Venezuela: abuso y violencia en el mundo cultural
El suicidio del escritor venezolano Willy Mckey, luego de haber admitido la violación de una menor que lo había denunciado en redes sociales, ha suscitado una discusión que ha estado pendiente en Venezuela por demasiado tiempo. El debate sobre violencia de género y, muy particularmente, la recurrencia e impunidad con que esta se ha venido produciendo en diversos campos culturales finalmente está sobre la mesa.
Para apoyar a las víctimas de abuso y violencia de género más de setenta artistas crearon el movimiento “Yo te creo Venezuela”, sin embargo, la iniciativa aún encuentra muchas resistencias. Mientras emergen testimonios de abusos, en su mayoría de mujeres jóvenes, otras reacciones dan cuenta de lo difícil que será romper la naturalización de la violencia en el mundo de la cultura. En este marco, las redes sociales venezolanas exponen algunos argumentos recurrentes para desestimar o eludir el debate.
Los argumentos recurrentes
“Mejor callar para no darle armas a la dictadura”. Esta máxima asegura que lo mejor es silenciar para no proporcionar al régimen de Nicolás Maduro una excusa que le permita detener a personajes de la oposición. Este razonamiento no es diferente al de cierta izquierda que conmina a silenciar los crímenes del socialismo real para no darle armas al enemigo imperialista.
Los detentores de esta máxima no alcanzan a percibir que las abusivas relaciones de poder son transversales a los campos políticos en disputa. Desde luego que el régimen madurista, eludiendo sus propios abusos, ya aprovechó estos escándalos para perseguir a la oposición. Pero frente a la falta de Estado de Derecho en Venezuela, se debe reprochar la justicia selectiva y no abogar por la impunidad de los delitos.
Por otro lado, buena parte de la intelligentsia venezolana ha preferido evadir una condena tajante respecto a las recientes denuncias (incluso cuando han sido confirmadas por el propio perpetrador) bajo el pretexto de apelar al “equilibrio” y a la “imparcialidad”. De esta manera se ignoran las asimetrías de poder y se equiparan víctimas a victimarios, al tiempo que se acusan a las denunciantes de no ofrecer matices.
Tal como revela la artista Erika Ordogoitti con relación al caso Mckey, frases frecuentes como “no lo defiendo, pero…” o “condeno lo que hizo, pero…” muestran esta relativización de la violencia. Otra operación discursiva que intenta homologar víctimas y victimarios es la de denunciar el “linchamiento mediático” de mujeres indignadas contra Mckey. Se coloca la carreta delante de los bueyes y se obvia que fue precisamente esa instrumentalización consciente de su figura mediática la que permitió a Mckey abusar de las jóvenes.
Minimizar casos como el de Mckey como si fuesen historias individuales —Martín Caparrós insinuó que el poeta estaba enfermo—, o ceñidas a vínculos afectivos nos exonera como parte de una sociedad cómplice que por años ha preferido mirar hacia otro lado. Se toleran o incitan estos abusos porque resulta conveniente, menos traumático, o simplemente atractivo arrimarse a los que están arriba.
Sorprende que algunos intelectuales de cierta edad (la mayoría hombres, pero también mujeres) declaren en redes sociales, a estas alturas del siglo XXI, estar “asombrados” o “estupefactos” con los casos de abuso. La dificultad para concebirnos como comunidad, más allá de los complejos personales, parece responder a la aguda fragmentación del tejido social venezolano.
Violencia estructural en la sociedad venezolana
Los tres argumentos expuestos evaden el problema medular. Algunos ni siquiera mencionan las desiguales relaciones de poder sobre las que está estructurada la sociedad venezolana, tanto en la cotidianidad como en los espacios excepcionales. Se prefiere distraer el foco de discusión sobre posibles consecuencias como la imposibilidad de canalizar el trauma, el advenimiento de “una caza de brujas” o la instrumentalización del aparato judicial para perseguir opositores, antes que poner el dedo en la llaga.
La imposibilidad de ver/vernos hacia dentro es la que precisamente garantiza la impunidad, porque las responsabilidades son solo del otro. Se habla de tragedia en el caso Mckey, pero este parece reducirse a una figura de melodrama. Aquel amigo con el que nos tomamos una foto bebiendo cervezas, hoy nos incomoda al recordar que le otorgamos un premio, lo elogiamos en una revista literaria o porque nos parecía un estudiante brillante.
Podríamos, sin embargo, darle vuelta al asunto. Mckey era parte de un universo en el que sobran los ejemplos de músicos que drogan a sus admiradoras para violarlas, de profesores que acosan a sus tesistas y se jactan de las fotos desnudas de sus estudiantes, de psiquiatras que manipulan a sus pacientes, de ministros que usan fondos públicos para pagar los implantes mamarios de sus amantes adolescentes, de diplomáticos que presumen de acostarse con múltiples mujeres en viajes oficiales o de miembros de distinguidas academias que conminan a una colega a guardar silencio ante las palizas infligidas por otro miembro. Sabemos de lo que estamos hablando, ¿cierto?
La crítica a las tóxicas relaciones de poder en Venezuela no es un ataque personal contra esta u otra figura, contra el oficialismo o la oposición, ni un combate ideológico entre izquierda y derecha. No es siquiera un asunto ceñido únicamente a la cuestión de género. El problema es transversal y estamos inmersos en unas dinámicas de poder profundamente desiguales y abusivas con múltiples marcadores. La edad, la orientación sexual, la clase social, el color de la piel, la nacionalidad o la procedencia rural determinan formas de subordinación.
Desafortunadamente, no se trata de un fenómeno reciente. Las relaciones de poder han seguido prácticamente intactas a pesar de la revolución bolivariana. Para muestra, baste recordar los crímenes contra Linda Loaiza, secuestrada, violada y torturada con la complicidad de las élites de la socialdemocracia y sin posibilidad alguna de justicia bajo el régimen chavista.
¿Cuántas de nosotras hemos sufrido o escuchado testimonios de abusos en distintos grados por parte de familiares, parejas, colegas, profesores o jefes? ¿Cuánto de todo eso nos hemos atrevido a contar públicamente con nombres y apellidos, ya no digamos para hacer justicia, sino al menos para proteger a otras potenciales víctimas?
A la primera pregunta respondo que muchas, demasiadas. A la segunda respondo que muy poco, demasiado poco. Quizás haya llegado el momento en que, de la mano de las generaciones jóvenes y con la experiencia migratoria que nos ha permitido salir de la temporalidad petrificada y nostálgica vivida en Venezuela, podamos comenzar a construir modelos alternativos de convivencia.
Magdalena López es politóloga e investigadora del Instituto Kellogg de Estudios Internacionales de la Universidad de Notre Dame (Indiana, Estados Unidos) y del Centro de Estudios Internacionales del Instituto Universitario de Lisboa (CEI/IUL). Doctora por la Universidad de Pittsburgh.
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