Ana Isabel, entre carnavales y helechos
PRODAVINCI 23/02/2021
1. Alrededor de una plaza que no era la única, en una ciudad que seguía siendo pueblerina, orbitaba la vida de Ana Isabel, una niña decente (1949). Editada por Losada, en Buenos Aires, fue esta la primera novela de Antonia Palacios (1910-2001), algo tardía, si se quiere, para la aburguesada señora que solo había publicado las crónicas de París y tres recuerdos (1941). En Ana Isabel se respira mucho del tiempo de Maricastaña, recreado asimismo con mirada candorosa, veinte años antes, en Las memorias de Mamá Blanca (1929), de Teresa de la Parra. Acaso pueda decirse que la ciudad adonde se mudaron Blanca Nieves y sus hermanas, al dejar el edén infantil de Piedra Azul, es la Caracas donde vivía Ana Isabel, quien podría haber sido cualquiera de sus nuevas compañeras de colegio.
Con su linaje mellado por enfermedades e infortunios, la ilustre familia de Ana Isabel Alcántara vivía frente a la concurrida placita de La Candelaria. Allí tenían lugar jolgorios populares en carnavales y otras ocasiones especiales, cuando bailaba la burriquita, en medio del pueblo que «gira, danza, suda, canta, ríe, grita… ¡Jipa! ¡Jipa mi negra!». De la mano de Estefanía, la criada de color, Ana Isabel atravesaba en esas ocasiones la plaza, excitada por el espectáculo colorido, más variado que en las tardes de juego, pero mareada a la vez por el olor acre de la muchedumbre alborotada.
Entre quienes correteaban había muchos niños amigos y desconocidos, que a diferencia de ella, no eran “decentes”, como siempre le advertía su madre. Era una contraposición artificiosa y carnavalesca, porque aunque linajudo y decoroso, el hogar de Ana Isabel era modesto y menesteroso. Como lo era la infancia de la propia autora, según confesara en entrevista con Roberto Lovera De Sola: “Fui una niña dividida entre dos mundos. El mundo de la pobreza y el mundo de las familias de alta alcurnia, al que pertenecía por abolengo, pero del que me distanciaba la penuria económica. Fui una solitaria, tímida y soñadora”.
2. Incomprensibles para la niña Ana Isabel, algunas de esas diferencias se debían a que, en esa plaza carnavalesca, así como en otros cuadros folclóricos de la novela de Palacios, se entreveraban los dos países urbano y rural de la Venezuela de marras. Como otras ciudades latinoamericanas de inicios del siglo XX, la Caracas de Ana Isabel era – tal como hizo notar Juan Liscano en el prólogo a la edición de Monte Ávila – «una ciudad que todavía no había sido invadida por la carrera de las máquinas y la fiebre de las transformaciones»; una ciudad «con alma rural y crepuscular que permanecía apegada a un sosegado ritmo”…
Había ciertamente novedosas tiendas en el centro, como la boutique de la madre de Cecilia Ferbau, ubicada de Madrices a Marrón, la cual combinaba «peluquería y una venta de ‘cosas lindas’, como dice Cecilia», con una gran vidriera que exhibía en letras doradas: Madame Ferbau. Ya también por aquel entonces, Luisa Figueroa, la pretenciosa compañera de escuela, vivía en El Paraíso, «en una quinta con un gran jardín», cuyo mayordomo le llevaba al colegio un delicado azafate con el almuerzo, en los días del retiro espiritual, preparatorios de la Primera Comunión. Pero la ciudad de Ana Isabel y sus compañeras era todavía una Caracas concentrada, donde Sabana Grande, Chacao, La Floresta y Los Dos Caminos entreveraban suburbios agrestes y majestuosas haciendas. Y entre estas solo se transitaba en el camión del negro José del Carmen, en los días de excursión a Los Chorros, organizados por la señorita del colegio.
3. Al igual que en la fabulosa Piedra Azul de Blanca Nieves, en la casa de Ana Isabel se intercalaban estratos de la Venezuela decimonónica, cuyos próceres trócanse en lastre de nobleza para la familia venida a menos, al igual que lo son para el país endeble. De vez en cuando visitaba a los Alcántara el tío Marcelino, a quien los refinados primos Izaguirre solían llamar grand oncle. Había pasado luengas temporadas en el París de los Champs Elysées y Au Bon Marché, «esa tienda tan grande que tiene tantos pisos y hasta un ascensor». Al igual que otros viajeros criollos fascinados por el progreso y la civilización de la Europa industrial, no gustaba de Venezuela el tío Marcelino. Contrastaba con el abuelo Krauss, quien habiendo nacido en el país y trabajado su tierra desde la temprana inmigración alemana, apenas añoraba un Rin de «aguas tumultuosas y alegres». El recuerdo de estas refrescaba algunas tardes calurosas en la casa caraqueña de Ana Isabel.
En su dosel de barrotes por entre los que asoma el verde de los helechos, que a Ana Isabel se le antoja poblar con duendes vestidos de agua, el tinajero del pasillo umbroso marca el tiempo reposado en la casa de los Alcántara. Tiempo proustiano de la infancia, ha observado Luz Marina Rivas, por su detallismo del día a día, donde la contemplación “de la vida cotidiana y de los personajes focaliza lo que para los adultos resulta desapercibido”… Tiempo durante el cual, evocó Liscano, «todo parecía ser madre», cuando los hijos «disfrutaban del caudal de clausurada frescura» de la casa. Y mientras la vida recoleta «se defendía del mundo tras la paz recogida de los altos muros con aleros», estos proyectaban a la ciudad un alma apacible, «antes del nacimiento de las torres y edificios cúbicos».
4. La fantasía y la magia de aquel tiempo alimentaban ya los cuentos escritos por Ana Isabel para distraer a su hermano Jaime. Esos relatos le hacían figurarse que, cuando fuera mayor, querría escribir «libros gruesotes como los de Salgari». Esa temprana vocación literaria entronca a Ana Isabel, cual antecesora infantil, con la estirpe de señoritas decentes, que como María Eugenia Alonso, encontraron en la escritura ilustre antídoto contra sus infortunios y cuitas. Como resumió el mismo Liscano:
“Ana Isabel se convertirá probablemente en una de esas innumerables Ifigenias que tras las rejas de las casas de una ciudad novecentista y pueblerina, queman, en silencioso aburrimiento, su vida opaca. Será como dijera Uslar Pietri: ‘una señorita: ese ser monstruosamente delicado y complejo. Esa flor del barroco’. Quizás la última, nacida con el siglo, antes de que se expandiera por la quieta ciudad, la fiebre de una vida diferente ante la cual cedieron las ventanas cerradas y los anchos portones feudales”.
No sería empero la narrativa fantástica de Salgari el modelo para la literatura que Palacios escribiría tras su primera novela. La autora de Ana Isabel se decantaría por una poesía “que constituye una indagación en la vida interior de singular hondura, a partir de la soledad y el amor”. Así lo resumió, en reseña de 2009, Rafael Arráiz Lucca, miembro del taller literario Calicanto, impartido por Palacios en su mansión homónima, entre 1978 y 1983. Quizás como ocurría en la casa de Candelaria, no obstante la frugalidad de los Alcántara, en la quinta de Altamira asomaba la “sobriedad burguesa, elegante y discreta” de la dueña, como hizo notar en 2002 Eduardo Liendo, otro de los miembros del taller, al agradecer las sesiones de los lunes por la noche. Heredero de la fantasía narrativa de Ana Isabel, el autor de El mago de la cara de vidrio (1973) puso entonces en perspectiva la única novela de Palacios con su obra posterior:
“otros numerosos piensan que eres una buena prosista, la afortunada autora de Ana Isabel, una niña decente, una señora rica que escribía bien. No le han metido el diente a tu obra, Antonia; a tus estremecedores Textos del desalojo, a las tramas fulgurantes de El largo día ya seguro, a los poemas envolventes, como un suave vértigo, de Largo viento de memoria, que escuchamos en tu inspirada y dramática voz durante alguna magnífica noche en Calicanto, y los casi desconocidos de Multiplicada sombra, donde sales victoriosa de esa prueba de fuego que es el poema de amor, donde sólo son grandes los verdaderos, o si se prefiere, a la inversa, donde sólo los verdaderos son grandes”.
5. No tuve yo la fortuna de formar parte del taller Calicanto. Si acaso asistí, a mediados de la década de 1980, a la fiesta de clausura, en los jardines de la quinta. Tampoco le he “metido el diente” a la obra poética de Palacios, como la mayoría del público referido por Liendo. Después de Ana Isabel, a quien me introdujo el bachillerato, tan solo abordé Viaje al frailejón (1955). En prosa lírica y reflexiva, a ratos metafísica, allí la autora refracta el paisaje urbano que, en ruta hacia los Andes, se va deshaciendo ante sus ojos capitalinos. Avanzado cierto trecho, la sucesión de pueblos y caseríos –“pueblos prósperos y ricos”, “pueblos sepultados en el olvido”, “pueblos oportunistas” que no están “arraigados en la tierra”– deslastra a la viajera de la urbanidad de su percepción, habituando y enfocando su mirada y sensibilidad ante el nuevo paisaje. “¿Dónde está la ciudad? Yo solo miro los campos, los sembradíos, las cumbres de las montañas donde las nubes trazan arabescos y potros, garzas de leve espuma…”, inquiere Palacios, como embriagada de cañaverales y maizales. Hasta que finalmente arriba a las serranas comarcas donde habita el frailejón, cruzadas apenas por veredas, por “estrechos senderos que contienen tan solo el paso del hombre y de la bestia”. Y es allí donde tiene lugar la comunión de la viajera urbana con el grial andino.
Sin conocer la obra poética de Palacios, creo que la narrativa de Ana Isabel, secundada por la crónica de Viaje al frailejón, ya le habría hecho ganar un puesto en las letras venezolanas. Ello fue confirmado por el Premio Nacional de Literatura en 1976, el primero otorgado a una mujer. El valor clásico de su novela inicial no solo fue confirmado por las decenas de ediciones, tras las de Losada y Monte Ávila, sino también por su escritura entre intimista y cronística. Como resumió Roberto Martínez Bachrich en el prólogo a la edición de 2009, de Los libros de El Nacional: “Es una narración que tiende a lo reflexivo y lo lírico de manera intermitente, que se debate entre pensamiento y sensación, entre canto y cuento, sin decidirse por sólo uno de esos modos discursivos y tomando de esa danza, de esa tensión, su sabor literario peculiar”. Y esa tensión de Ana Isabel emana en parte de sus juegos entre la ciudad pueblerina y la casa solariega. De degustar la niña decente tanto el mosaico parroquial de los carnavales en la plaza, como la frescura umbría de los helechos en el tinajero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario