Son ya muchos los llamamientos internacionales sobre la situación venezolana. El más reciente y conocido ha sido el que hiciera el papa Francisco durante su mensaje Pascual desde la plaza de San Pedro haciendo un llamado a los responsables del destino político del país a que «se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos». Sin embargo, estas palabras chocan con la persistente actitud del gobierno central y los poderes públicos de generar continuamente un choque de poderes que hace precaria a la gobernabilidad y van creando una emergencia humanitaria.
Al final de su mensaje, el Papa pidió «asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos». Esto habla de la responsabilidad que tienen los gobernantes de un país en proveer las condiciones necesarias para el desarrollo integral de sus ciudadanos. Que un Papa pida por esto significa reconocer que tales condiciones no existen o no se dan de modo pleno en la actualidad.
Todos anhelamos una sociedad donde no reinen la violencia y el miedo; donde las condiciones de vida y trabajo favorezcan el desarrollo personal de cada uno y permitan un futuro mejor; una sociedad con instituciones que no cedan a la impunidad y la corrupción, y que puedan colaborar recíprocamente.
Hay que romper con dos falsas premisas. Por una parte, creer que la paz pueda llegar por medio de la imposición de una ideología política. Por otra, ante la desesperanza, creer en que sirve recurrir a nuevos Mesías políticos o salidas rápidas que no pasen por un proceso de transición democrático y no traumático.
No podremos alcanzar una paz individual plena —espiritual y material— sin lograr la paz social, porque la paz no se impone, sino que se construye con palabras y gestos, con voluntades políticas y acciones personales. Aún más, no habrá paz mientras no haya justicia, porque ésta es la condición sine qua non para que puedan existir el bienestar y la felicidad que hagan de la paz una realidad permanente. Esta es la condición previa a toda «cultura del encuentro». De otro modo, lo que se logre será siempre provisorio y destinado a un fracaso a corto o mediano plazo, produciendo un ciclo de violencia y cambios traumáticos para el país.
Si tomamos como modelo humano a Jesús, encontraremos que tanto la felicidad personal como el bienestar social son posibles en dos tipologías de sujetos. Primero, en «los que trabajan por la paz». Segundo, en «los perseguidos por causa de la justicia» (Mt 5,9-10), es decir, en los que se ponen del lado de las víctimas y no de los victimarios. La paz es el único camino que nos llevará a la felicidad, y ésta solo la podrán disfrutar quienes sean constructores de la paz y defensores de las víctimas.
Creer que podemos vivir tranquilos, sin problemas, mientras son tantos los que carecen de los bienes básicos, es un falso irenismo. Jesús lo comprendió al sentarse a comer con todos, sin excluir; al asumir la causa de las víctimas y de los enfermos; cuando no justificó lo injustificable y, con humildad, oró por un cambio, sin ceder ante los chantajes de políticos y religiosos que vivían de los beneficios de su status quo.
Optar por una vida así, que clame justicia y anhele bienaventuranza, implica un verdadero conflicto de fidelidades porque exige la coherencia moral debida frente al rechazo de sistemas políticos que se empeñan en la lógica del poder y se olvidan de las necesidades reales de las personas. Ciertamente no hay paz sin consecuencias, pero únicamente apostando por ella podremos alcanzar un bienestar social, espiritual y material.
Doctor en Teología
@rafluciani
rlteologiahoy@gmail.com
Al final de su mensaje, el Papa pidió «asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos». Esto habla de la responsabilidad que tienen los gobernantes de un país en proveer las condiciones necesarias para el desarrollo integral de sus ciudadanos. Que un Papa pida por esto significa reconocer que tales condiciones no existen o no se dan de modo pleno en la actualidad.
Todos anhelamos una sociedad donde no reinen la violencia y el miedo; donde las condiciones de vida y trabajo favorezcan el desarrollo personal de cada uno y permitan un futuro mejor; una sociedad con instituciones que no cedan a la impunidad y la corrupción, y que puedan colaborar recíprocamente.
Hay que romper con dos falsas premisas. Por una parte, creer que la paz pueda llegar por medio de la imposición de una ideología política. Por otra, ante la desesperanza, creer en que sirve recurrir a nuevos Mesías políticos o salidas rápidas que no pasen por un proceso de transición democrático y no traumático.
No podremos alcanzar una paz individual plena —espiritual y material— sin lograr la paz social, porque la paz no se impone, sino que se construye con palabras y gestos, con voluntades políticas y acciones personales. Aún más, no habrá paz mientras no haya justicia, porque ésta es la condición sine qua non para que puedan existir el bienestar y la felicidad que hagan de la paz una realidad permanente. Esta es la condición previa a toda «cultura del encuentro». De otro modo, lo que se logre será siempre provisorio y destinado a un fracaso a corto o mediano plazo, produciendo un ciclo de violencia y cambios traumáticos para el país.
Si tomamos como modelo humano a Jesús, encontraremos que tanto la felicidad personal como el bienestar social son posibles en dos tipologías de sujetos. Primero, en «los que trabajan por la paz». Segundo, en «los perseguidos por causa de la justicia» (Mt 5,9-10), es decir, en los que se ponen del lado de las víctimas y no de los victimarios. La paz es el único camino que nos llevará a la felicidad, y ésta solo la podrán disfrutar quienes sean constructores de la paz y defensores de las víctimas.
Creer que podemos vivir tranquilos, sin problemas, mientras son tantos los que carecen de los bienes básicos, es un falso irenismo. Jesús lo comprendió al sentarse a comer con todos, sin excluir; al asumir la causa de las víctimas y de los enfermos; cuando no justificó lo injustificable y, con humildad, oró por un cambio, sin ceder ante los chantajes de políticos y religiosos que vivían de los beneficios de su status quo.
Optar por una vida así, que clame justicia y anhele bienaventuranza, implica un verdadero conflicto de fidelidades porque exige la coherencia moral debida frente al rechazo de sistemas políticos que se empeñan en la lógica del poder y se olvidan de las necesidades reales de las personas. Ciertamente no hay paz sin consecuencias, pero únicamente apostando por ella podremos alcanzar un bienestar social, espiritual y material.
Doctor en Teología
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