Lo que nos enseña el destino del Neanderthal
La fatal arrogancia que da origen al socialismo también refuerza otras creencias, no menos antisociales y destructivas
Nuestra especie, el homo sapiens sapiens, aparece hace unos 120 mil años y sobrevive la mayor parte de ese tiempo en primitivos grupos xenófobos de escaso número. Pero en los últimos 15 mil años –poco más o menos– emerge un nuevo orden espontáneo que denominaremos, eventualmente, civilización. Producto de la acción, pero no de la voluntad o la inteligencia humanas, ha hecho posibles todos los avances materiales y morales de nuestra especie, y que de pocos y miserables salvajes llegásemos a millones de seres civilizados, disfrutando de un nivel de vida tal que los más pobres de entre los pobres de hoy superan por mucho la pobreza absoluta de nuestros primeros antepasados.
La civilización requiere condiciones para evolucionar. Ante todo, una especie inteligente, hay varias capaces de aprender y con ello de una evolución de conductas que no pasa por la genética. Pero la civilización propiamente dicha es, hasta donde sabemos, fenómeno exclusivamente humano. Quizás porque requiere que la inteligencia llegue a la abstracción, o descubra tecnologías tan complejas como la creación de nuevos compuestos, adelante la domesticación de otras especies y, principalmente, que adelante intercambios voluntarios entre individuos de diferentes grupos.
Tan difícil confluencia explica que los primeros rastros de civilización claramente identificables no superen los 12 mil años de antigüedad, y no sea posible especular sobre los cambios en la conducta requeridos sino en los pocos miles de años previos de aquellos. Que la civilización sea producto –espontáneo e involuntario– de nuestra especie no implica que fuéramos la única subespecie del homo sapiens con tal potencial. Del neanderthal conocemos: conducta social compleja, pensamiento posiblemente abstracto, tecnología incluso más avanzada que la del homo sapiens de entonces, al menos en producción de materiales compuestos –como la brea– que no surgen de procesos naturales de su entorno, y capacidades físicas formidables frente a nuestra escuálida especie.
Solíamos pensar –tanto que hasta en los comics de los X Men lo afirman– que la extinción del neanderthal fue obra de nuestros antepasados. Coincidió en el tiempo nuestra llegada desde África a las zonas de Eurasia habitadas por el neanderthal con la declinación de sus poblaciones. Deducíamos su inferioridad para competir con los recién llegados en la lucha por los recursos. Simplemente creíamos que el neanderthal tenía menos capacidad para cazar y combatir que nuestros antepasados directos –no olvidemos que hay ADN neanderthal en nuestra especie–. Hoy sabemos que, además de al menos igual de inteligente, con conductas sociales complejas, capacidad de abstracción y tecnologías competitivas, el neanderthal era más fuerte, al menos 30 % más fuerte, y sus armas, en el combate cercano, eran muy superiores.
Con los datos conocidos, el resultado a esperar sería el inverso al que fue. Y no será nada de lo que luego llevó a la civilización lo que lo explique. Ninguna de las dos subespecies podía ser calificada de proto-civilizada cuando interactuaron, guerrearon y se cruzaron. La mejor explicación sería una gran catástrofe natural. Nuestra especie estaba mucho más diseminada territorialmente. Un enorme evento volcánico –explosión de súper volcán– parece haber afectado críticamente el amplio territorio en que coincidían ambas, de manera catastrófica, en un momento en que la concentrada población neanderthal únicamente podía declinar críticamente como resultado, mientras la población del homo sapiens sapiens no debía limitarse a recuperase con sus escasos supervivientes, sino que seguiría creciendo –más rápidamente que los de pronto escasos neanderthales– con la llegada de nuevos grupos desde tierras no afectadas por el cataclismo. Un evento volcánico importante, de mucha menor magnitud, cambiaría milenos después el curso de la evolución de las civilizaciones del Mediterráneo. El estallido de Santorini en 1646 AC puso fin a la civilización minoica, y colapsó el comercio internacional en la cuenca del Mediterráneo. Catástrofes naturales, como la entrada del Atlántico en el Mediterráneo y de este al Mar Negro, habían barrido poblaciones de incipiente civilización siglos antes. Sin el evento natural catastrófico nada parecería impedir que fuera el neanderthal la subespecie dominante de la que eventualmente emergería la civilización.
La civilización evolucionó de un cambio moral, de la adopción de un nuevo código moral que garantizó intercambios pacíficos entre extraños, división del trabajo e innovación. Y eso requirió que los hombres adoptaran nuevas costumbres mediante valores, distintos, distantes y en más de un sentido opuestos a los que por cien mil años habían seguido. Nada, sino la religión, es capaz de explicar tal evento. La religión es el mecanismo más efectivo de transmisión intergeneracional de usos, costumbres y valores morales de nuestra especie. Lo es porque nuestra moral no es producto de nuestra razón, sino que evolucionó paralelamente. Pero la fuerza de esas creencias institucionalizadas –clave de la competencia evolutiva entre grupos, culturas y civilizaciones– está hoy operando en la novedosa confluencia de una incipiente civilización realmente global.
Hoy queremos creer que somos la única amenaza real para planeta –y por consecuencia para nosotros mismos– cuando el propio planeta no ha dejado de ser la más poderosa amenaza conocida para nuestras civilizaciones. Hay eventos naturales catastróficos que son una certeza futura a tiempo más o menos indeterminado. Un súper volcán como el que puso fin al reino del neanderthal en Eurasia afectaría nuestra civilización global a una escala que no podemos sino imaginar –hay uno mayor activo en Norteamérica– poniéndola realmente en riesgo de retroceder siglos, e incluso de desaparecer. Un evento como el que acabó la civilización minoica tendría efectos profundos en el curso de la civilización contemporánea. Aunque los efectos inmediatos serían mejor paliados, los más lejanos y complejos serían de mayor alcance hoy. Recordarlo es tan importante como recordar cuales son las bases del proceso civilizatorio, e identificar cuáles de nuestras actuales creencias las atacan. La fatal arrogancia que da origen al socialismo también refuerza otras creencias, no menos erróneas, antisociales y destructivas sobre lo que podemos y lo que no podemos controlar.
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