La diáspora que perjudicó a Venezuela y benefició a Colombia
RUNRUNES, 17-11-2018. EN EL INVENTARIO DE DESGRACIAS que ha dejado el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela deberá contabilizarse una pérdida irremediable: las crisis económica y política de la Revolución bolivariana han provocado una diáspora de tres millones de expatriados —aproximadamente el ocho por ciento de la población—, que ha dejado hipotecado el futuro del país y en bancarrota sus instituciones culturales. Así lo reseña el New York Times.
La amarga situación de los 3000 venezolanos que cruzan a diario la frontera con Colombia ha despertado una enorme solidaridad regional, pero también una preocupación natural en los países de acogida —¿cómo debe prepararse una nación para recibir a tantos desplazados?— y, en ocasiones, un sentimiento antiinmigrante. Para combatir esa tentación xenofóbica, haríamos bien en recordar una de las mayores lecciones de las grandes oleadas migratorias de los siglos XIX y XX: los países que albergaron a los exiliados, migrantes y desterrados —de guerras civiles, hambrunas o gobiernos autoritarios— salieron culturalmente beneficiados.
Mientras las calamidades no cesen en la Venezuela de Maduro, el flujo de migrantes venezolanos seguirá siendo masivo y seguirá siendo un enorme desafío para Colombia y el resto de los países de América Latina. En esa marea migratoria hay numerosos intelectuales, artistas y universitarios. Según un estudio de 2015, realizado entre estudiantes de cuatro universidades de Venezuela, un 88 por ciento de los encuestados tenía intenciones de abandonar el país.
Colombia, el país que ha recibido más expulsados venezolanos, podría ser la heredera intelectual de la Venezuela en exilio. Colombia tiene ahora la oportunidad no solo de dar un ejemplo humanitario, sino de aprovechar para su desarrollo los frutos de la cultura venezolana.
La historia migratoria de la propia Venezuela es un ejemplo: durante la segunda mitad del siglo XX, el país aprovechó la experiencia y talento de las olas migratorias de españoles, portugueses, italianos, uruguayos, chilenos, peruanos, ecuatorianos y colombianos. Gracias a ese influjo de mano de obra calificada extranjera, se crearon las grandes empresas textiles y de alimentos venezolanas y las instituciones culturales florecieron.
Hoy, sin embargo, los cruces de la frontera corren en sentido inverso y somos muchos los venezolanos que trabajamos en Colombia y para ella devolviendo, de alguna forma, mucho de lo que recibimos de la migración que llegó a nuestro país a partir de la década de los cincuenta.
A principios de los 2000, una de las primeras olas de migración de Venezuela a Colombia, trajo a gerentes y técnicos petroleros despedidos por Hugo Chávez de la estatal Petróleos de Venezuela. Estos migrantes altamente especializados impulsaron el despegue de la modesta industria petrolera colombiana, que multiplicó su actividad de 560.000 barriles diarios a 900.000 barriles en 2011. Mientras que la producción petrolera venezolana está en el nivel más bajo de los últimos treinta años, Colombia se convirtió en uno de los mayores exportadores de petróleo a Estados Unidos.
En una ola migratoria posterior, de 2010 a 2014, llegaron a Colombia numerosos académicos, editores y periodistas que salieron de Venezuela por diferencias ideológicas con el chavismo, un régimen corrupto, autoritario y que ha remplazado la meritocracia por el nepotismo.
El enorme capital cultural de Venezuela fue una de las primeras víctimas del chavismo. En 2001, Chávez develó su política cultural y trazó la hoja de ruta de su revolución: despidió a treinta directivos de las instituciones culturales más importantes. Nombró a nuevos directores de museos, galerías, teatros, editoriales, cines, academias de danza y orquestas sinfónicas que estuvieran “en sintonía con el proceso revolucionario”. Así acabó con la intensa vida cultural que Venezuela había desarrollado desde el siglo XIX.
Los grandes centros culturales de Venezuela, que fueron referencia en toda América Latina, hoy están en la carraplana. El Museo de Arte Contemporáneo Sofía Ímber —que desde 2001 no lleva el nombre de su fundadora— usa el arte para hacer proselitismo, tiene un presupuesto exiguo, no adquiere obras, no se investiga ni se editan catálogos y las exposiciones se basan en las colecciones adquiridas durante su época dorada —la última muestra se titula Camarada Picasso—; de las trece salas solo funcionan un par y muchos de sus curadores y críticos se han jubilado o se han ido del país.
Las editoriales Biblioteca Ayacucho y Monte Ávila Editores dejaron de publicar clásicos y exhiben un catálogo menguado, con tirajes mínimos y una marcada línea ideológica —de sus doce novedades del año, cinco son reediciones, entre ellas, el Manifiesto comunista—; el Teatro Teresa Carreño quedó reducido a la sala de eventos presidenciales cuando Chávez aún estaba vivo, las academias de ballet clásico y danza contemporánea que se presentaban ahí funcionan a medias y con una programación cultural exigua. El Premio Rómulo Gallegos, que llegó a ser una de las citas literarias más prestigiosas de Hispanoamérica, se entregó por última vez en 2015, con el argumento de que no se disponía de los 100.000 dólares que ofrecía el premio. El Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela y el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional fueron cruciales en la vida cultural latinoamericana y sirvieron como modelos para otros países del mundo. Hoy, aunque El Sistema sigue en pie, se suspendieron las giras mundiales que anualmente hacía la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar y, para diciembre de 2017, cuarenta de sus 120 músicos habían emigrado.
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