Dibujé torpemente una flor para entregársela a Bélgica Rodríguez y descubrí que se trataba de la flor más bella que haya existido porque era una flor inventada; en todo caso, Bélgica, al igual que la flor, es mujer como pocas porque detrás de su mirada pueden encontrarse textos, fotos, ponencias y reflexiones sobre las artes plásticas; millares de cuadros y dibujos y mágicos espacios en los que estuvieron expuestos junto a los rostros de sus autores. Lo que existe detrás de sus ojos son obras, algunas de ellas maestras, que estuvieron agrupándose a lo largo de una intensa vida deslumbrada por los resplandores del arte y acariciados por una lúcida conciencia y sensibilidad. Otros, críticos o comentaristas o curadores (¡y sé que los hay ávidos y dispuestos!), explorarán con mejor acierto que yo los vastos dominios de la inteligente y apasionada devoción que desde temprana edad determinaron que la vida de Bélgica Rodríguez estaría unida al arte y tendría cabida en su alma la sensibilidad de una flor inventada navegando en el torrente de su sangre y de su memoria.

Ella es mujer de la cultura y como tal mantiene una mirada firme y sin claudicaciones, la mirada atenta, penetrante que se hunde en el color, sigue los trazos dejados en la superficie del cuadro o sobre el hierro pintado de la escultura y descubre el camino enardecido o sosegado de sus autores.

Yo prefiero escudriñar lo que se alinea y agrupa detrás de su mirada porque encontraré allí un país que también me pertenece. No el país político que corre de mano en mano sujeto al caudillo civil o militar siempre áspero y autoritario ni a la irregularidad de una geografía humana a veces displicente, envidiosa y engreída sino el país que amo, mi igual, el país que Bélgica protege con su mirada; la región del mundo donde las flores inventadas lucen bellas y sin rivales.

Un día se presentó en Miami y habló con César Segnini, el legendario fundador y responsable en Caracas de la Galería Durbán, y le dijo que la historia de la Durbán era la historia cultural del país venezolano que pedía a gritos regresar y recuperar el lugar que durante largos años todos le conocimos y veneramos antes de que el oprobioso socialismo de una desatinada izquierda populista convirtiera a los venezolanos en diáspora sin asidero humano y seres sin destino. Bastaba con que Bélgica levantara bien alto sus párpados y mirara al frente para que el país cultural refugiado en su mirada se convirtiera en el libro que proponía y que logró llevar a término tras largas jornadas de duro empeño y trabajo. El primer gesto de nobleza por parte de César fue darle a su galería el nombre de aquel español antifranquista llamado Ramón Martín Durbán que nos enseñó a pintar y a dibujar en los años cuarenta del siglo veinte.

El libro lo tengo frente a mí: César Segnini, Historia de una Galería de Arte. 248 páginas en las que para hacerlas posibles Bélgica Rodríguez, ayudada por el tesoro que mantiene intacto detrás de sus ojos, se sumergió en un mar de papeles, escritos, fotos, proyectos reales o ilusorios y allí estuvo removiendo, descartando o seleccionando textos y correspondencias, palpitaciones, asomos que no pasaron mas allá de fragmentos e impracticables invenciones. ¡Y así nació un nuevo libro! Un testimonio de extraordinario valor porque al no mas abrirlo es el propio César, joven y guapo empresario de Maracaibo quien con mirada atenta y persuasiva e índice premonitorio anuncia lo que Bélgica decreta en la página siguiente, amparada en Fernando de Szyslo y en Adriano González León, su destacado y persistente prologuista: “El destino del país también pasa por los artistas” y un caudaloso río de fotos de personalidades del arte, de la política y de la vida cultural y social del país; los espléndidos espacios de la galería y muchas de sus sucesivas exposiciones de pintura y esculturas desborda la maravillada mirada del lector de este libro, y su indetenible corriente arrastra un transparente y apasionado texto escrito por Bélgica que da cuenta de la prodigiosa aventura de César Segnini no solo al frente de la Durbán de Caracas sino de la Durbán Segnini Gallery de Miami, inaugurada oficialmente en 1998.

Y gracias a este libro vuelve uno a ver y a conversar con Jesús Soto, con Mario Abreu sonriente, Soler Serrano, el presidente Herrera, Alejandro Otero, Jaime Lusinchi, Perán Erminy, Ramírez Villamizar. Admirar los bronces y las maderas de Agustín Cárdenas; escuchar a Úslar; abrazar a Omar Carreño y él, al verme, oírle decir con visible afecto: “!Terrible!”, que era como me llamaba en París.

El río de fotos trae a la ribera la de Marcos Miliani, la de Hugo Baptista, de Mateo Manaure y el grupo disidente en el París de 1950. Los dibujos de Le Parc para sus Modulaciones. ¡Centenares de fotos! ¡Risas! ¡Fiestas! ¡Catálogos! ¡Todo perfectamente diagramado y en espléndidos colores!

Yo mismo aparezco de pronto junto a Salvador Garmendia, ambos cruzados de brazos, vestidos informalmente con mirada atenta sin perder de vista la presentación quizás de un poemario y, detrás nuestro, Darío Lancini como si estuviera concibiendo un nuevo palíndrome, un nuevo “Oír a Darío”.

Historia de una Galería de Arte permite apreciar los espacios que tuvo la galería y observar a los asistentes a sus sucesivas e inolvidables exposiciones y visualizar cada cuadro, cada voz, todos los gestos y cada palabra escrita por Bélgica Rodríguez.

Y hay algo que me sorprende y estimula: ¡Cómo no agradecer a César Segnini y a Bélgica que al final de Historia de una Galería de Arte, incluyeran la dedicatoria que le ofrecí a César en Miami cuando presenté Los últimos años de mi vida: “César: tengo la certeza de que el país venezolano que conoció a la Galería Durbán, volverá a ser!”.

Y con esta admirable historia de la Galería Durbán, un nuevo tesoro bibliográfico permanecerá protegido tras la persistente e infatigable mirada de Bélgica, ¡la amiga que cultiva en su alma las mas bellas flores de la imaginación!