La crónica. Género de fin de siglo, por Susana Rotker
Susana Rotker escribe este artículo ilustrativo sobre la crónica venezolana: sus orígenes, influencias, hitos y exponentes.
La crónica, género híbrido donde se encuentra el discurso literario el discurso periodístico, es el espacio de la escritura que mejor registra los cambios sociales, las interrupciones, las experimentaciones del lenguaje y de la escritura misma.
Más elaborada que los textos noticiosos, pero con un dinamismo y un sentido de urgencia que no tienen otras prácticas escriturarias de cocción mucho más lenta (como la novela, por ejemplo), la crónica ha sido un espacio privilegiado y marginal en la cultura latinoamericana desde hace un siglo, especialmente en los centros urbanos y, por alguna razón, un género de escritura especialmente afortunado en Venezuela.
La crónica es también un género específico latinoamericano, distinto a la literatura de non-fiction norteamericana o a los mejores reportajes del mundo occidental, distinto también de los relatos de costumbres europeos; la mayor parte de los más conocidos escritores latinoamericanos del siglo han producido crónicas extraordinarias —algunas han tenido la fortuna de ser recogidas en forma de libro, otras siguen a la espera de alguna antología que las rescate de la injusta transitoriedad y el olvido característicos en la prensa cotidiana.
La crónica, ni periodismo convencional ni consagrada literatura es más bien como un cuento donde todos los datos dependen de realidad inmediata, puesta en escena por un autor que nada más que el modo de contar. La crónica es un medio de escritura privilegiado por su inmediatez, por la ligereza que permite avanzar y riesgos sin el peso consagratorio de la Literatura, pero con un compromiso con la forma y la expresión propia que nada tiene que con los facilismos formulaicos del periodismo tradicional; es un género marginal por su misma condición de hibridez.
II
El cronista rara vez tiene los privilegios del reportero estrella y sólo en casos excepcionales ve su obra recogida en forma de libro. Aun cuando la ‘consagración’, del libro ocurra (desafiando lo perecedero de las páginas diarias de la prensa), esos textos suelen ser considerados de segundo orden con relación a la obra general del mismo autor, aunque los cronistas sean de la talla de José Martí (colaborador de La Opinión Nacional y fundador de la Revista Venezolana), Gabriel García Márquez (autor, entre otros, de Cuando era feliz e indocumentado, sobre su experiencia venezolana o Tomás Eloy Martínez (Lugar común la muerte, publicado durante su exilio en el país y tan ejemplar como influyente demostración de que la escritura híbrida entre la literatura y el periodismo puede constituirse en arte).
Es significativo que muchas de las mejores crónicas latinoamericanas fueron publicadas en su momento en los medios de prensa venezolanos; esta afirmación incluye la época dorada del boom, donde escritores como Julio Cortázar o Juan Carlos Onetti enviaban sus crónicas a la prensa a través de la agencia noticiosa española EFE.
En Venezuela, la crónica ha tenido precursores notables desde el siglo XIX. Arístides Rojas, por ejemplo, tiene entre sus textos uno especialmente memorable, publicado el 26 de marzo de 1881 en La Opinión Nacional, donde reconstruye la historia del mítico terremoto de Caracas ocurrido exactamente 61 años antes.
En su crónica, la naturaleza es descrita como aliada de un clero bárbaro o enemigo del progreso y la razón; en el texto lo jerarquizado es la voluntad del hombre (el libertador Simón Bolívar) que logró imponerse sobre la naturaleza y derrotó el fanatismo. La historia aparece en el texto como un cuadro fijo que pende del presente.
III
En otro orden y ya en la primera parte del siglo XX, es necesario nombrar La ciudad de los techos rojos (1947), de Enrique Bernardo Núñez, por ese modo de contar Caracas que vendrá a ser obsesión de gran parte de los cronistas del siglo; también está José Rafael Pocaterra y esa especie de proto-crónica que es su Memorias de un venezolano de la decadencia (1927).
Entre los precursores de la crónica propiamente dicha están los textos de Germán Carfas sobre el 23 de enero, por ejemplo, y las notas sobre la Europa de la posguerra escritas por Miguel Otero Silva. Otro gran ejemplo es el de uno de los mejores cronistas de Caracas, Guillermo Meneses, más conocido como narrador, cuyo Libro de Caracas (1967) dará la pauta de las crónicas históricas sobre la capital del país, escrito con reminiscencias de tono ensayístico, ácidamente crítico, nostálgico y al final entregado a amar aun los peores defectos de esa ciudad que creció «como un delicado animal del mar», donde los ranchos «se montan en cualquier cerro o buscan abrigo en las venas del agua, en las quebradas».
La crónica ha tenido un estallido de exponentes en los últimos 20 años del siglo. Las urgencias y la desestabilización que ha vivido la sociedad venezolana de este fin de siglo han requerido una forma de escritura correspondiente a la lógica de los tiempos.
A cada época corresponde una estética y más en un espacio donde impera la sensación de la contradicción y la urgencia. Y, por lo que se puede leer en el conjunto de textos, lo que corresponde a las últimas décadas del siglo es una retórica que ni ordena ni racionaliza, sino que surge de un espacio urbano de miseria y de violencia, de la marginalidad y su estética de lo feo, de las figuraciones modernas de la técnica, de la iconografía de la literatura y del cine norteamericanos, de las estrategias de la política, del deseo de desnudar y del escándalo purificador, del encuentro con aquello que se ha mantenido ‘puro’ dentro de su propia corrupción pero autónomo respecto de los discursos oficiales.
IV
El conjunto de crónicas que caracteriza la década de 1980 mezcla el cosmopolitismo con la orgullosa reivindicación de vocablos regionales, la conciencia del lenguaje y de la forma como valor absoluto en la escritura, la frecuentación del borde, de lo marginal.
Allí conviven la denuncia, la necesidad de descubrir a los personajes que pueblan sobre todo los espacios urbanos pero que nunca están contemplados en los discursos oficiales y, probablemente, tampoco en sus políticas; convive el refinamiento de una suerte de sofisticado escepticismo posmoderno con el sentido del humor, como en las crónicas gastronómicas de Ben Ami Fihman (recopiladas parcialmente en Cuadernos de la gula (1983)) o los textos de Pablo Antillano en el suplemento Feriado (El Nacional), los relatos de Jessie Caballero y Elizabeth Fuentes en El Diario de Caracas [1].
La curiosidad por lo Otro o el Otro y ese sentido del humor están siempre bañados por una fuerte nostalgia: es una suerte de deslumbramiento y pacer por contar las vidas de los nunca contados, pero también junto a la ternura y el afecto, se lee esa sensación de que algo se ha perdido: una forma del pasado, una idea de la justicia, tal vez un sueño de lo que pudimos ser y no fuimos.
Son memorables los relatos sobre picardías críticas de Fausto Masó, las humoradas de Kotepa Delgado, por citar unos pocos, además de la escritura poética sobre el mundo rural de Luis Alberto Crespo, todos en estilos que se van confundiendo con el reportaje, el cuento, la columna de opinión, el poema, tal como siempre ha ocurrido con la crónica como género.
V
Un maestro de este tipo de escritura urgente y, sin embargo, tan mezclada con el relato y el análisis, fue José Ignacio Cabrujas. Pese a no provenir de las filas del periodismo estrictamente hablando (como los cronistas más típicos) ha marcado a la crónica con un estilo inconfundible, mezcla de ensayo, reflexión personal, breve reportaje, chiste crítico, con una honesta presencia de la subjetividad del autor, con un lenguaje que destella por su inteligencia, su ca acidad de síntesis, su humor que revela densidades iluminadoras sobre la realidad. Sus crónicas han aparecido dispersas en distintos medios de prensa y han sido pieza fundamental de cualquier libro sobre la ciudad [2]
Contar lo real es ya un modo de darle coherencia porque los acontecimientos no se presentan en un orden como para ser contados, sino en una forma caótica. Y contar es un modo de sobrevivir en un paisaje urbano que se transmita a toda velocidad.
Como bien lo observó Carujas-cuyas columnas semanales en El Nacional fueron, quizá, el mejor instrumento de reflexión sobre la década de los 807, creer en el pasado es en Caracas un acto de fe. El recuerdo personal ocupa en Caracas el lugar de lo material evanescente, la palabra todo lo puede.
Para que exista el pasado (el cine, la heladería, la plaza destruida) alguien debe pronunciarlo, decirlo y hacer que exista, aunque sea en una instantánea y olvidable nota periodística, En Caracas —la ciudad sin genealogías tranquilizadoras—, el paisaje es un tránsfuga.
La orfandad y la desazón de los textos escritos en la Caracas de la década de los 80 tienen una íntima relación con esta tradición de no poseer tradición ni paisaje, de ser una ciudad de rostro mutante.
VI
A diferencia de la novela histórica que con tan buena fortuna se produjo durante esos años en el país, la crónica fue el espacio del desacato, la picardía, la irreverencia frente al poder, en el canto secreto al potencial corrosivo de la marginalidad.
En los 80 surgió por un lado el “nuevo periodismo”: un periodismo que respondía sin duda a necesidades de mercado, pero también a la necesidad de recuperar contacto con lo real, de narrar los acontecimientos y de revivirlos a través de un lenguaje capaz de ponernos en escena frente al lector, de rescatarlos de las fórmulas desgastadas por las agencias de noticias y de la supuesta objetividad de la llamada “pirámide invertida” o de los informes oficiales.
Es interesante detenerse brevemente en este fenómeno —que había comenzado a dar muestras de este vigor en algunas revistas de los años 70 y en artículos sueltos en los periódicos—, pero que se formalizó en 1979 con la aparición de El Diario de Caracas para luego hacerse propio en otros periódicos del país.
Se pueden mencionar en general, a modo de ejemplo, algunos otros nombres, cada uno con su estilo: Sebastián de la Nuez, Edgar Larrazábal, Rómulo Rodríguez, Boris Izaguirre, Miro Popic, Laura Antillano, Ibsen Martínez, Roberto Giusti, José Pulido, Ramón Hernández, Ewald Schafenberg, Hugo Prieto, Antonia Betancourt, Eva Feld.
Lo interesante de estos textos es que, a pesar de las variantes individuales, se mantuvieron dentro de los límites del periodismo y no se confundieron con la literatura, como ocurrió en otros momentos de la historia cultural latinoamericana, como durante el modernismo o el llamado boom.
El suplemento dominical Feriado de El Nacional fue el marco propicio para grandes cronistas del período, entre ellos Sergio Dahbar, Nelson Hippolyte Ortega, Ben Amí Fihman y Elisa Lerner. Sergio Dahbar (Sangre, dioses, mudanzas, 1989) rastreó insólitos personajes nocturnos buscando signos de la ciudad, signos de la verdad, signos para refugiarse, para decidir acerca de una interpretación.
VII
Nelson Hippolyte Ortega (O sea, 1986; La pregunta y sus víctimas, 1988) fue el vecino indiscreto que elaboraba crónicas disfrazadas de entrevistas como puesta en escena de la decrepitud, la decadencia, la corrupción. Elisa Lerner —gran precursora del género en Venezuela, autora de Yo amo a Columbo (1979), Carriel número cinco (1983) y Crónicas ginecológicas (1984), y recuperada para el periodismo en esa época— fue afilando su retrato amargo acerca de la sociedad.
Su voz claramente definida a través de los adjetivos, la prescindencia absoluta de los requerimientos informativos de la actualidad y el tono casi epistolar, ocupa otra franja de representación a nombre de todo un sector mal considerado: el de ‘nosotras las mujeres’. Sus personajes se identifican con lo que parece más social: los productos comerciales.
El país se convierte en sus textos en una canción, una marca de cigarrillos o una crema cosmética, el pasado es una máquina de coser Singer o el nombre de una calle. Todo se cosifica, los adjetivos se sustantivan y el tema femeneidad/virginidad se vuelve origen, aleph de la realidad. Ben Ami Fihman, por su parte, inauguró un giro para la crónica: el de la literatura gastronómica, perfecta expresión también de la Venezuela de los 80, que muestra el hedonismo decadente, la tristeza por la futilidad de la vida y los valores falsos del rey burgués.
Los cuatro cronistas mencionados divulgan lo feo, lo triste, lo corrupto, lo violento, sea sobre la sociedad o sobre sí mismos. Esa divulgación tiene que ver con el escándalo: dar a conocer lo privado, aquello donde el entrevistado o la sociedad es más débil, allí donde está más claro el blanco para los otros.
Porque la crónica venezolana de los ’80 toma, justamente, lo no resuelto, lo que queda fuera. En esos resquicios de la corrupción se encontraron modos de narrar nociones de realidad, tan bien resumidas en uno de los diálogos de Lerner: “¿Por qué te quedas boquiabierta? En la Venezuela petrolera nadie se queda boquiabierta».
La década de los 80 termina cuando se hace realidad el temor latente que las clases acomodadas siempre tuvieron en Caracas: el temor al día en que baje la gente de los cerros pobres que rodean la capital y tomen la ciudad, hartos de su propia miseria.
VIII
El 27 de febrero de 1989 se produjo una poblada de dos días, reprimida por el gobierno con el mayor saldo de muertes en el país en todo el siglo, y una escritura donde ya se comienza a asentar la estrategia adoptada por el neoliberalismo en la representación social: neutralizar al pobre y su protesta, criminalizando la pobreza, en aras de una lógica de mercado que no encuentra ya uso para los que no consumen.
En tenue hilo que mantenía unido el tejido social comenzó a despegarse. Por lo menos dos libros urgentes se publicaron ese año sobre el llamado Caracazo: El estallido de febrero, con testimonios de reporteros gráficos, y la excelente antología de crónicas El día que bajaron los cerros (1989).
En El día que bajaron de los cerros, la mirada de los cronistas, aunque desconcertada, habla desde la posición de un “nosotros” intermedio: los que escriben no se cuentan entre los sublevados, pero esa mirada, aunque en el fondo les teme, les encuentra una cierta justificación política.
Los relatos parten de una visión plural y fragmentada que acaso inaugure el modo de contar la década de los 90. En estas crónicas los nombres individuales no importan; los cronistas hacen travesías por una ciudad tomada primero por el pueblo y luego por los militares, haciendo pequeños relatos que se dan casi simultáneamente en varios puntos de la ciudad.
Voz plural, desorganizada, asustada y no épica; las referencias urbanas son nombres de barrios y de autopistas -el afuera ya no es espacio de encuentro civil sino de desprotección y peligro—, sin las referencias usuales al paisaje de la ciudad moderna (los avisos publicitarios, las luces, los materiales de construcción-metales, concreto, vidrio alambre-, antenas satelitales).
Ese espacio de afuera es el del “descontento [que] bullía por las Calles, bajaba de los cerros y penetraba en centros comerciales y supermercados” (Fabricio Ojeda), el de los hombres uniformados dedicados al pillaje, los disparos que “matan de verdad” (Rómulo Párraga), el miedo, las carcajadas de la gente repartiéndose alimentos y bebidas como botín de guerra, ancianas de pinta honorable introduciéndose sigilosamente en una frutería (Roberto Giusti), las mentiras del sector oficial, la desproporción de las armas militares, los muertos en las calles.
VIX
Como flanneurs, los cronistas deambulan por la ciudad tomada, contando pequeñas historias humanas sin ánimo de totalidad y, más de una vez, haciendo las veces de servidores civiles (se les pide transporte, información) puesto que la policía y el ejercito son percibidos como el enemigo debido a su arbitrario y desmedido modo de reprimir.
En estos textos sobre el 29 de febrero de 1989 y los días que le sucedieron, la solidaridad entre la gente es totalmente casual y pasajera; no se arman comunas de vecinos ni pequeñas militancias, no hay líderes visibles: sólo gente que se pregunta una a la otra: “¿qué está pasando?”, como los periodistas, como el lector, en un “nosotros” compartido. El día que bajaron de los cerros responde a una percepción apocalíptica, sin esperanza de futuro y a la sensación de que, si alguna vez funcionó la sociedad civil, ésta no es ya más que una entelequia política.
Ante este estado de desesperanza surgen los textos bellamente nostálgicos de Milagros Socorro, con libros como Alfonso Chico “Carrasquel: con la ‘V’ en el pecho (1994) y Catia tres voces (1994), donde la ternura se reconstruye con el recuerdo de espacios que no están más y una búsqueda poética en las resonancias del lenguaje; aparecen también las búsquedas entre los entrepliegues literarios de Patricia Guzmán, las reflexiones de Earle Herrera y Ezequiel Díaz Rangel, las crónicas de acidez analítica y lucidez cultural de Pablo Antillano, Ibsen Martínez, Tulio Hernández y, de nuevo, José Ignacio Cabrujas, abriendo aún más el género hacia el estilo de columnas de opinión sin por eso dejar de ser crónicas con derecho propio: pequeños relatos donde se encuentra el periodismo y la literatura.
Durante la última década del siglo XX, se publica también La ley de la calle. Testimonios de jóvenes protagonistas de la violencia en Caracas (1995), de Boris Muñoz y José Roberto Duque, texto que -como los otros mencionados aquí- abre un espacio de realidad textual.
Se trata de crónicas despojadas, sin la búsqueda estética, “literaria”, de la crónica que caracterizó la década del 80: los nombres de los personajes entrevistados han sido cambiados (se trata del testimonio de menores de edad) y los periodistas, deliberadamente, han tratado de borrarse, acaso por intentar encontrar un equilibrio ante un relato sobre una realidad inverosímil, demasiado sangrienta y fabulosa.
X
Oír hablar a los jóvenes no tiene el valor, en este texto, del articulado espacio de la voz de las minorías ni el de la explicación: la fatalidad ocurre y allí está, todo es corrupto y natural, no se ven alternativas ni culpables. La representación del espacio es muy complicada: acaso porque no hay en Caracas urbanización -aun de las más elegantes- que no tenga “adentro” o al lado su cuota de ranchos miserables; el espacio aquí es móvil, urbano y más o menos indeterminado: más que espacio geográfico es un espacio social que se mueve dentro del círculo inacabable de la droga, la violencia y los informes policiales. Es una topografía humana y adolescente, donde jamás se contempla el trabajo, terminar la escuela ni muchos menos llegar a adulto.
El único que logra darle a este mundo un sentido de lo real o, más bien, un sentido a fines de los años 90, es José Roberto Duque, quien, semana a semana, ha hablado con la voz no de quien va de visita a los barrios pobres sino con la voz de quien sale de allí. Su columna «Guerra nuestra» tiene la naturalidad de la sinrazón y en su denuncia semanal la tragedia es una con el humor. Nadie como él para contar chistes antes de contar una masacre o un asesinato, sin que haya un solo gesto forzado: a fuerza de convivir con la violencia, se genera una actitud de sobrevivencia.
La mirada Duque es distinta a la de los demás cronistas del fin de siglo, un tanto paralizados ante la indiferencia, el asombro, la impotencia. Citarlo simplifica las explicaciones sobre una cierta sensibilidad urbana del fin de siglo caraqueño: «Que el hecho de andar por las calles resulte riesgoso en ciertas ciudades, por causa de hampones y malandros, es cosa sobradamente sabida y comentada.
Pero hay otros riesgos que temer: encontrarse con quienes imparten justicia, sobre todo si se es un desconocido que, en el momento crucial, no tiene tiempo de demostrar que está libre de culpas». Para Duque sí hay culpables a señalar con el dedo: la policía, los jueces, el sistema carcelario, los hospitales. La violencia y la corrupción estragan la cultura. De aquel cuento del realismo mágico de García Márquez, «Un hombre muy viejo con unas alas enormes», queda hoy una crónica de Duque llamada «Un hombre muy duro con unos hierros enormes», relato sobre un asaltante homicida.
Las crónicas de Duque son el humor, la no-salida, la no-solidaridad más que en el llanto familiar (cuando ya es demasiado tarde), el cinismo, la mirada múltiple sobre las historias múltiples en todo el país, la voz no conforme y enfrentada a la tendencia a criminalizar al pobre; una estética más urgente y efectiva que tersa, una fuerza visual y auditiva que resuena como los ruidos en el Valle de Caracas.
XI
Hay una crónica llamada «Pánico bajo techo», de Fabricio Ojeda, en El día que bajaron de los cerros, donde se anuncia y se resume lo que será la década de los 90 en la capital: «Un nuevo virus, el síndrome del saqueo, ataca los nervios del caraqueño de clase media, ese que aún posee objetos valiosos dentro de sus viviendas. Ahora todos temen que —la furia popular— se meta en quintas y apartamentos para terminar con lo que falta».
Pocos casos tan extremos de esta desconfianza social de los unos contra los otros como el de ese otro periodista/escritor que, también desde las páginas de El Nacional, se ubica en los antípodas de Duque: Marcos Tarre Briceño, autor de varias novelas policiales, vendedor de lecciones de protección y seguridad. Para Tarre el ciudadano vive en Santa Rosa de Lima y barrios similares, todos con recursos económicos.
En su columna semanal, llamada muy provocadoramente «No sea usted la próxima víctima», ha dado estadísticas de atracos, asaltos y violaciones, habla de secuestros (en general atribuidos a colombianos) y, por supuesto, de niños bien dedicados a la drogadicción; su estilo apela directamente al lector como cómplice y víctima posible, recreando una lógica próxima al llamado para la instauración de la figura del ‘vigilante’ que hace justicia por su propia mano, aunque nunca llegue a expresarlo de ese modo.
Pese a que ha habido muy buenos cronistas en el resto del país, Caracas, como tema y lugar de producción de la crónica, ha sido el espacio donde se han desenvuelto los que más han innovado e influido en este género de escritura. Como contraposición frente al paisaje desolador de la violencia, ha habido muchas crónicas ligeras sobre costumbres y cultura occidental, pero la médula del género en Venezuela, está sin duda enfocado en la experiencia en la capital.
XII
Hacia fines de los 90 se publica la antología de crónicas Caracas en 20 afectos, compilado por Tulio Hernández, en una edición más sencilla que la que pudo hacer Meneses en los 60 y las antologías de tan buen diseño que hacía Soledad Mendoza con el título de Así es Caracas (1980).
La edición de Hernández está organizada en capítulos cuyos títulos ya enuncian la sensibilidad tierna y crítica que los reúne: «Territorios» (con textos de José Ignacio Cabrujas y Farruco Sesto), «Cuerpos» (Alberto Barrera y Milagros Socorro), «Contrastes» (Tomás Eloy Martínez, Blanca Strepponi y Boris Muñoz), «Códigos» (Boris Izaguirre, Roberto Hernández Montoya), «Calles de fuego» (José Roberto Duque, Luis Medina), «Épicas» (Hannia Gómez, Alberto Scharffenorth), «Visuales» (Federico Vegas, William Niño Araque), «Con nostalgia, sin nostalgia» (Adriano González León, Ibsen Martínez), «Nocturnos» (Leonardo Padrón, William Osuna).
Como toda antología, recoge distintas estéticas y modos de aproximación, pero sus textos —independientemente de la formación y costumbre de cada autor individual— se orquestan como una de las mejores selecciones de crónicas caraqueñas. En todas estas crónicas se ve un ánimo de trascender los límites perecederos del periodismo para encontrar un lenguaje literario, capaz de encontrar sentidos en el caos aparente, de recuperar la maravilla de los afectos humanos, la queja, el sentido del humor, la pasión por una ciudad que se afea y que sigue siendo profundamente amada.
Es el mismo amor, pero más sostenido por una mirada de sorpresa y desconcierto, lo que unifica otra antología que se hizo de crónicas de viajeros que describieron a Venezuela desde la época de la Colonia hasta el siglo XX inclusive, publicada por Miguel Newman a comienzos de los 80, con edición de T.E. Martínez, en un bello libro-objeto de escasa circulación llamado Los testigos de afuera. Es necesario destacar también la función de revistas como Exceso, de Fihman, donde algunos cronistas del país encontraron el espacio para desplegarse creativamente y experimentar con un lenguaje más literario.
XIII
El fin del siglo ve un repliegue de la crónica en los periódicos que tradicionalmente la dejaron crecer. El Universal y El mundo, curiosamente, les han ido abriendo tímidamente por primera vez las puertas, mientras que El Nacional —uno de los medios que más la cultivaron— va reduciéndoles el espacio y arrinconándolas con el pretexto de responder a nuevas exigencias de mercado, exigencias que desconfían del lenguaje de la subjetividad y la experimentación formal que caracterizan a este género de escritura.
Surge entonces una alternativa imprevista y muy a tono con lo que se espera del siglo XXI: el espacio cibernético, como la revista bilingüe y mensual Venezuela analítica y su BitBlioteca, recogen y difunden excelentes crónicas literario/periodísticas.
Entre los escritores y columnistas de opinión se encuentran, quienes, en muchas ocasiones, se salen de la retórica estricta de ese espacio para expandir los parámetros de la crónica venezolana: Pablo Antillano, Rafael Arráiz Lucca, Luis Britto García, Manuel Caballero, Salvador Garmendia, Roberto Hernández Montoya, Tulio Hernández o la misma Milagros Socorro, en una mezcla cronológica muy propia de la internet, puesto que aparecen en un mismo plano de lectura y recepción textos de épocas muy disímiles y sin mayor criterio de diferenciación: el humorista Otrova Gomás puede ser leído junto a algún texto de Karl Marx o la «Carta de Jamaica» de Simón Bolívar, escritos no contemporáneos el uno del otro ni de la misma estirpe.
[1] El Diario de Caracas, en su primera época, albergó otras excelentes muestras del género como las escritas por Elizabeth Baralt, José Enrique Rondón, Carlos Moros
[2] Una de las recopilaciones de las crónicas periodísticas de Cabrujas es El país según Cabrujas (1992).
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