martes, 7 de enero de 2025

La estructura de poder que sostiene al régimen se fragiliza hasta que ceda

 

La estructura de poder que sostiene al régimen se fragiliza hasta que ceda

Las ocasiones en las que actores externos prodemocracia están dispuestos a presionar suficientemente o derribar por la fuerza regímenes autoritarios son, históricamente, muy excepcionales.

La dominación es una estructura global de poder
Michel Foucault

Cuando se busca generar un cambio político, el objetivo es alterar un equilibrio de poder previo, siempre transitorio. Esto implica socavar los cimientos de la estructura de poder que lo sostiene. Al explorar estrategias efectivas y oportunidades de cambio en regímenes autoritarios como el venezolano, deben considerarse los factores y dinámicas que influyen en su estabilidad. Este texto tiene como objetivo promover una discusión sobre estos temas como parte del esfuerzo por conducir al país hacia una transición democrática. Para dar inicio, es importante subrayar un error frecuente que dificulta el análisis de los cambios políticos: la confusión entre los conceptos de régimen y gobierno. A continuación, examinamos la manera en que el poder se establece dinámicamente en diversos espacios mediante la interacción entre la estructura social y las acciones de individuos y grupos. A partir de ello, reflexionamos acerca de las formas en que se puede modificar el equilibrio de poder en regímenes autoritarios. Finalmente, analizamos cómo la interacción entre legitimidad, autoridad, coerción y obediencia puede generar dinámicas que propicien la fractura de este tipo de regímenes, una condición imprescindible para el cambio.

Régimen, no gobierno

Al hablar de régimen político nos referimos al conjunto de instituciones, normas y valores que regulan y estructuran el ejercicio del poder en una sociedad. La forma en que se toman las decisiones, se implementan las políticas públicas y se resuelven los conflictos entre diferentes actores políticos. Los criterios para clasificarlos son numerosos: cómo se distribuye y ejerce el poder; las instituciones y prácticas que regulan el acceso y uso del poder; el tipo de elecciones y el grado de participación ciudadana, entre otros. Asimismo, tanto las democracias como los regímenes autoritarios, se subdividen en distintos tipos. Cada uno con particularidades que no determinan, pero sí condicionan la continuidad y el cambio. El gobierno, por su parte, está constituido por individuos que desempeñan funciones temporales en la administración del Estado, encabezan instituciones dentro del poder ejecutivo y tienen a su cargo la responsabilidad de concebir e implementar políticas públicas. Desde un punto de vista metodológico, constituyen unidades de análisis íntimamente relacionadas pero no equivalentes. En consecuencia, gobierno y régimen político representan entidades diferentes.

Además de advertir lo inapropiado de considerar ambos términos como equivalentes, la relevancia de esta distinción reside en que la noción de gobierno resulta insuficiente para analizar a fondo los procesos de cambio y continuidad en regímenes autoritarios, ya que excluye elementos y dinámicas que trascienden sus fronteras conceptuales y son indispensables para comprender el paso de un régimen político a otro. Asimismo, señalar el error resulta útil para contrarrestar un uso intercambiable y manipulado de ambos términos con fines políticos encubiertos. Un cambio de gobierno dentro de un régimen autoritario no supone, obviamente, una transición a la democracia. Por consiguiente, utilizar constantemente «cambio de gobierno» en lugar de «cambio de régimen» podría llevar a la errónea inferencia de que este último puede lograrse a través de los métodos tradicionales de la competencia electoral propios de la democracia, lo cual es falso y contradictorio.

Estructuración y descontrucción del poder

El poder no se ubica en un lugar físico específico ni se trata de una sustancia material que se pueda «poseer». Por el contrario, se manifiesta a través de la interacción entre las acciones individuales o de grupos (agencia) y la configuración institucional en su conjunto (estructura). En esta interacción las prácticas y las estructuras sociales se influyen mutuamente. Es decir, las prácticas modelan y son, simultáneamente, modeladas por las estructuras sociales. A través de procesos que se caracterizan por la cooperación, la competencia y la confrontación, el poder se “estructura” y “desestructura”, alterando la configuración y distribución de roles, capacidades y recursos. La estructura de poder resultante recompensa, incentiva, restringe y sanciona diferentes prácticas y establece fronteras sobre lo que es posible, aceptable o deseable. Intervienen en ello tres procedimientos básicos: interpretar (otorgar significados);  legitimar (normas), y controlar (vigilar y proteger, individuos y recursos), lo que se traduce en dominación. Las formas específicas que adquiere la estructura de poder difieren notablemente entre regímenes democráticos y autoritarios (así como de un régimen autoritario a otro). Por eso, realizar para cada caso un análisis detallado y preciso de ello resulta crucial para definir estrategias dirigidas a alterar el equilibrio político en distintos tipos de regímenes

El poder también puede ser representado en términos «geométricos». Es decir, como un conjunto de fronteras sociales que delimitan los campos o espacios de acción posibles. Algunos abiertos o accesibles y otros cerrados o restringidos, dependiendo siempre del tipo de régimen. Los medios de comunicación, por ejemplo, suelen ser espacios abiertos en regímenes democráticos y cerrados -en mayor o menor medida- en regímenes autoritarios. El paso de los primeros a los segundos puede lograrse mediante la creación de espacios alternativos, los cuales se generan a través de acciones oportunas y pertinentes, como manifestaciones, protestas o desobediencia civil, entre otras. Estos actos se convierten en puntos de entrada. Al examinar minuciosamente las condiciones presentes en los diferentes espacios, es posible identificar ventanas de oportunidad para intervenir en ellos y catalizar transformaciones. Plantear algunas preguntas puede facilitarnos esa labor. Por ejemplo, ¿Cómo y quién bloquea sistemáticamente el cambio? ¿Cuáles son los actores críticos o indispensables? ¿Qué actores son importantes pero no decisivos? ¿Qué motivaciones e intereses tienen? ¿Cómo pueden movilizarse en función de un cambio político? También surgen interrogantes como: ¿Qué discursos, percepciones y creencias fundamentan las normas y prácticas que sostienen la estructura de poder asociada al régimen? ¿Qué grado de aceptación y legitimidad tienen? ¿Qué estrategia podríamos seguir para subvertirlo?

En síntesis, las relaciones de poder operan y prevalecen detrás de la fachada institucional, manifestándose de diversas formas, visibles, invisibles y ocultas fluyendo a través de distintos espacios (cerrados, abiertos, alternativos) y niveles (local, nacional, global). Todo poder busca legitimarse y discurre de manera dinámica entre la obediencia, la desobediencia y la punición. Es decir, dominar y ser obedecido depende de la capacidad de persuadir (formación de representaciones, creencias, percepciones, identidades, etc) y reprimir (vigilar, controlar e inhibir actos). Tanto la persuasión como la represión son, desde un punto de vista político, actos comunicativos. Por tanto, el campo de batalla político reside en la intersección y confluencia de formas y espacios, teniendo presente cuáles son las fuentes del poder. Es ahí donde el trabajo político debe enfocarse para modificar el balance de poder existente y, en última instancia, facilitar o hacer posible la transición hacia un régimen democrático.

El poder y el cambio político

En la mayoría de los regímenes autoritarios, incluyendo el venezolano, se observa una reproducción formal de la infraestructura institucional típica de los regímenes democráticos. Dependiendo del tipo de régimen autoritario en consideración, esto puede involucrar una división del poder ficticia y una competencia electoral mínima o inexistente, marcada por la utilización de diversas modalidades de fraude. La existencia de espacios democráticos espurios no se traduce, desde luego, en una participación ciudadana efectiva ni en pluralismo político. Aunque la oposición sea tolerada institucionalmente, los regímenes autoritarios disponen de una variedad de instrumentos para debilitarla o mediatizarla: inhabilitación de líderes, fomento de divisiones, cooptación de algunos sectores, entre otros. A través de la utilización de estos instrumentos, los procesos electorales suelen convertirse en oportunidades para legitimar las instituciones autoritarias y disminuir los niveles de represión que, de lo contrario, serían necesarios. En virtud de todo lo anterior, los procesos electorales asociados con cambio de gobierno entre oficialismo y oposición en regímenes democráticos están lejos de constituir, en regímenes autoritarios, mecanismos consistentes para producir transiciones democráticas. En algunos contextos y dependiendo de otros factores, los procesos electorales pueden representar, en el mejor de los casos, una ventana de oportunidad para desestabilizar la estructura de poder.

Los regímenes autoritarios, en síntesis, batallan en todas las arenas políticas. Aunque los caracterice su naturaleza represiva, recurren con frecuencia al uso fraudulento de distintas formas y procedimientos democráticos, la construcción de narrativas y el trabajo ideológico, para legitimarse. Por el contrario, los movimientos democratizadores no solo se ven limitados por la falta de recursos de poder y acceso a espacios restringidos, también suelen evitar o renuncian al complejo y peligroso trabajo requerido para penetrarlos y conquistarlos. Al no desarrollar los medios indispensables para alcanzar sus objetivos, estos movimientos terminan dependiendo de “cisnes negros” o actores externos. Las ocasiones en las que actores externos pro-democracia están dispuestos a presionar suficientemente o derribar por la fuerza regímenes autoritarios son, históricamente, muy excepcionales. En términos generales, las intervenciones militares destinadas a propiciar un cambio de régimen y facilitar transiciones hacia la democracia representan empresas costosas e inciertas para cualquier estado, más allá de la posibilidad de lograr un éxito inicial.

Desde la perspectiva de la oposición, la posibilidad de cambio político en regímenes autoritarios depende fundamentalmente de la habilidad de individuos, grupos y movimientos democráticos para trabajar de manera simultánea sobre las distintas fuentes del poder, creando y utilizando espacios alternativos para penetrar espacios cerrados. La estructura de poder que sostiene al régimen no se reproduce. Se contesta y deconstruye. De afuera hacia adentro, se fragiliza hasta que ceda. Para lograrlo, hay que identificar los espacios que deben ser conquistados y aquellos desde los cuales se puede avanzar. Además, se precisa movilizar a actores clave dentro de una nueva coalición en contra del statu quo. Por último, es esencial capitalizar las oportunidades que se presenten, ya sean cambios significativos o repentinos en las condiciones sociales, procesos de sucesión en el liderazgo autoritario o crisis hegemónicas, divisiones dentro del bloque de poder, tanto verticales (fracturas entre niveles jerárquicos) como horizontales (brechas entre miembros de la cúpula), o una combinación de ambas; así como contextos internacionales favorables y la aparición de aliados externos, entre otros factores.

Para resumir, es crucial identificar puntos estratégicos de entrada y ejecutar secuencias de intervención que faciliten el paso de espacios alternativos a espacios cerrados, lo cual incluye al aparato de seguridad del Estado, particularmente las Fuerzas Armadas. A menos que la transición democrática sea desencadenada por una intervención externa, el cambio político no puede materializarse sin una fractura interna en el bloque de poder. La elaboración de cualquier estrategia de transición hacia la democracia debe partir de este supuesto.

La política, el poder y la violencia

La relación entre la violencia y la política, así como su conexión con el poder, la autoridad y la legitimidad, ha sido tema de intensos debates, tanto desde perspectivas normativas como empíricas.  La legitimidad de la autoridad reposa en la percepción de su conformidad con las normativas legales y sociales. Sin embargo, la ley no surge ni se establece por sí misma. Es instituida por una autoridad que, en muchos casos, tiene sus raíces en procesos y estructuras históricas no necesariamente (o en principio) legales. La institución de la ley puede entenderse, visto así, como el resultado de un acto de fuerza, lo que plantea interrogantes acerca de su legitimidad. Desde una perspectiva genealógica y mediante un análisis crítico en el que se deconstruye el concepto, se puede argumentar que la autoridad, en su origen, tanto de forma implícita como manifiesta, se establece a través de actos de violencia en los que se entrelazan manifestaciones simbólicas y materiales. Por ende, la violencia, ya sea en forma de coerción o como uso legítimo de la fuerza, es inmanente al establecimiento y ejercicio del poder político.

La violencia política es un acto comunicativo destinado a influir en las decisiones de otros, diferenciándose así del simple uso de la fuerza bruta. Su principal objetivo no es castigar o reprimir, sino disuadir al otro. La respuesta puede variar, desde la resistencia hasta la sumisión. Su uso conlleva riesgos. Las reacciones pueden ser imprevistas, tanto entre quienes la padecen como entre quienes la administran, pudiendo incluso erosionar lealtades en lugar de mantenerlas o consolidarlas, quebrar la obediencia. Sobre todo si se emplea a gran escala. Cuando es puramente coercitivo, el poder tiende a erosionarse, por lo que nunca cesa en su esfuerzo por legitimarse, incluso en regímenes autoritarios. La democracia se distingue por su capacidad para transferir o hacer circular el poder entre élites de manera pacífica. Sin recurrir a la violencia, siendo esta su principal virtud. Por el contrario, en los regímenes autoritarios, la violencia o la amenaza de su uso actúan como el árbitro final de la política, en mayor o menor medida según el tipo de régimen específico.

Teniendo presente las implicaciones de todo lo expuesto previamente, podría afirmarse que la persistencia de regímenes autoritarios no competitivos a lo largo del tiempo obedece, finalmente, a dos motivos principales. Primero, la ausencia de mecanismos institucionales efectivos que faciliten, obliguen y garanticen el traspaso de poder entre gobierno y oposición, una condición inherente a estos regímenes. En segundo lugar, la carencia de medios de disuasión en manos de opositores o disidentes que persuadan a la élite autoritaria, o al menos a una fracción de ella, sobre la necesidad de ceder el poder o los riesgos de resistirse al cambio. La falta de medios de disuasión creíbles dificulta en gran medida que los sectores más conservadores del régimen accedan a negociaciones o acepten condiciones para una transición democrática. Además, para que sean eficaces, estos medios de disuasión deben dirigirse hacia aspectos cruciales relacionados con la supervivencia del régimen. En regímenes autoritarios, la disuasión suele estar relacionada con la posibilidad o el surgimiento de una fractura interna capaz de desencadenar procesos de violencia con resultados inciertos. Fomentar percepciones vinculadas a esta fractura y promover su materialización de manera oportuna y en un contexto adecuado son elementos esenciales de una estrategia para aumentar las posibilidades de una transición hacia la democracia.

LA GRAN ALDEA

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