Borrell buscando El Dorado
A la manera de los conquistadores españoles, que por años siguieron infructuosamente la pista de la ficticia ciudad de oro situada en medio de las selvas americanas, el señor Josep Borrell anda en busca de una quimera en Venezuela. La diferencia es que esta vez nadie parece preparado a escribir novelas al respecto.
Arturo Uslar Pietri produjo sobre el tema la magnífica narración titulada El camino de El Dorado, a nuestro modo de ver una de sus obras mejor logradas y tal vez no lo suficientemente valorada por la crítica. Miguel Otero Silva, en su también estupenda novela Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad, retrató con maestría los rasgos psicológicos de un incansable y fanático conquistador, que anduvo por Venezuela y sucumbió repetidamente ante el mito de la ciudad perdida. La maravillosa película del director alemán Werner Herzog, Aguirre, la ira de Dios, resulta por cierto un ilustrativo complemento de las novelas de Uslar Pietri y Otero Silva, pues muestra con impactantes imágenes y la notable actuación del protagonista principal la insaciable codicia, la inagotable capacidad para hacerse ilusiones y fabricar fantasías que impulsaba a esos hombres, cegados por el brillo de un Dorado imaginario.
Josep Borrell y sus emisarios, encargados de la poco envidiable tarea de negociar algún tipo de arreglo que permita a la Unión Europea, y en especial al gobierno español, hacer comparsa a las elecciones planificadas por el régimen de Nicolás Maduro, no es personaje novelesco. Sus misiones carecen de cualquier rasgo épico y se concentran más bien en gestionar asuntos poco claros, con metas casi nunca dignas de aplauso. Pero en un punto los trámites de Borrell traen a la mente los tropiezos de sus antepasados en América. El responsable de la política exterior europea, antes ministro del gobierno español y hombre de confianza de Pedro Sánchez, deambula de igual modo en busca de una ficción. En su caso, la fantasía consiste en creer que el régimen de Maduro ha estado, está o estará dispuesto a subirse al patíbulo y llevar a cabo unas elecciones “limpias, justas y transparentes”, que sin la menor duda significarían la derrota aplastante y el fin del poder tiránico que oprime a Venezuela.
Ya que estamos convencidos de que Josep Borrell no es un ingenuo, sino por el contrario una persona muy sagaz, cabe entonces preguntarse: ¿Se cree de veras Borrell el cuento madurista, o es todo esto, como ha señalado un lúcido comentarista (Héctor Schamis), una pantomima urdida para hacer ganar tiempo al régimen y luego montar en seis meses un teatro, con la bendición de una Unión Europea ansiosa de tragarse, en lo posible, el mito de El Dorado?
En el fondo de esta secuencia de eventos se asoma otra vez un problema fundamental, que durante dos décadas ha obstaculizado la visión de buen número de personas e instituciones con respecto a la naturaleza del régimen chavista. Nos referimos a la dificultad que muchos experimentan para entender cabalmente que la dictadura de Maduro es un entramado político, ideológico y criminal incapaz de someterse voluntariamente a pruebas en las que se encuentre realmente en juego su sostenibilidad en el poder. Se trata de un régimen signado por una patología incurable, por el mal radical que describió con tanta fuerza el reciente informe de la ONU y que Borrell no pareciera haber leído con la debida atención.
Maduro y sus cómplices utilizan la ilusión de El Dorado como lo hicieron en su momento los aborígenes americanos: como un señuelo, una treta y una trampa, destinados a engañar para sobrevivir.
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