Los orígenes del 25 de diciembre
El 25 de diciembre era celebrado por varias culturas antiguas miles de años antes del nacimiento de Jesús. Su conversión en fiesta cristiana data del siglo IV de nuestra era.
Caracas.-El 25 de diciembre es para muchos el día más feliz del año, pues se conmemora la fecha del nacimiento de Cristo, motivo central de la Navidad.
Pero lo cierto es que no se sabe el momento preciso de la llegada de Jesús al mundo, ya que la Biblia no lo menciona. El día que actualmente celebramos es una fecha de conveniencia establecida varios siglos después de la muerte de Cristo como parte de un proceso de asimilación de costumbres tan antiguas como la misma existencia del ser humano, pero que a grandes rasgos celebraban lo mismo que nosotros en diciembre: la llegada de una nueva esperanza de vida y prosperidad.
Solsticio de invierno
No es casualidad que Halloween y Navidad se celebren en fechas tan cercanas entre sí, pues ambas festividades tuvieron su origen en ancestrales ritos relacionados con la temporada más dura del año: el invierno.
Los diversos pueblos antiguos, cuya economía era fundamentalmente rural y agraria, notaban que desde mediados de año y hasta diciembre los días se volvían más cortos en favor de las noches. Aumentaba el frío, los árboles perdían su follaje, la tierra se volvía improductiva y el alimento escaseaba. En suma, daba la impresión de que la naturaleza moría.
Este proceso se revertía a partir del 21 de diciembre, fecha del llamado “solsticio de invierno” cuando la oscuridad llegaba a su clímax y los días empezaban progresivamente a ganar terreno hasta desembocar en la primavera y el regreso de la fecundidad a la tierra. Por ende, las antiguas civilizaciones precristianas celebraban por esas fechas diversas ceremonias destinadas a festejar la resurrección de la naturaleza y el renacimiento del sol, cuyos rayos se buscaba estimular para que garantizaran un año más de buenas cosechas. En nuestros días quedan rastros de estos ritos cuando cada 21 de diciembre se celebra la llegada del espíritu de la Navidad.
Los pueblos nórdicos celebraban el Yule, fiesta que duraba 12 días y giraba en torno a grandes celebraciones, encendido de hogueras para animar al sol renacido y la quema de un tronco de roble especialmente seleccionado para garantizar la buena fortuna.
Los romanos festejaban la Saturnalia entre el 17 y el 23 de diciembre y en ella hacían muchas de las cosas que hoy hacemos en Navidad: se decoraban las casas con guirnaldas, se efectuaban juegos de azar, se paralizaba el trabajo, se intercambiaban regalos y se invertían las clases sociales, pues los amos pasaban temporalmente a servir a sus esclavos. A juicio de Desmond Morris, esta fiesta romana es la antecesora directa de las actuales “fiestas de oficina” decembrinas.
Asimismo, tuvo lugar un proceso fundamental para la actual datación de la Navidad: Como el sol, a juicio de muchos especialistas, fue la primera gran divinidad adorada por las antiguas civilizaciones, no resulta extraño que en ese proceso muchos de sus principales dioses, reformadores y héroes fueran asociados al astro rey. Así, se llegó a conmemorar el nacimiento de varios de ellos en las mismas fechas del solsticio de invierno y la actual Navidad, entre los días 21 y 25 de diciembre. La lista es larga: Osiris, Horus, Hércules, Adonis, Apolo o Dionisos, entre muchos otros, eran festejados en nuestras jornadas decembrinas.
En la antigua Roma adquirieron notoriedad dos cultos que supusieron una importante competencia para el cristianismo primitivo: Por una parte Mitra, deidad de origen persa muy apreciada por los militares romanos, guardaba grandes parecidos con Jesucristo: nacía el 25 de diciembre, traía la salvación al mundo, era intermediario entre Dios y los hombres y un larguísimo etcétera.
Asimismo, a partir del siglo III el emperador Aureliano decretó el 25 de diciembre como día dedicado al nacimiento del “Sol Invictus”, o “Sol Invencible”.
Había, pues, toda una carga mítica centrada en la época navideña mucho antes de que ésta existiera.
Llega el cristianismo
En los primeros tres siglos de historia del cristianismo no hubo interés en celebrar el nacimiento de Jesús. Se desconocía la fecha exacta y lo realmente importante era el misterio de su muerte y resurrección. Tampoco se celebraban los cumpleaños, cosa que se nota en el actual santoral, pues las fiestas de los diversos santos del catolicismo no corresponden a sus nacimientos, sino a sus muertes.
Por supuesto, no dejó de haber curiosidad al respecto y se propusieron diversas fechas de enero, marzo, junio, abril, agosto o mayo. Pero esto llegó a ser mal visto. El teólogo Clemente Alejandrino consideró que pretender averiguar la fecha del nacimiento de Jesús era pecar de “exceso de curiosidad” y el papa Fabián incluso tildó de “sacrílegos” a quienes persistieran en dicho intento.
En todo caso, el 25 de diciembre no era de las candidatas mejor consideradas por una simple razón: El evangelio de Lucas (capítulo 2, versículo 8) precisa que los pastores que veneraron a Cristo recién nacido velaban al aire libre cuidando sus rebaños. Como en diciembre hace mucho frío y llueve en exceso en Palestina, no era probable que el nacimiento divino ocurriera en esa fecha, sino en un momento más cálido del año, cuando se pudiera pernoctar al raso sin problemas.
Ya entrado el siglo IV, cuando la Iglesia se erigió como potencia dominante de Occidente, la necesidad de establecer una fecha para el nacimiento de Cristo se hizo imperativa. Una de las principales estrategias de los líderes eclesiásticos para tener éxito en su proceso de evangelización era aceptar en apariencia los antiguos ritos paganos, pero en la práctica irlos minando poco a poco hasta cristianizarlos por completo.
Día y año
Como varios de los más importantes competidores paganos de Jesús, entre ellos los mencionados Mitra y "Sol Invictus", celebraban sus ritos centrales el 25 de diciembre, para muchos resultó obvio que nada tendría de malo poner a nacer formalmente a Jesús ese día (obviando los inconvenientes climáticos antes referidos) y así contrarrestar y eliminar el recuerdo de aquellas “falsas divinidades” en pro de la única divinidad verdadera. Dejar de festejar el nacimiento del sol y pasar a celebrar el cumpleaños del “creador del sol” tenía todo el sentido en este contexto.
Entonces Julio I, papa entre los años 337 y 352, decidió de forma definitiva fijar la fecha del nacimiento de Jesucristo en la noche del 24 al 25 de diciembre.
Dos siglos más tarde otro papa, Juan I, encomendó a un monje llamado Dionisio el Exiguo la tarea de averiguar el año exacto del nacimiento de Cristo. Partiendo del modo romano de computar el tiempo (contando los años transcurridos desde la fundación de Roma), Dionisio dictaminó que Jesús había venido al mundo el 25 de diciembre del año 753 de la fundación de Roma, que pasó a ser el Año Uno del nuevo calendario cristiano.
Pero luego se descubrió que Dionisio incurrió en diversos errores de cálculo y que el verdadero momento del nacimiento debió ser unos 6 o 7 años "antes de Cristo". Por ende, aunque el próximo año será 2017, en realidad debería ser 2023 o 2024. Pero es difícil que eso cambie a estas alturas de la historia.
El Pesebre
Directamente asociado a la celebración del nacimiento de Jesús está su recreación artística mediante el entrañable pesebre que cada año rivaliza con el árbol navideño de nuestras salas y espacios públicos.
Aunque desde los primeros tiempos del cristianismo se representó el nacimiento del Salvador en las catacumbas, la costumbre de instalar pesebres data del siglo XIII y tuvo al más ilustre de los iniciadores: San Francisco de Asís, fundador de la orden franciscana, poeta, gran amigo de los animales y el primer estigmatizado de la historia de la Iglesia.
En 1223, tres años antes de su muerte, Francisco quiso celebrar la misa de Nochebuena en Greccio, una localidad del centro de Italia a la que tenía gran estima. Tras obtener el permiso del dueño del lugar y la autorización de papa Honorio III, Francisco dispuso en una gruta una imagen del niño Jesús en un pesebre con paja debajo del altar, así como una mula y un buey reales. La ceremonia fue tan emotiva que entre los asistentes hubo quien creyó que el niño cobraba vida milagrosamente.
A partir de este hecho, la costumbre de reproducir el nacimiento de Jesús mediante figuras se hizo popular entre los franciscanos. De ahí pasó a las familias nobles y eventualmente se volvió un hábito en los hogares privados, establecimientos comerciales y dependencias estatales. El pesebre más antiguo conservado data de 1291 y es obra de Arnolfo di Cambio. Las esculturas de tamaño natural pueden verse hoy en la basílica romana de Santa María Maggiore.
En España la costumbre llegó a finales de la Edad Media pero arraigó a partir del siglo XVIII. Antes de asumir la corona española, el monarca Carlos III fue rey de Nápoles, región italiana famosa por la fastuosidad de sus pesebres. Tras ascender al trono ibérico, Carlos se llevó a España un nacimiento de 200 piezas como regalo para su hijo, el príncipe de Asturias y futuro rey Carlos IV. Hasta hoy es tradición instalarlo en el Palacio Real de Madrid cada Navidad. Se le conoce como “El Belén del Príncipe”.
Desde España, el hábito de los pesebres pasó a los actuales países latinoamericanos, donde persiste hasta nuestros días.
Los compañeros animales
Las representaciones del Nacimiento se ajustan a grandes rasgos a lo narrado en los evangelios, si bien dos de sus personajes más conocidos y queridos no son mencionados en la Biblia: La mula y el buey.
Aunque la presencia del asno o mula se sobreentiende, pues fue la probable cabalgadura usada por José y María en su viaje a Belén, el buey no aparece en ningún versículo de los evangelios. ¿De dónde salieron entonces?
La respuesta viene de un evangelio no canónico (apócrifo) llamado el Pseudo-Mateo, centrado en el nacimiento e infancia de Cristo. En su capítulo XIV se lee: “El tercer día después del nacimiento del Señor, María salió de la gruta, y entró en un establo, y depositó al niño en el pesebre y el buey y el asno lo adoraron”.
A ambos animales se les asocia con la pobreza y humildad que rodearon a Cristo en su nacimiento. Pero ese no ha sido el único simbolismo que han tenido. Para algunos, el asno representa al Antiguo Testamento y el buey al Nuevo. Para otros, el asno representa a los judíos y el buey a los paganos. Hasta se ha dicho que el asno personifica a las fuerzas maléficas de la naturaleza (o incluso a Satanás) y el buey a las benéficas.
Twitter: @mhnissnick
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