Violencia
Sin la menor duda el culpable de la violencia desatada y creciente en las actuales jornadas de protesta es el gobierno de Maduro. Para empezar, porque son sus descarados y miserables actos de violación de los derechos constitucionales de la mayoría de los venezolanos, en puridad de todos los venezolanos, los que han obligado a la oposición a enfrentarlo en las calles. Y luego porque ese mismo derecho de manifestar su defensa de los supuestos mínimos de la democracia, como el de respetar los resultados del voto (Asamblea) o la posibilidad de ejercerlo (revocatorio, gobernadores), es negado con una represión feroz que incluye no solo los usos de la bestialidad militar, sino impedimentos arbitrarios y humillantes al acceso a los sitios más emblemáticos de la polis, la tortura y los tratos inhumanos sistemáticos, el uso de paramilitares sin escrúpulos y las más inverosímiles acusaciones que quieren revertir esas responsabilidades, que llegan hasta las calumnias personalizadas en boca del más alto nivel de gobierno. Y digamos que debe ser cierta la consecuente respuesta violenta de grupúsculos opositores, mezclados y a veces confundidos con infiltrados de cualquier calaña.
Pero no queremos analizar la violencia política, solo decir que está ahí, instalándose en nuestra cotidianidad, como una serpiente venenosa que puede hacer mucho daño. Nunca imaginamos llegar a donde hemos llegado. Los libios o los sirios actuales tampoco. Y los franceses llamaron belle époque las vísperas de los millones de muertos de la Primera Guerra Mundial. El fondo de la maldad humana es insondable e imprevisible. La violencia está ahí, decimos, y hay que darle una respuesta, querámoslo o no. Y oscila, exactamente, entre guerra y paz. Entre vida y muerte.
Por supuesto, no se trata de disminuir un ápice la admirable voluntad de resistencia al despotismo y el agravio colectivo que mantiene hoy activamente la mayoría de los venezolanos. Tampoco de un pacifismo beato y radical, que Freud demostró ingenuo e inútil: somos también pulsión destructiva y de muerte, de violencia y repulsión al otro. Solo que hay que buscar que esta se inserte debidamente en nuestra voluntad de vida. Que haya suficiente inteligencia política para lograr hacer prevalecer la paz, la paz política, la que evita la mortandad de grandes números. Se trata de mover todos los posibles para engarzar la confrontación física con el juego político o la diplomacia, la solución que ahorre el sufrimiento y las muertes y nos permita acceder al irrenunciable reino de la libertad y la dignidad cívica.
Fórmulas proliferan en el plano de la intermediación para iniciar otra negociación en el seno del hoy muy unificado sector opositor, con superables variantes. Si en algo parecen coincidir es en sepultar el torcido diálogo habido hasta ahora y sus nulos resultados, su falta de método y de estilo, su secretismo, su indecoroso trajinar palaciego y lo que ello hace suponer. Las cartas son muchas: grupos de amigos, OEA, Francisco, el renovado Unasur, varios entes internacionales mezclados… Allá los que suelen saber de ese ajedrez de excesivas piezas. Pero hay que moverlas y pronto.
Yo estoy seguro de que nada puede esperarse de un sector dominante en el gobierno, de militares y civiles, que se saben perdidos con un cambio radical, tantos son sus atropellos, robos y otros delitos mayores. Pero, lo han dicho ya importantes líderes opositores, hay que acercarse a amplios sectores del chavismo que tienen hoy como cualquier otro venezolano el mismo rechazo por el país que vivimos. Muchas veces oí a Pompeyo Márquez repetir que si algo fue clave en la victoria del 23 de Enero fue el aceptar sin reparos a todos aquellos que se sumaban a la rebelión aun teniendo un pasado de complicidad con la tiranía de Pérez Jiménez.
Estamos venciendo sin duda, lo muestran los millones de venezolanos que lo han testimoniados en las calles, aun llenas de peligros. O el apoyo de la comunidad internacional. Pero tenemos que ganar en paz para que sea una real victoria, para que el duelo no la empañe durante mucho tiempo.
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