La tendencia es irreversible
No en vano el libro Contra el golpe, la dictadura militar y la guerra civil fue publicado en Caracas en 1998, poco antes de que un electorado enajenado llevara a la presidencia del país, por la vía del sufragio democrático, a un enemigo mortal de la democracia. Su autor, Manuel Caballero, crítico implacable de los golpistas del 92, fue acaso el primero con suficiente visión para entender la tragedia que se cernía sobre la patria de Bolívar: un pueblo suicida se rendía a los embrujos de un alucinado energúmeno que se hacía llamar “bolivariano” y que, no obstante, mostraba en cada sesgo que “moral y luces” eran, precisamente, sus primeras necesidades, sus mayores carencias.
Muy a pesar del visionario Caballero, nuestra suerte estaba echada y, embarcados en una carrera loca hacia el abismo, ya era irreversible la tendencia a materializar –por enésima vez en nuestra historia– lo que alertaba el mero título de su libro: el golpe a la república, la dictadura militar y esta virtual guerra civil que nos viene aniquilando. Que semejante caterva de apátridas maleantes comenzara desde el poder el desmantelamiento de la institucionalidad republicana y el saqueo de todo lo saqueable, con el aplauso en masa de más de la mitad de la población, no hizo sino corroborar la vieja máxima de que “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, o, según la variante de André Malraux: “No es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen”.
O esta otra, de Jacinto Benavente: “Los pueblos débiles y flojos, sin voluntad y sin conciencia, son los que se complacen en ser mal gobernados”, y vaya complacencia y alcahuetería la que esta nación de masoquistas le prodigó al peor traidor de todos sus tiempos durante tres lustros de vejaciones descaradas. En fin, qué mejor que citar a José Martí, convertidos como fuimos, por obra del chavismo, en una vulgar satrapía cubana: “Pueblo que soporta a un tirano, lo merece”. Frases todas que suelen molestar a esos mismos pueblos, como el cubano o nosotros, que creemos tener el derecho a un mejor “destino” y no nos preguntamos con honestidad si de verdad hemos hecho méritos para tal cosa.
Sin embargo, la caja de Pandora da para todo y dicen que no hay mal que dure cien años. Así como el mandato de destrucción fue irreversible desde que la peste chavista se hizo del poder, y así como han sido irreversibles los delitos electorales de la dictadura, así mismo luce ahora irreversible su propia debacle. Las atrocidades y malandradas cada vez más obscenas de estos criminales arrojan una luz para indicarnos que no todo está perdido: quienes se sienten cada vez más perdidos son ellos y por eso arremeten con furia, se arrebatan como hampones a los que se les va estrechando el cerco, por más que sigan detentando poder, y seguirán delinquiendo sin parar contra toda posibilidad de restauración republicana, como ocurre con su infame negación de los derechos electorales porque todas las tendencias son irreversibles en su contra. He allí, quién sabe si paradójicamente, nuestra patética esperanza de escapar del laberinto: la locura de la bestia, su desenfreno absoluto.
Está claro que tienen el país secuestrado. Mantener el poder “como sea” es su salvoconducto para no rendir cuentas ante la justicia internacional y el precio del rescate –devolver el país para refundar la república– podría ser el peor escupitajo en la dignidad colectiva: “Ni un día de cárcel”, como dicen sus cofrades terroristas de las FARC; ni un dólar devuelto de todos los centenares de miles de millones robados; ni una mínima disculpa; ni una pizca de resarcimiento por sus crímenes de lesa patria y lesa humanidad. Es decir, la misma impunidad que han concedido como gracia al crimen rampante. No obstante, antes de llegar a esa eventualidad, es bueno saber que hoy, sin ninguna duda, están entrampados en su propia perversidad y no hay redención posible para ellos. No hay forma de recular porque hace mucho pasaron el punto de no retorno. Es un movimiento irreversible. Su estrategia de supervivencia es tan clara como clásica: a mayor daño infligido a la víctima –el país–, mayor capacidad para negociar la entrega del rehén.
Solo que el logos psicopático no contempla nunca renunciar a sus designios, ya sean delirio o mera criminalidad. Al contrario, se pisa el acelerador del horror. Cuando una mente enferma, adicta al poder y adicta también al mal que puede perpetrar desde el poder, traspasa el límite del no retorno, significa literalmente eso: no hay vuelta de hoja y su única certeza es la perdición. Medio mundo cree en la bondad intrínseca del ser humano; en el otro medio mundo sabemos que existe el mal en estado puro. Los cándidos se preguntan si a esta gente tan pérfida (la nomenclatura chavista) la conciencia la deja dormir; los maliciosos estamos seguros de que sus horrores son un bálsamo que los nutre. En todo caso, si algo les quita el sueño no es esa “conciencia” que no tienen, sino el temor de que todo se desplome de repente y tengan que huir como ratas sin saber adónde.
El escritor y bloguero cubano Orlando Luis Pardo Lazo nos ha hablado varias veces a los venezolanos, con su verbo oscuro y en el súmmum del pesimismo, desde su experiencia en el infierno de los Castro. En “El Minint cubano: mentira, muerte, maldad” (marzo de 2014), Pardo Lazo nos recordaba que la violencia comunista era irreversible: “No se sale del castrismo por la vía pacífica. El castrismo se encarga de que en la práctica no haya salida pacífica posible”. Reconocía la sinceridad de esa dictadura –“¡Socialismo o muerte!”– y nos advirtió: “Venezolanos: un ejército de cubanos trabajan hoy día y noche, probablemente amenazados de muerte por la contrainteligencia del propio régimen –como amenazada de muerte puede estar la élite bolivariana–, para que la dictadura venezolana no caiga”.
Con G2 o sin este, es reconfortante imaginar que, en efecto, la élite bolivariana pueda vivir bajo una constante amenaza de muerte por parte de la misma dictadura. Refresca pensar que quienes regentan los poderes públicos como lupanares, y que desde el 6-D le han declarado la guerra al único poder donde predominan voces democráticas, tal vez actúan no con la naturalidad y los matices de un malandro cualquiera, sino bajo la presión atosigante de los capos de la banda. Así son estas mafias: quienes entran en el negocio no tienen otra salida que la de sapos protegidos por el Imperio yanqui. Es irreversible y están condenados.
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