La situación venezolana, contrario a lo que hemos pensado más de una vez, que habíamos llegado al umbral último, se deteriora incesantemente y nos hace pensar que nuestra tragedia parece escapar a todo límite. Es el virus el que ahora nos ataca y diezma todavía más nuestras ateridas esperanzas y rebeldías nacionales. ¿Serán los designios de la muerte generalizada los únicos que terminarán por transformar esta como tantas aventuras humanas pasadas y presentes, algunos hechos y no solo la epidemia pudiesen insinuarlo (la “guerrita” de Apure, verbigracia)? Pero hay que seguir tratando de pensar y actuar contra el inclemente destino que nos azota y nos doblega, y no sucumbir a la inacción, al egoísmo, al animal instinto de sobrevivir individualmente y el país al carajo. También somos vida vivida en este pedazo de tierra, el único de verdad que poseemos en plenitud, promisorio o desgraciado.

La lucha contra el coronavirus nos arrastra. Producto de la ignorancia y la irresponsabilidad del régimen estamos atravesando un huracán viral de notables proporciones y perspectivas incalculables. En una escala que debe distar mucho de las tramposas y torpes cifras gubernamentales. Por lo menos entre siete y diez veces, dicen los expertos, a pesar de que los números gubernamentales se hayan visto obligados a triplicarse súbitamente, porque ya los ciudadanos palpan la innegable multiplicación y el acoso de la enfermedad hasta en familiares y vecinos.

Y es de sentido común que solo un intenso y ordenado proceso de vacunación puede enfrentarlo. Y al día de hoy no hay sino unas pocas limosnas que sirvieron, en buena medida, para vacunar a los amigos del régimen y en una incompleta cantidad para algún personal médico que debería ser la primerísima prioridad y cuyo destino en Venezuela ha sido atroz, su mortalidad, entre las más altas del mundo porcentualmente; faltos de mínimos dispositivos protectores para su oficio, consecuencia de un sistema hospitalario tercermundista, y además destrozado por aquellos que nos gobiernan.

Y como se sabe, la mejor posibilidad de encontrar la vacuna, injustamente acaparada por los países ricos, es el mecanismo Covax. La solución que se logró encontrar en el grupo de trabajo unitario: que el gobierno de Guaidó cancelara la deuda venezolana que cerraba la entrada a este (¡blasfemia para la dictadura!) y que permitiría recibir un primer consistente envío de la vacuna AstraZeneca, que es de la que Covax disponía. Pero Maduro decidió que no, aprovechando el cuestionamiento momentáneo que se había hecho en Europa de esa vacuna, rápidamente anulado, pero del que se valió para demostrar que aquí manda él y solo él, acción que además le permitía vengarse de los ingleses que le tienen retenidas unas reservas de oro por usurpador. El pueblo que se siga contagiando y muriendo. Hasta ahora, a pesar de los rumores, no se sabe cómo se solucionará este impase. Y en cuanto a los fraternos amigos rusos, se quedó en la cesta voraz de la posverdad la promesa hecha por el propio Maduro de que nos harían llegar 10 millones de dosis en este mes de abril. Y por ahí anda la inmoral y discriminatoria solicitud de Fedecámaras. Total, somos, en el peor y más temible momento de la pandemia en el país, la nación más desvalida en el proceso de vacunación, aun en nuestra región pobre y postergada.

Al parecer no nos quedan sino las gotitas milagrosas de José Gregorio, cuyo único efecto incuestionable es el veto de Facebook a Maduro por andar predicando desvaríos sobre la enfermedad, infundados y peligrosos. Conducta ya varias veces reiterada. Y que, sobre todo, indica en qué manos está la conducción de esta gesta sanitaria, esta apuesta a la vida o a la muerte de millares.

La pandemia, afirma CNN, basada en fuentes oficiales, sería la tercera causa de todos los decesos en Estados Unidos en 2020, después de los males cardíacos y el cáncer. No estamos, pues, enfrentándonos con una calamidad entre tantas que tenemos, estamos jugando sin mediaciones y en grande con el sufrimiento y la muerte. Merecería que pidamos soluciones inmediatas.