Mi visita a Medjugorje se dio de forma inesperada, aterricé en medio de un día de fiesta en los Balcanes, bien bronceado, con toda la pinta de un turista, gafas de sol y cámara en mano.
Cuarenta millones de peregrinos en 30 años, en el centro de un país todavía muy marcado por un conflicto de guerra. La mente llena de argumentos a favor y en contra del fenómeno de las apariciones de la Virgen María, alimentado en varios libros leídos antes de viajar, llegué al lugar, una especie de Lourdes de Bosnia donde las piscinas están reemplazadas por confesionarios, con las ideas muy dividas sobre el tema. El fervor no es el mismo: rosarios, marchas hacia la Colina de las Apariciones, adoración, alabanza... todo está allí. Y por supuesto: ¡las conversiones!
Como católico practicante, esperaba sólo cuatro días de retiro espiritual. La santa Virgen quiso otra cosa: descubrí la conversión. Escribo esto hoy desde el seminario al que acabo de entrar, tras el llamado de María en Medjugorje
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