¿No están un poco anticuadas estas festividades?
No, porque ante todo nos recuerdan que no somos solo ciudadanos de la ciudad terrena. El gobierno humano es real e incluso merece nuestro respeto: “Todos estén sujetos a los que tienen autoridad, porque no hay autoridad sino de Dios…” (Romanos 13, 1). Si Jesús habla de las “cosas de Dios” y de las “cosas del César”, eso significa que el César no obtuvo sus “cosas” de otra manera que de Dios. E incluso, cuando Pilato intenta imponer su autoridad —“¿No sabes que tengo poder para soltarte y que tengo poder para crucificarte?” (Juan 19, 10)—, Jesús lo pone en su lugar: “No tendrías poder sobre mí si no te hubiera sido dado de arriba” (v. 11).
Entonces, sí, el poder terrenal es real, pero es limitado. Está subordinado a una autoridad superior. Como lo estamos nosotros.
Esta autoridad superior no se fundamenta “en la voluntad del pueblo”. Tiene su fundamento en Dios y Dios no es elegido por el hombre. Está establecido por Dios sobre la verdad y el bien, porque Dios es la Verdad (Juan 14, 6) y el Bien Supremo. No está definido por el hombre ni constituido por su "elección". Quienes entran en el Reino de los Cielos, lo hacen porque su voluntad es buena, pero ni siquiera los que están en el infierno pueden derrocar el reino de Dios y establecer otro régimen. Les gustaría hacerlo —"es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo", escribió Milton (¡!)—; pero, incluso el "reino" corrupto de Satanás existe porque Dios, en su verdad, no puede permitir que el mal se presente como un “bien”.
La Resurrección dejó claro que es Dios, no el diablo o el hombre pecador, quien tendrá la última palabra en la historia. La Resurrección demostró que en última instancia triunfa el bien, no el mal. El Reino de los Cielos, por tanto, da testimonio de esta verdad última sobre la realidad de la historia humana, del universo y de todo ser.
Los seres humanos estamos invitados a entrar en ese Reino y la respuesta depende de nuestro libre albedrío. Pero el que elijamos estar a favor o en contra de Dios, no cambia el hecho de que Dios es Dios. Nosotros no lo somos y no podemos redefinir la verdad y la bondad a nuestro antojo.
María nos muestra lo que significa ser súbdito de este Reino. Su respuesta a la Anunciación —al plan de Dios sobre su vida— no fue: “Luego hablamos”. Fue un reconocimiento, en amorosa confianza, de quién es Dios y quién es Ella, un reconocimiento que culminó con la simple respuesta: “¡fiat!” (hágase). “Yo soy la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38).
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