Militares y corrupción acosan a la democracia en Brasil y en la región
RÍO DE JANEIRO – Brasil, con un capitán retirado en la presidencia que acaba de afiliarse al noveno partido de su carrera, es un caso modélico de la inestabilidad de la democracia en América Latina, al rehabilitar a los militares y a la corrupción en la política.
Jair Bolsonaro dejó el Ejército en 1988 para convertirse en legislador municipal primero y luego nacional. Conquistó la presidencia en octubre de 2018 con un discurso agresivo, de apología a la dictadura militar de 1964 a 1985. Su vicepresidente, un general también retirado, Hamilton Mourão, manifestó opiniones nada democráticas antes de los comicios.
Sin embargo, una encuesta del Instituto Datafolha reveló aquel mismo octubre que 69 % de sus 10 093 entrevistados en todo el país apuntaron la democracia como “la mejor forma de gobierno”. Solo 12 % aprobó la dictadura “en ciertas circunstancias” y 13 % respondió que da igual.
La fórmula castrense obtuvo 57,8 millones de votos o 55,13 % del total válido, 33 años después de la eufórica redemocratización de Brasil, con los militares execrados por la opinión pública por sus gobiernos dictatoriales y el desastre económico al final.
Es evidente que muchos adeptos de la democracia votaron a un candidato con un discurso enfático en el apoyo a la dictadura. La contradicción queda explícita en la misma encuesta de Datafolha: entre los seguidores de Bolsonaro identificó 64 % que reconocen la democracia como el mejor régimen.
En septiembre de 2021 el apoyo a la democracia se mantenía en el mismo nivel, 70 %, según el Datafolha. Ya la aprobación de la dictadura cayó a 9 % y la indiferencia subió a 17 %, mientras 51 % de los encuestados creían haber que en el país había riesgo de un golpe de Estado por parte de Bolsonaro.
En América Latina, la Corporación Latinobarómetro, con sede en Santiago de Chile, registró una caída de 63 % a 49 % en el apoyo a la democracia entre 2010 y 2020, según encuestas hechas en 18 países de la región. La última, a fines de 2020, identificó que 13 % respaldaban el autoritarismo y 27% era indiferente.
En Brasil se apuntó 54 % de apoyo a la democracia en 2010 y solo 40 % en 2020. Quizás por la diferencia de preguntas, “mejor forma de gobierno” y “apoyo”, la gran diferencia entre Datafolha y Latinobarómetro.
El campeón de la democracia es Uruguay, con 75 % y 74 % respectivamente, con una fuerte caída del apoyo en 2018, a 61 %. Curioso es el caso de Venezuela, con 84 % de apoyo a la democracia en 2010 y 69 % en 2020.
Y más terrible el hecho de Honduras contar solo 30 % de apoyo en 2020, frente a 53 % en 2010. Un dato que probablemente se alteró con el triunfo de Xiomara Castro, del izquierdista Partido Libertad y Refundación, elegida presidenta el 28 de noviembre. Ella es la mujer de Manuel Zelaya, depuesto por un golpe militar en 2009.
Los datos indican que democracia es un concepto escurridizo que no siempre o poco influye en los votos. Candidatos y gobernantes radicales, especialmente los de extrema derecha que suelen contar con apoyo militar, están en ascenso nuevamente en la región.
Es el caso de José Antonio Kast, de la ultraderechista Unión Demócrata Independiente, que disputa la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Chile, el 19 de diciembre.
Pero solo Brasil es identificado como el que sufre un grave retroceso en la calidad del régimen democrático, en los últimos años, según el informe divulgado en noviembre por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (Idea, en inglés), con sede en Estocolmo.
Dos tercios de la población mundial está bajo el autoritarismo o democracias en declive, pero Brasil es donde hubo retroceso en más factores, ocho en 16 rubros evaluados por el instituto, como independencia de la Justicia y de los órganos de control, libertad de prensa y de expresión.
Era previsible, porque no en balde Bolsonaro fue el candidato de los militares y representa un intento de regresión a los años de dictadura. Su referencia es el período más brutal del régimen de excepción, entre 1969 y 1975, cuando más imperaban los órganos de represión política, con torturas y asesinatos de opositores y exilios masivos.
Hasta hoy los generales celebran el golpe de Estado de 1964 y la dictadura que duró 21 años como un “marco de la democracia”, un proceso de restauración democrática. Esa inversión de conceptos es la madre de muchas “noticias falsas” y la desinformación que difunden permanentemente los adeptos del actual gobierno.
Bolsonaro construyó en sus 30 años como legislador una simbiosis con las Fuerzas Armadas, que mantuvieron la confianza de la población pese al período dictatorial.
Eso le permite contar con una base social que aún le asegura cerca de 20 % de apoyo popular pese a su desastrosa actitud respecto a la pandemia de covid-19, responsable en parte, según determinó una comisión legislativa, de los 614 000 muertos por la pandemia hasta el 30 de noviembre.
Por la misma razón no le importó quedar dos años sin partido y afiliarse ahora al noveno partido de sus 33 años de vida política, en que ya estuvo en tres partidos dichos “progresistas”, dos “cristianos”, uno laborista y otros liberales. Poco importa los nombres y que representen algún rasgo ideológico.
Su adhesión a tales partidos niegan los valores éticos que alega defender.
La campaña de Bolsonaro se basó principalmente en la condena a la corrupción en los estamentos políticos, con ataques concentrados en su principal adversario, el izquierdista Partido de los Trabajadores (PT).
Bolsonaro, que ya había renegado de su plataforma electoral, se afilió el 30 de noviembre al Partido Liberal (PL), uno de los más involucrados en los escándalos de corrupción y cuyo presidente, Valdemar da Costa Neto, estuvo preso 11 meses en 2013 y luego otro año y medio en reclusión domiciliaria.
Esa afiliación consolida la adhesión del presidente al llamado “Centrão” (Gran Centro), una coalición informal de partidos definidos como “pragmáticos”, sin idearios o escrúpulos ideológicos, que apoyaron casi todos los gobiernos desde la redemocratización en 1985, a cambio de beneficios personales y partidarios.
Durante los gobiernos del PT, entre 2003 y 2016, estallaron dos grandes escándalos de corrupción, la primera, en 2005, por la compra de votos en el Congreso y la segunda, a partir de 2014, por la desviación de multimillonarios fondos de proyectos petroleros.
En ambos casos los legisladores y dirigentes partidistas acusados y condenados por corrupción pertenecieron en su mayoría al “Centrão”, pero el peso político más abrumador cayó sobre el PT, por estar en el poder y también haber adoptado la anticorrupción como su bandera desde su fundación, en 1980, hasta asumir el poder federal.
El líder del partido, Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil de 2003 a 2010, estuvo preso durante 580 días, de abril de 2018 a noviembre de 2019, y por eso fue sustituido por Fernando Haddad en las elecciones presidenciales de 2018 que ganó Bolsonaro.
Sus condenas fueron anuladas por el Supremo Tribunal Federal este año por irregularidades en las investigaciones y los procesos judiciales, y ahora Lula aparece como el gran favorito en las encuestas, para las elecciones presidenciales de octubre de 2022.
Bolsonaro restableció un mecanismo para obtener el apoyo legislativo para aprobar sus propuestas y a la vez bloquear los más de 130 pedidos de su inhabilitación, cuyos procesos dependen de la Cámara de Diputados y del Senado.
Son las enmiendas parlamentarias, la atribución de una parte del presupuesto gubernamental para que los legisladores destinen recursos a las ciudades o barrios que son su semillero de votos. Una especie de corrupción legalizada.
Revelaciones sobre Bolsonaro también desacreditaron su postura anticorrupción porque quedó en evidencia que tanto él como sus hijos recurrieron a una práctica usual entre los políticos brasileños, la de contratar falsos funcionarios para sus oficinas de legisladores, no para trabajar, sino para recibir sus sueldos y destinar la mayor parte a sus “patrones”, senadores, diputados nacionales o regionales y concejales.
ED: EG
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