jueves, 3 de septiembre de 2015

De “bachacos” y otros “bichos” (A Bug's Life)

De “bachacos” y otros “bichos” (A Bug's Life)

Después de que, con la magia de sus fábulas, Esopo transformara las relaciones propias de la naturaleza animal en aquello que Hegel define como la “segunda naturaleza” –es decir, como “el conjunto de las relaciones sociales”, la vida social propiamente dicha–, la mayor parte de los grandes autores de la literatura infantil y juvenil hicieron de su obra el modelo referencial, inspirador, de todo ese copioso, rico y multicolor género literario. Desde entonces, y no sin asombro, todas las especies animales comenzaron a “hablar” la mismísima lengua de los humanos, manifestando pensamientos y valores exclusivos del “zoon politikón”, según la vieja definición aristotélica. De pronto, insectos, aves, peces, anfibios o mamíferos –da lo mismo– dieron el “salto cualitativo”: fueron convertidos en “animales políticos”, capaces de dar lecciones de moralidad y civilidad, sin duda, a los más pequeños, pero, sobre todo, a los adultos.
Por si fuese poco, con el siglo XX “el hechizo” de la tecnología los sacó de los libros, donde se hallaban confinados, y los introdujo en las pantallas de cine. La genial audacia de Walt Disney consistió en sacarlos de los viejos volúmenes empastados, o de las ediciones populares, con el objetivo de mostrar la incontrovertible autenticidad de su “rostro humano”. Esa misma “arte poética”, para decirlo con Vico, ha proseguido su marcha con agigantados pasos durante los últimos tiempos, gracias al “descubrimiento” de la animación computarizada. Un ejemplo emblemático lo representa el film A Bug’s Life, traducida al español como Bichos, una aventura en miniatura, de 1998, fecha, por cierto, de triste recuerdo para los venezolanos. En ella, como se sabe, los bachacos se enfrentan con las nocivas langostas a objeto de defender no solo sus alimentos sino, incluso, su tradicional modo de vida y hasta su propia subsistencia. Por cierto, más allá de la fábula, conviene advertir que cualquier parecido con la realidad “1.0”, es decir, la estrictamente “humana”, no es mera coincidencia.
Los especialistas denominan “Atta laevigata” a esa laboriosa, paciente y disciplinada especie de “bichos” que en Colombia recibe el nombre de “hormiga culona” y en Venezuela de “bachaco culón”. El traslado, a través de largas distancias, de un sitio a otro en línea recta, llevando sobre sus espaldas alimentos y enseres es, quizá, la característica más resaltante de estos incansables marchantes. Al ver las tribus aborígenes atravesando de un lado al otro la frontera, cargando sobre sus hombros, en ordenada fila, alimentos y otros utensilios, la jocosa agudeza mental del pueblo zuliano no tardaría en equipararlos con los hacendosos bachacos. De ahí en adelante, la costumbre devino acción continua, expresión de una forma peculiar de fuerza productiva. El “bachaco”, para poder serlo, de hecho, tiene que “bachaquear”. No hay pintor que no pinte, ni escritor que no escriba. Ser es hacer.
El término en cuestión –el “bachaqueo”– es, en consecuencia, de muy vieja data, tanto como la presencia, en estas tierras, de los amerindios. No importa la dirección del flechado. Depende de la más o menos natural intuición, del sentido, de la oferta y la demanda. Para un guajiro, por ejemplo, no es asunto de fronteras. De hecho, no tiene el mismo concepto de “límites” que el de quienes fijan puntos y rayas sobre los mapas. Que en días recientes –y bajo la actual condición menesterosa que padece el país, cual peste generada por cierto tipo de langostas– se haya popularizado su praxis no significa que se trate de un fenómeno reciente. Lo que tal vez sea reciente es su desbordada masificación, la que, por cierto, ahora se pretende demonizar. De antigua costumbre particular, el “bachaqueo” ha crecido y concrecido por todo el territorio venezolano. La necesidad guía su desbordamiento. Pero, por eso mismo, se ha puesto en evidencia el hecho de que el “bachaqueo” no es la causa sino la consecuencia necesaria de políticas de un Estado que carece de políticas de Estado, y que, en última instancia, sustenta su talante probadamente fascista sobre su nervio central, su determinación tipificante, a saber: la energía destructiva, aquello que Hanna Arendt concibe como “la banalidad del mal”.
Hasta hace muy poco tiempo, los que hoy son señalados como “bachaqueros”, identificados con los paramilitares colombianos, considerados como los culpables de la tal “guerra económica”, en fin, como los enemigos jurados de la patria, eran acusados de “raspar” cupos de dólares por la Internet. Entonces no eran llamados “bachaqueros” sino “raspacupos”, y, por supuesto, también en su hora fueron acusados como enemigos de la nación, como “agentes del imperialismo yanqui”. También ellos llegaron a ser objeto de la propaganda satanizadora del régimen: eran –nada menos– los responsables directos de que el país se quedara sin recursos ni reservas internacionales. No había papel higiénico porque los “raspacupo” se habían gastado los dólares que el “generoso” Estado les había otorgado. Ahora no solo no hay papel higiénico. Y es que el “no hay” se ha convertido en el “santo y seña” habitual del país, en supermercados, abastos, clínicas, farmacias, ferreterías, tiendas, etc. Pero esta vez la culpa la tienen los “bachaqueros”, y no su tristemente célebre figura fenomenológica precedente.
El insulto a la inteligencia es la brújula que guía los pasos de este sombrío régimen, que, cual plaga de langostas, ha hecho de la miseria la gran industria nacional venezolana. Son tan coherentes con la producción masiva de pobreza que si tomaran la decisión de enlatarla y colocarla como producto de exportación en los mercados internacionales, muy probablemente se verían obligados a presentar la quiebra inexorable de la empresa. La verdad es que se mantienen firmes en esa lógica ilógica de colocar la carreta delante de los bueyes, poniendo los efectos donde van las causas y las causas donde van los efectos, auxiliados –¡eso sí!– por una inmensa maquinaria publicitaria que, en otros tiempos y bajo circunstancias muy diversas, ellos mismos denunciaban como los “aparatos ideológicos del Estado”, siguiendo, para ello, las “lecciones” del padre putativo del “materialismo histérico”: Louis Althusser.
Conocidos en otros tiempos en el exterior como los “tá barato”, los venezolanos acostumbraban salir de “shopping” internacional. Compraban todo tipo de mercancías. Muchos traían cosas con el propósito de revenderlas y obtener algunas ganancias. Esa es, poco más o menos, la lógica del mercado, o, si se prefiere, del “bachaqueo”. En economía recibe el nombre de intercambio comercial, una labor tan antigua como la propia humanidad. El dios Hermes –o Mercurio– es testigo fiel de tal empresa. Lo curioso es que ni los norteamericanos, ni los latinoamericanos ni los europeos llegaron a cerrar sus fronteras para evitar que los “bachaqueros” venezolanos siguieran comprando. Todo lo contrario, estaban felices. Y es probable que, de haber sabido que “bachaqueaban”, la tendera, desde la caja registradora, hubiese exclamado, no sin cierta amabilidad: “You’re welcome!”.
@jrherreraucv


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