martes, 29 de septiembre de 2020

La historia de un sueño en la sabana (I)

 

La historia de un sueño en la sabana (I), por Félix Seijas Rodríguez

Félix

“Toma estos datos, son de la última encuesta del Gago, hagan una noticia con eso”, decía Teodoro Petkoff luego de reunirse con Félix Seijas, presidente del Instituto Venezolano de Análisis de Datos, encuestadora en la que el fundador de TalCualtenía una confianza absoluta.
Teodoro, a quien le gustaba llamar a la gente por su apodo, nunca nombró al presidente del IVAD por su nombre de pila, siempre fue el Gago, una persona por la que sentía un gran respeto y admiración, pues lo veía como un ejemplo de la Venezuela que tuvo oportunidad de superarse y lo logró con creces.
Los números que reflejaban las encuestas del IVAD eran santa palabra para Teodoro, quien no dudaba de la seriedad con la que habían sido recabados. Los consejos que Seijas le daba en cuanto al manejo de esos estudios para la elaboración de noticias, también eran tomados muy en cuenta por el fundador de TalCual.
A ambos personajes los unía su amor por Venezuela, su trabajo y lucha por lograr un país mejor para todos sus habitantes. Fue una amistad basada en los mejores ideales que se mantuvo hasta el final. Desde TalCual nos queremos sumar, con estas breves palabras, al homenaje que desde el portal La Gran Aldea le hace Felix Seijas a su padre del mismo nombre.

Xabier Coscojuela
Director de TalCual


La palabra «llanero» puede evocar la imagen de un hombre en sombrero y franela arreando ganado a caballo. También, al Tío Simón ordeñando la vaca mariposa mientras canta una tonada o quizás a José Antonio Páez con su bigote poblado y lanza en mano gritando «¡Vuelvan caras!» en las Queseras del Medio. Sin embargo, hay otro tipo de llanero. Uno que jamás arreó ganado ni ordeñó vacas y cuyo sudor no estuvo asociado a sembradíos o cabalgatas entre hatos. De uno así trata esta historia.

Agua Verde es un caserío al sur del estado Guárico, de esos que solemos decir que quedan en medio de la nada. Pertenece a la parroquia Guayabal del municipio San Jerónimo de Guayabal, frontera con el estado Apure. Cuando el 10 de octubre de 1940 Leonides Zerpa de Seijas dio a luz a Félix Leonardo, su sexto hijo y segundo varón, 437 kilómetros decían poco de la distancia que otras dimensiones alejaban al caserío de la capital de Venezuela. Como lo dibujó Alejo Carpentier en «Los pasos perdidos», cuando el protagonista sale en avioneta del corazón de la selva amazónica.

En aquellos días, la vida en el llano transcurría entre el barro del invierno y el polvo del verano. Por allá, en Guayabal, Agua Verde no era más que un grupo de conucos esparcidos a ambos lados del caño del mismo nombre, habitado por nueve familias que juntas no llegaban a sesenta personas y al que se accedía a través de caminos forjados por el filo del machete y el paso de mulas y caballos.

José Gregorio Seijas, el padre de Félix Leonardo, sí que anduvo a caballo… y no en labores de campo, precisamente. Nacido en 1896, hijo de inmigrantes españoles, José Gregorio exhibía piel blanca, cabello lacio, ojos claros y contextura robusta. Reservado por naturaleza, gozó siempre de respeto por su fama de hombre recio y justo.

En su juventud formó parte de los hombres de Emilio Arévalo Cedeño que, en mayo de 1914, desde Cazorla, a pocos kilómetros de Agua Verde, lanzaron a la llanura el grito de «¡Viva la libertad!, ¡muera el tirano!», iniciando así el movimiento de guerrilla que durante años combatió la dictadura de Juan Vicente Gómez. Mucho fue el camino andado y mucho el polvo que curtió esos rostros en aventuras y batallas guerreadas. El clímax de la cruzada llegó siete años después de aquel grito en Cazorla, cuando los rebeldes cruzaron el Orinoco y se internaron en el Amazonas para enfrentar, derrotar y ejecutar en su propia fortaleza, a uno de los pilares militares del régimen gomecista: El sanguinario Tomás Funes.

Debieron transcurrir otros siete años para que en 1928 los vericuetos de la vida llevaran a José Gregorio hasta Leonides, la tercera de los hermanos Zerpa de Agua Verde. Al conocerla se asentó y formó familia, viviendo de bodegas y otros negocios hasta el final de su vida. «Cuando vi a esa morena estuve seguro de que me casaría con ella», solía contar a sus hijas. La leyenda dice que tuvo más de 50 hijos. Con Leonides, ocho.

Al morir Gómez, en 1936, a José Gregorio lo nombraron comisario de Agua Verde, jurisdicción que abarcaba otros caseríos de la zona. El respeto que su estampa de guerrero infundía garantizaba el orden en la zona. Se dice que él intervenía en las trifulcas antes de que machetes y cuchillos tiñeran de rojo la madrugada. Entonces, mandaba a cada quien a su casa, con el compromiso de que al día siguiente se presentaran en la comisaría para cumplir unas horas de detención.

Transcurría el tiempo y el matrimonio Seijas Zerpa contaba ya con siete hijos. José Gregorio sabía muy bien lo que significaba que los muchachos crecieran a la orilla del caño sin asistir a una escuela formal. Si el patriarca quería que sus hijos prosiguieran los estudios, pronto tendría que enviar a los mayores a otras tierras o dejarlos abrazar una vida entre conucos. Dividir a la familia no era una opción para él. Además, no existían grandes ataduras materiales: El capital de los Seijas Zerpa en Agua Verde se basaba en el prestigio de José Gregorio y no en tierras, sembradíos o ganado. Así que en el verano de 1944 José decidió tomar sus corotos y, junto a su esposa y sus siete muchachos, partió en mulas hacia San Fernando de Apure.

Por el camino los acompañaba el calor; siempre el calor. En una travesía de 30 kilómetros, vadeando sendas polvorientas bajo el sol implacable de la llanura, los Seijas bordearon el caño y luego el río Apure hasta llegar al punto de cruce en canoas. En una de las mulas de la caravana, acomodado dentro de un guacal, viajaba envuelto en una sábana el niño Félix Leonardo, de tres años de edad.

San Fernando de Apure, capital del estado Apure, es una especie de isla rodeada por el río y un sinfín de lagunas y charcos veraniegos que se llenan por completo en invierno. «Un banco muy suficiente» que no se anega nunca, lo llamó Fray Buenaventura de Benaocaz, religioso capuchino, Prefecto de las Misiones, cuya observación llevó a Don Fernando Miyares y González, gobernador de la provincia de Barinas, a elegir ese punto a la orilla del río para fundar en 1788 la Villa de San Fernando del Paso Real de Apure, que con el tiempo se convirtió en pueblo y luego en ciudad.

Gracias a la ubicación estratégica de su puerto que, entre otras cosas, facilitaba el comercio con Europa, destino de buena parte de los productos que desde la zona se exportaban, San Fernando había consolidado a finales del siglo diecinueve su estatus como el punto más importante de los «llanos bajos». A esa ciudad, que florecía tímida en medio de la sabana, llegaron los Seijas en 1944.

José Gregorio instaló a la familia en el Barrio Mango Verde, a dos kilómetros del centro de la ciudad, sector del que eventualmente sería también nombrado Comisario. «Tú no eres rebelde, sino re-verde», bromearían años después los compañeros de colegio del niño Félix, cuando este empezó a mostrar su carácter indócil.

Los primeros recuerdos que Félix Leonardo conserva de su vida pertenecen a San Fernando. En ellos, el agua le acompaña en la sala, en la cocina y en los cuartos de la casa. Estas memorias corresponden a la gran inundación de 1945, de consecuencias trágicas para muchas familias del bajo Apure, y de cuya sombra los Seijas Zerpa no pudieron escapar.

Aquel invierno demostró, una vez más, que la villa fundada por Don Fernando podía anegarse causando devastación. Sin perder tiempo en lamentos, la ciudad adaptó su dinámica a lo que la fuerza de la naturaleza le imponía: Por semanas las canoas se convirtieron en el único medio de transporte y correderos de madera se instalaron frente a iglesias y otras edificaciones. Algo similar hicieron las familias dentro de sus viviendas. «Aún no cumplía los cinco años», comentaba Félix, «solo recuerdo que dentro de la casa caminábamos sobre tablones y yo me sentaba en ellos con un guaralito a pescar por las rendijas».

Luego de semanas, sumergida en el agua, la tierra por fin respiró y San Fernando renació de entre el barro. Sin embargo, los estragos de la inundación cabalgaron la sabana durante casi un año en el que piojos, pulgas y garrapatas, esparcieron el tifus cobrando la vida de cientos. La epidemia visitó también el hogar de los Seijas y atrapó a Carmen, la hija mayor, la catira de buen cuerpo a la que los más atrevidos aventuraban regalar no más que una sonrisa por temor al «viejo Seijas», como ya en sus cincuentas llamaban a José Gregorio.

«Yo estaba pequeño y es poco lo que recuerdo», apuntaba Félix. «A mi hermana la tenían acostada en un chinchorro en el cuarto de la esquina que llamábamos ‘el cuarto de la romanilla’ porque tenía una de esas ventanas de madera que daba hacia el interior de la casa”. José Gregorio pidió asistencia a su hermano Masón, el pediatra Edgar Domínguez Michelangeli, futuro gobernador de Apure, quien fue a la casa y examinó a la joven, pero nada pudo hacer. Por su parte, en medio de la desesperación, Leonides llevó a su hija con un curandero. «Llévesela, señora», dijo el hombre al verla, «ella ya no pertenece a este mundo». Carmen murió en 1946, a la edad de diecisiete.

Los primeros años de la niñez de Félix transcurrieron entre el juego de trompo, zaranda y lanzar monedas contra la pared. A la escuela entró en 1948, poco antes de cumplir los ocho años. Se trataba del Grupo Escolar República de Guatemala, donde cursaría la primaria completa.

Con el inicio de las clases empezaron las caminatas diarias al centro de San Fernando. 40 minutos les tomaban a él ya su hermana Anselma, año y medio mayor, sortear el trayecto completo. Cada paso de alpargata, cada casquillo de caballo, cada pata de mula lanzaba al viento el polvo del verano que, sin mirar edad o clase social, curtía piel y ropa de cada alma en la sabana. En el camino al colegio siempre aguardaban sorpresas. En su trayecto, los niños debían esquivar al loco ‘Parpacén’, que se creía cura y aparecía sin aviso asustando a los desprevenidos.

También tenían que estar pendiente de la caimana de Fedoro, reptil de unos cincuenta kilos que salía a tomar baños de sol en medio de la calle principal de San Fernando y a la que su dueño, un comerciante de prendas, en un alarde de excentricidad le bañó un colmillo en oro. Cuidaban también de no cruzarse con la loca ‘la Cucaracha’, que se paraba frente a todo el que se encontrara en la vía, cruzaba los brazos y pedía la bendición y una locha (moneda de 12,5 céntimos de la época), y que varias veces quedó embarazada de sombras que abusaron de su condición, dando a luz bebés que fueron adoptados por diferentes familias de la ciudad.

Para Félix, el colegio convirtió a San Fernando en algo más que el Barrio Mango Verde. La capital del estado empezó a ser para él un espacio lleno de novedades que estimulaba la imaginación y que le llevó a experimentar con su primer negocio. «Cuando tenía siete u ocho años, al salir del colegio entraba a las tiendas de San Fernando y veía los bazares».

Estos bazares consistían en una serie de juguetes que podías ganar al comprar un papelito con un número secreto. El azar determinaba si te llevabas o no alguno de ellos, cuyo valor, si tenías suerte, sería superior a lo que habías pagado. Félix copió la idea y en una de las paredes exteriores de la casa en Mango Verde montó el suyo con juguetes de bajo valor, ofreciendo números también económicos.

Por una locha, vendedores de leche, pan y otros niños del barrio, apostaban a llevarse pistolitas o soldaditos de madera. «Con el dinero que ganaba entraba a veces a los bazares buenos de la ciudad y compraba también mis numeritos», recordaba mimando con la mirada al niño de setenta años atrás.

Félix crecía como un muchacho fuerte, de cabello negro y alborotado. Tenía estrabismo en el ojo derecho y tartamudeaba al hablar. «¡Tuerto!», le gritaban sus hermanas cuando peleaban. ‘Gagarín’, lo apodaría años después su amigo Teodoro Petkoff, haciendo alusión al primer hombre en salir de la atmosfera terrestre. ‘El gago Seijas’, le llaman aún algunos amigos en el medio profesional.

En esta etapa las tareas de Félix no iban más allá de las escolares, de traer agua del río y, ya con nueve o diez años, ir una vez por mes a buscar la leche de dos vacas que José Gregorio tenía en los terrenos de un amigo más allá del límite sur de la ciudad. «En verano iba a pie, sin alpargatas para caminar sin problemas por el barro que se formaba donde en invierno había lagunas», recordaba. «Uno andaba con cuidado, siempre pendiente de las culebras y de algún babo que pudiese aparecer en el camino», afirmaba con pasmosa naturalidad. En invierno había que atravesar en canoa. «Yo tenía una pequeña que dejaba escondida por ahí; no recuerdo quién me la regaló, pero a mí me gustaba mucho andar en ella».

Félix aprendió a navegar con su padre y su hermano en las travesías fluviales que cada invierno hacían hasta Agua Verde. «Íbamos río abajo navegando entre palanca y canalete, esquivando los recodos peligrosos que todo navegante del Apure conoce. Entonces dábamos con el Caño y por ahí seguíamos hasta llegar a la casa que mi papá había dejado en préstamo a unos amigos». José Gregorio llevaba productos para la venta, y recogía granos para llevar a San Fernando.

Las primeras historias de un mundo más allá de la llanura las escuchó Félix de boca de José Gregorio. «Mi papá hablaba de cosas que me sorprendían, de otros países, de la Primera y la Segunda Guerra Mundial», recordaba con avidez. «Él tenía algunos libros en cajas que no sé cómo llegaban a sus manos».

Lo que absorbía de su padre, así como lo que oía en el colegio y en la primera emisora de radio de la ciudad, La voz de Apure, instalada en 1948 en el Puerto de San Fernando y donde Ignacio Ventura comenzó a ser el «Indio» Figueredo, lo convencieron de que la vida ocultaba secretos que debía descubrir por sí mismo. Así empezó a ver en los estudios la puerta que le conduciría a ese nivel de consciencia, que sabía existía, pero que aún no atinaba a definir. Desde niño, a Félix le inquietaba lo que no conocía, le preocupaba ignorar, quizás el único temor que conservó intacto hasta el último suspiro.

¿Podía un niño del llano en la primera mitad del siglo 20 soñar con un mundo que aún no conocía? Sí: La Venezuela que se estaba construyendo, y poco a poco modernizando, lo permitía. En la segunda entrega continuaremos explorando cómo funcionaba esa dinámica desde el corazón del llano.


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