venezolanos. Pero en el furor propio de estos días, en el que las redes son desaguaderos de todo tipo, a una pregunta del señor Mejía: “¿Y los dólares del Guaire, qué se hicieron”?, la exministra ha contestado de esta manera: “Se invirtieron completicos. Si no, pregunta a tu gente que se bañó sabroso”. Dejo de lado los comentarios relacionados con la lengua que se usa, no en vano rayana en lo cloacal, para pasar a otras consideraciones de orden, digamos, moral, pues si por política también debiéramos entender la manera en que se vive en la polis, esto es, nuestra capacidad para ser ciudadanos, en estos momentos me gustaría saber qué entiende por ciudadanía la muy preparada y educada Jacqueline Farías.
Primera conjetura: ¿Un ciudadano no puede preguntarle a un funcionario sobre una decisión o proyecto públicos? Segunda: ¿Un funcionario puede responder con un insulto? Tercera: Supongamos que sea cierto que los fondos se invirtieron “completicos”, ¿un ciudadano no puede preguntar dónde están?, porque a la vista nadie lo adivina. Cuarta: ¿Qué alcance tiene la frase, que no respuesta, “pregunta a tu gente”? Y más específicamente, ¿a qué se refiere el “tu”? ¿Podemos inferir que para el funcionario el país se divide entre nosotros y ustedes? Quinta: ¿Qué valor tiene para el funcionario la frase “gente que se bañó”? Esa gente, salpicada por las aguas, ¿puede comprobar que las inversiones sí se hicieron? ¿O más bien está allí para comprobar que no se hicieron? Sexta: ¿Merecía esa gente estar allí, en el Guaire, o no lo merecía? Porque hay algo en la aseveración que podría entenderse como ese castigo lo tenían merecido. ¿Es ese el sentimiento, el pensar, de la muy preparada Jacqueline Farías? Séptima: Como mujer, como madre, como profesional, incluso como militante político, ¿qué entiende nuestra exministra por Derechos Humanos? ¿Hay algún elemento de racionalidad que nos permita admitir que rociar de gases y perdigones a unos manifestantes hasta arrinconarlos y forzarlos a caer en el Guaire es un acto perfectamente normal, cotidiano, intrascendente?
La lengua con la que hablamos es una mezcla de raciocinio y sentimentalidad. Y en la frase infeliz, ofensiva, de la exministra no hay ni lo uno ni lo otro. Supongamos que la razón falle, porque está secuestrada por la ideología, pero al menos podemos apelar a la sensibilidad o a los afectos como tabla de salvación. Y aún en ese plano, la verdad, me pregunto dónde están los de Jacqueline Farías, mujer educada y seguramente buena madre. En tiempos en los que los hijos le ripostan a sus padres sobre sus credos y prácticas, condolidos con los compañeros que caen en las calles días tras día, aspiro a que la insensibilidad de nuestra funcionaria no sea la de sus hijos, pues seguramente han contado en el hogar con las lecciones cívicas que su madre no aplica en la vida pública.
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