A lo largo de su historia, los habitantes del reino de España han mantenido una relación ambivalente con su monarquía. Las mayores glorias de la nación han estado vinculadas a sus reinas y reyes y también sus etapas más difíciles.

Una vez más, en nuestros días, el papel y significado de la monarquía se convierten en objeto de un agrio debate, cuya intensidad y peligros, sin embargo, no se revelan aún con toda claridad en el horizonte político y escapan en particular a la perspectiva de la mayoría de la población, ocupada como está en enfrentar los severos retos del covid-19 y sus secuelas socioeconómicas.

Ahora bien, si se observa la situación política de España con el necesario cuidado, si se hurga un poco más allá de la superficie, pronto queda claro que la actual alianza de la izquierda española con los separatistas catalanes y vascos va más allá de un mero experimento oportunista, a objeto de repartirse pedazos de poder. Como hemos afirmado en otras ocasiones, la cabeza de esta coalición, el PSOE, no es el mismo partido político de los tiempos de transición a la democracia en manos de Felipe González. Si bien el líder socialista de hoy, Pedro Sánchez, es un consumado oportunista, le guían de igual manera convicciones, resentimientos y objetivos centrados en ponerle fin a los arreglos que devolvieron la democracia a España, y en su lugar establecer una nueva República. Para conseguirlo es imperativo debilitar en todo lo posible la monarquía, un proceso que está en marcha aunque en alguna medida pasando bajo el radar. Aclaramos: no se trata de que Sánchez y sus aliados radicales de Podemos, así como los separatistas, se hayan callado lo que quieren y buscan, sino que la mayoría del electorado aún no les toma suficientemente en serio.

No obstante, insistimos: van en serio. Y el argumento que Sánchez y sus aliados están utilizando, así lo oculten todavía entre las sombras del disimulo, es que la monarquía se ha convertido en una institución “anacrónica”. Tal aseveración, sin embargo, aparte de poner de manifiesto una visión marxista de la historia según la cual esta última tiene un desarrollo inequívoco, uniforme y no indeterminado, que puede ser observado a plenitud en cada momento, aparte de ello, repetimos, tal concepción deja de lado que una institución no se define por lo que pueda ser en su esencia filosófica, sino por la función política que cumple en determinadas circunstancias.

En otras palabras, sostener en estos tiempos que la monarquía española es “anacrónica”, no tiene otro sentido que el de alinearse con las tendencias que persiguen la creación de una nueva República, transformando España en lo que el propio González ha denominado un caleidoscopio de republiquetas independientes. Como resultado se obtendría la fragmentación de la unidad nacional, supresión de la Constitución pactada de 1978, el renacimiento de todos los odios de la Guerra Civil, la fractura de las fuerzas armadas y la siembra de una severa reacción de la España que no es de izquierdas.

Esa reacción, a pesar de las brumas de la pandemia y de los avances subrepticios de la alianza de izquierdas, de ese nuevo Frente Popular maquinado por Sánchez, Iglesias y Rodríguez Zapatero, ha comenzado a germinar poco a poco pero perceptiblemente, y se constata en editoriales, artículos de prensa, manifestaciones esporádicas de calle y por encima de todo en las denuncias sistemáticas de partidos como Vox, e individualidades como Santiago Abascal y Cayetana Álvarez de Toledo. También es posible detectar una paulatina toma de conciencia acerca de lo que está en juego por parte de algunos sectores del Partido Popular.

Nos importa en particular destacar lo siguiente: no abrigamos dudas acerca de los graves riesgos que empiezan a correr España y su monarquía constitucional, bajo las embestidas del proyecto de restauración republicana de la actual alianza gobernante. Tampoco abrigamos dudas sobre la vigencia de la monarquía como baluarte de unidad y conciliación nacional de la España histórica, presente y futura. Dejamos constancia, sin embargo, de nuestra inquietud frente a la tendencia de muchos a evadir la realidad, a considerar que los síntomas de descomposición no son tan graves y que “aquí eso no puede pasar”. Tales actitudes, miopes y cómodas, son inaceptables y deberían ser desechadas antes de que sea tarde. La toma de conciencia ante los peligros que acechan a España, como consecuencia de la audacia irresponsable de la izquierda política y de su guerra cultural, son demasiado graves como para que les subestimemos.