El año en el que Chile se suicidó
El gran problema de Chile es su izquierda: elitista, anti-democrática, radical, y desesperada por recuperar el poder
Si para Chile el año 2019 fue un “annus horribilis”, donde violentas protestas marcaron la agenda política, 2020 sería entonces el año en el cual Chile se suicidó: plebiscito mediante, e impuesto por la violencia, se decidió dar marcha atrás a los mejores 30 años de la historia de Chile para retornar al tercermundismo característico de la región.
¿Por qué sucedió esto? La razón es simple: el gran problema de Chile es su izquierda: elitista, anti-democrática, y desesperada por recuperar el poder. Y esta izquierda no es la de antaño, que se preocupaba por la planificación estatal de la economía, sino una izquierda más radical y con capacidad de llevar adelante una batalla cultural.
Esta izquierda moderna (también llamada izquierda “woke”), busca adueñarse de las esferas social y cultural. En el caso de Chile terminó controlando la cultura, las universidades, los medios de comunicación y las consecuencias han sido obvias: generar una revolución gracias a que, a través de la propaganda, los chilenos creyeron que su país era el peor del mundo.
La revolución de la élite progresista
2020 fue el año en el que se descartó que el 18-O hubiese sido un “estallido social”, asumiéndose que siempre se trató de una revolución de izquierda, cuyo norte era instaurar por la fuerza un modelo que ha fracasado en todo el mundo. Esta revolución ha sido descrita como elitista, socialista y nihilista, similar a las protestas de Black Lives Matter que sucedieron este año.
Es elitista porque la clase alta de línea progresista, la élite artística, la élite académica y los políticos fueron los principales actores que apoyaron la revolución. Es socialista porque pide destruir el modelo “neoliberal” chileno y reemplazarlo por uno supuestamente socialdemócrata (cuando en realidad quieren copiar el modelo argentino). Y es nihilista porque creen que la violencia es el único método para conseguir sus metas (en este caso, destruir el modelo económico que “oprime” a los chilenos).
Los acontecimientos del 18 de octubre, en donde se quemaron 2 iglesias, son demostración clara de esta tendencia mundial, donde la élite se aprovecha de una población joven (menor de 35 años) sin religión, sin estudios, sin trabajo y sin pareja para destruir un país. Los jóvenes convierten a la política en reemplazo de todo lo que han perdido: identidad y comunidad. Esta vanguardia nihilista (la “primera línea”) es la que ha generado el caos en Chile.
La farsa del plebiscito
Una de las consecuencias de la revolución fue imponer un plebiscito para cambiar la constitución de 1980 argumentando que ésta habría generado, supuestamente, una mala calidad de vida para los chilenos.
Tal como se esperaba, el plebiscito del 25 de octubre fue una farsa. No solo votó menos gente de la esperada (50 % del padrón electoral), sino que 4 de cada 10 chilenos votó por el «apruebo», evidenciando que Chile está controlado por una minoría violenta.
No fue precisamente el pueblo el gran ganador del plebiscito. Lo fueron los políticos, los mismos que el 15 de noviembre de 2019 acordaron que la elección de los constituyentes fuera similar a la elección de diputados. Eso significó que los únicos candidatos para ingresar a la Convención Constituyente debieran ser miembros de partidos políticos, dejando de lado a la población que creyó ingenuamente que se iba a escribir una constitución de “derechos sociales”.
Y los políticos de izquierda y de derecha no solo engañaron a los chilenos con mentiras y populismo, sino que han tratado de cambiar las reglas del juego a su conveniencia. Por ejemplo, crearon escaños especiales para los pueblos indígenas, vulnerando el principio de igualdad ante la ley. También se intentó eliminar el quórum de 2/3 para hacer, supuestamente, la constitución más “soberana” y representativa, violando el acuerdo que llevó al plebiscito.
Los políticos aprovecharon las circunstancias para hacer lo que se les dio en gana y esto ha generado otro problema sin solución: los que lideran Chile son los parlamentarios, no Sebastián Piñera y su coalición de centro-derecha.
Parlamentarismo de facto
Los parlamentarios (en especial los de izquierda) se autoproclamaron como los “voceros del pueblo”. Dejaron de ser legisladores, convirtiéndose simultáneamente en populistas y en jueces. Debido a esto, Chile se convirtió en un régimen parlamentario de facto, en donde si no se legisla conforme lo que tales parlamentarios quieren, amenazan con reiniciar el “estallido social”.
Un ejemplo ha sido la votación del primer y segundo retiro del 10 % de las pensiones. La constitución establece que solo el Ejecutivo tiene la facultad de manejar el tema de pensiones (algo que se demostró cuando el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el proyecto del segundo retiro de los diputados). En las dos ocasiones, se amenazó con el “Estallido 2.0” si no se legislaba a favor del “pueblo”, demostrando así que el Congreso se siente con el poder de hacer lo que le plazca.
Otra propuesta que ha sido cuestionada es la constituida por un proyecto de ley que prohíbe el negacionismo de los abusos de la dictadura de Augusto Pinochet, proyecto duramente rechazado por Human Rights Watch por violar la libertad de expresión. En total, hay 46 proyectos de ley que pueden ser declarados inadmisibles por ser anticonstitucionales y la mayoría han sido presentados durante el año 2020.
También hay que sumar las numerosas acusaciones constitucionales que en los últimos dos años ha realizado la oposición de izquierda a ministros del gobierno y personeros de la Corte Suprema. Esto deja en claro que el gobierno de Sebastián Piñera ha sido muy débil a la hora de gobernar y tanto la izquierda como la derecha lo saben.
El coronavirus y la izquierda
Mención aparte merece el tema del coronavirus y el manejo que hizo Chile de la pandemia. Irónicamente, gracias al modelo que la izquierda quiere eliminar, fue posible obtener ventiladores mecánicos, aumentar camas en las Unidades de Cuidados Intensivos, disminuir significativamente el número de contagios (mientras el resto del continente sigue hasta el día de hoy en alza) y tener disponible la vacuna en diciembre, incluso antes que varios países de Europa.
Y esto fue posible gracias a que no se escuchó a la izquierda, que pedía a gritos cuarentena total en marzo (las cuarentenas totales en Argentina, Perú y Colombia fueron un fracaso absoluto) y que quería traer a Chile el interferón cubano, medicina considerada peligrosa. Tampoco se escuchó a los charlatanes que pronosticaban 70000 muertos por COVID-19 en julio si no se encerraba a la gente (el peak de Chile ocurrió el 9 de junio).
Lo cierto es que la izquierda nunca vio con buenos ojos los resultados positivos de Chile, sino que siempre fue crítica de la gestión de Piñera y de sus dos ministros de salud. Incluso las quejas siguen a pesar de que Chile es el primer país de Sudamérica en vacunar a su población, llegando la cifra a cerca de 9000 personas en cuatro días. La izquierda nunca ha sido constructiva, sino que intenta sabotear un gobierno que ha sido eficiente con la pandemia aunque débil en lo demás.
Pronóstico para 2021
¿Habrá un Estallido 2.0, donde se buscaría derrocar a Piñera? No se sabe, pero lo cierto es que los grupos que quedan en la calle son los más radicales y eso aleja a la población de las protestas. Además, muchos chilenos perdieron su empleo (algo que se acrecentó por la pandemia del COVID-19) y eso complica las oportunidades de éxito de estos grupos.
Eso sí, las elecciones de la convención constituyente en abril demostrarán, una vez más, que a los chilenos los engañaron a base de mentiras. Y cuando eso suceda, la gran mayoría que votó por la opción «apruebo», terminará tal vez arrepentida. El futuro de Chile es negro.
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