¡Efectivamente!
El dinero, si no se sabe se intuye, es un medio de intercambio para realizar transacciones mercantiles de diversa índole, tal como la compra y venta de bienes y servicios o, si se quiere, el pago y cobro de dichas operaciones, sobre la base de un valor fijado por la autoridad monetaria (Banco Central) y aceptado como valor normativo por el mercado.
Así era más o menos la cosa cuando se hablaba de dinero contante y sonante, monedas y billetes que podían sopesarse y palparse, a veces con lúbrica avaricia, y se tenía la certeza de que en las bóvedas de los bancos estaban a mejor recaudo que bajo el colchón los reales ganados con el esfuerzo o viveza de cada quien.
Con el advenimiento de la banca electrónica, las cosas ya no fueron tan claras y hemos llegado a extremos incomprensibles, como el que, según los expertos, ocurre en nuestro país, donde la liquidez supera con creces al efectivo, de manera que el circulante se ha convertido en valioso objeto del deseo, cotizado en ocasiones hasta por el doble de su valor nominal.
Esta aberración, al igual que otras anomalías derivadas de la cantinflérica falta de exceso de ignorancia con que el gobierno del señor Maduro y sus consejeros manejan la economía, creyendo que se trata de asunto militar, ha dado pie para que prosperen nuevas formas de enriquecimiento exprés, a costa de las carencias de quien paga por la crónica ineptitud roja: el ciudadano. Al respecto, hay testimonios que podrían llenar millares de páginas y que, dadas las limitaciones del espacio editorial, debemos pasar por alto.
Por un trabajo publicado en el portal Prodavinci –“El shock del efectivo en Venezuela”–, nos enteramos de que, para comienzos de año, se requerían 104,5 millones de billetes de 100.000 bolívares para alcanzar apenas 10% de la liquidez estimada para entonces. Por esa misma fuente supimos que ese billete representa solo 0,12% de las piezas en circulación.
No se necesita especial suspicacia, ni mucho genio matemático, para entender que el dinero percibido electrónicamente por el venezolano centuplica la cantidad de especímenes disponibles. Por eso, ni de las taquillas ni de los cajeros automáticos podemos retirar nuestro dinero. Nos lo han secuestrado y se administra a cuentagotas. Para colmo, no devengamos intereses sobre esas modestas sumas que se desvalorizan al ritmo de la inflación y el cono monetario.
¿Qué hay detrás de esta situación y quién o quiénes se benefician de ella? Sin duda el gobierno, con inéditos mecanismos de control para inmovilizar a la gente que no tiene para el transporte ni el cafecito. Además, dada la lentitud de Internet y la desactualización de la plataforma bancaria, los pagos online son cada vez más tortuosos.
Por ello, el mercachifle y el bachaquero cobran agiotistas comisiones cuando se cancela mediante transferencias bancarias. Hasta 70% llegan a percibir enchufados a la banca pública que se las han ingeniado para sacar adelante un lucrativo negocio en combinación con mafias vinculadas al lavado de dinero. Pero no desesperemos que por allí viene el petro y el pasaje costará un huevo... ¡O dos, efectivamente!
Así era más o menos la cosa cuando se hablaba de dinero contante y sonante, monedas y billetes que podían sopesarse y palparse, a veces con lúbrica avaricia, y se tenía la certeza de que en las bóvedas de los bancos estaban a mejor recaudo que bajo el colchón los reales ganados con el esfuerzo o viveza de cada quien.
Con el advenimiento de la banca electrónica, las cosas ya no fueron tan claras y hemos llegado a extremos incomprensibles, como el que, según los expertos, ocurre en nuestro país, donde la liquidez supera con creces al efectivo, de manera que el circulante se ha convertido en valioso objeto del deseo, cotizado en ocasiones hasta por el doble de su valor nominal.
Esta aberración, al igual que otras anomalías derivadas de la cantinflérica falta de exceso de ignorancia con que el gobierno del señor Maduro y sus consejeros manejan la economía, creyendo que se trata de asunto militar, ha dado pie para que prosperen nuevas formas de enriquecimiento exprés, a costa de las carencias de quien paga por la crónica ineptitud roja: el ciudadano. Al respecto, hay testimonios que podrían llenar millares de páginas y que, dadas las limitaciones del espacio editorial, debemos pasar por alto.
Por un trabajo publicado en el portal Prodavinci –“El shock del efectivo en Venezuela”–, nos enteramos de que, para comienzos de año, se requerían 104,5 millones de billetes de 100.000 bolívares para alcanzar apenas 10% de la liquidez estimada para entonces. Por esa misma fuente supimos que ese billete representa solo 0,12% de las piezas en circulación.
No se necesita especial suspicacia, ni mucho genio matemático, para entender que el dinero percibido electrónicamente por el venezolano centuplica la cantidad de especímenes disponibles. Por eso, ni de las taquillas ni de los cajeros automáticos podemos retirar nuestro dinero. Nos lo han secuestrado y se administra a cuentagotas. Para colmo, no devengamos intereses sobre esas modestas sumas que se desvalorizan al ritmo de la inflación y el cono monetario.
¿Qué hay detrás de esta situación y quién o quiénes se benefician de ella? Sin duda el gobierno, con inéditos mecanismos de control para inmovilizar a la gente que no tiene para el transporte ni el cafecito. Además, dada la lentitud de Internet y la desactualización de la plataforma bancaria, los pagos online son cada vez más tortuosos.
Por ello, el mercachifle y el bachaquero cobran agiotistas comisiones cuando se cancela mediante transferencias bancarias. Hasta 70% llegan a percibir enchufados a la banca pública que se las han ingeniado para sacar adelante un lucrativo negocio en combinación con mafias vinculadas al lavado de dinero. Pero no desesperemos que por allí viene el petro y el pasaje costará un huevo... ¡O dos, efectivamente!
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