Un día que santo Domingo* predicaba en presencia del duque de Bretaña, de toda la corte y de una inmensa multitud, aseguró que, según una revelación personal, ningún tributo, excepto el Oficio divino y el adorable Sacrificio, era tan agradable a Jesús y a su Madre como el rezo fervoroso del Rosario. Esta afirmación pareció exagerada a su numerosa audiencia; pero Dios lo respaldó…
Después del sermón, Domingo celebró la Santa Misa en presencia de la multitud. Pero, ¿qué pasó? El santo quedó absorto en éxtasis. Se le vio elevarse sobre el suelo y permanecer suspendido en el aire durante una hora, con el rostro ardiendo por el fuego divino. En la consagración, cuando levantó la Santa Hostia, todo el pueblo vio claramente aparecer a la Virgen Madre con su divino Niño, al que tenía en brazos. Cuando levantó el cáliz, vieron al Redentor cubierto de llagas, traspasado, presa de todos los dolores de su pasión, tal como lo había sido en el Calvario. Hacia el final de la Misa, una luz deslumbrante rodeó el altar y, en medio de este esplendor, el Señor se mostró lleno de la gloria de su resurrección y como ascendiendo al cielo.
Esta visión impresionó a la multitud y, terminado el sacrificio, Domingo volvió al púlpito. Explicó a sus asombrados oyentes el significado de estas tres apariciones: la Virgen sosteniendo al Niño Jesús, era la figura de los misterios gozosos; Jesús sufriente significaba los misterios dolorosos; y los misterios gloriosos, su resurrección.
Hizo comprender a toda la asamblea cómo la devoción que consiste en meditar los misterios del Rosario, recitando las ciento cincuenta avemarías, debía ser agradable al Señor, ya que Él lo confirmaba con tales prodigios. Todos, príncipes y pueblo fiel, quedaron convencidos y abrazaron tan excelente práctica.
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