viernes, 13 de mayo de 2022

Se fue Hugo, con su barroco

 

Se fue Hugo, con su barroco, por Humberto Villasmil Prieto

Se fue Hugo, con su barroco
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“Es difícil tener convicciones precisas

cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira”

(Antonio Tabucchi. Sostiene Pereira)

 

De previo valga aclarar que nada parecido a un intercambio entre críticos literarios a propósito del barroco leerán aquí. Se trata apenas de una semblanza todavía conmovida por la partida demasiado prematura de un querido amigo, a cuya ausencia seguramente no me acostumbraré en mucho tiempo.

Conocí a Hugo Díaz Izquierdo hace más de veinte años en un curso de postgrado en Derecho Laboral en «la casa que vence la sombra», la UCV.

Al paso de los años debo reconocer que muy probablemente muy poco o nada hubiera podido yo enseñarles a él y a otros compañeros suyos a quienes recordaré siempre con afecto entrañable.

Por aquellos días, estaba yo leyendo una de las más grandes novelas breves que leí en mi vida, Sostiene Pereira, de ese italiano universal que fue Antonio Tabucchi, quien llegó a tierras portuguesas para enamorarse de ellas para siempre y pasar allí el resto de su existencia.

Ese libro fue el símbolo de un encuentro que no cesó nunca, a pesar de que por las vicisitudes de mi propia vida y de la vida de todos, teníamos años sin vernos.

El recuerdo que tengo de Hugo y la memoria que perdurará en mí de él, es y será la de un ser humano entrañable que disfrutaba del don de la palabra de un modo único. Palabras y términos que eran solo suyos; sintaxis que solo en él leí; un modo de comunicar, el suyo, que iba de textos de literatura al Derecho Laboral; o a la sentencia más reciente que compartía con todos, o al libro que pescaba y que enseguida quería hacer público, entusiasmado por alguna idea sugerente.

Era un barroco exclusivamente suyo; un disfrute de cada palabra, de cada término, de giros verbales que le eran tan característicos y que disfruté tanto como ahora echo de menos.

Pero Hugo era desde luego y por sobre todo un profesor de Derecho Laboral que veía la vida por ese catalejo. Siempre me pareció que el Nuevo Derecho, como le llamara Don Alfredo Palacios, acaso por la raíz ética y humanista que lo hizo nacer, era más que un orden sistemático de normas y principios, una manera de ver la vida, por lo tanto, una ética, un modo de ser, un modo de vivir que todo envuelve, que todo connota. Porque, como decía Fernando Savater en la celebrada Ética para Amador, “la primera e indispensable condición ética es la de estar decidido a no vivir de cualquier modo: estar convencidos de que no todo da igual aunque antes o después vayamos a morirnos”.

Cada novela, cada verso, cada historia que Hugo nos refería terminaba siempre por llegar al puerto del Derecho de los débiles, de los Hipo suficientes, como dijera de modo insuperable el maestro Cesarino Junior.

*Lea también: La historia de cada día de Alí López, por Ángel R. Lombardi Boscán

Un buen profesor de cualquier disciplina, pero mucho más de Derecho Laboral con todo lo que él implica, de seguro estará preparando su próxima clase leyendo la novela que lo atrapó o conmoviéndose con esos versos capaces de paralizarnos y de llevarnos por los meandros indescifrables de los afectos; leyendo el ensayo que muchos comentan, en fin, ordenando el torrente de ideas y palabras que signan la vida de cualquier persona sensible. Y Hugo Díaz Izquierdo lo era de una especial y diría única manera.

Pero, y ahora caigo en cuenta de que nunca se lo dije, ese barroco que Hugo inventó para sí y para todos los que le quisimos no podía ser sino entrañablemente caribeño. Ya decía Don Alejo Carpentier que el Caribe fue el mar del barroco; punto de encuentro de razas, culturas, lenguas y religiones; ese sincretismo único que recreó la palabra desde siempre como uno de los grandes dones de la vida; palabra que se expresó con letras, con gestos, con música y ritmo y, sobre todo, con acentos, porque al final la verdadera lengua es el acento. Hugo, para quien escribe, era profundamente caribeño; hablaba de muchas maneras; gesticulaba de un modo propio para enfatizar o para abundar en lo que las palabras no podían decir, pero quizás sí, las manos, el gesto, el tono.

Ha partido Hugo Díaz Izquierdo con su barroco, con ese modo de ser de «cierta manera», como dijera Antonio Benitez Rojo; con la cadencia de su hablar, con gestos y palabras las suyas tan propias como inimitables.

Mejor que lo diga el poeta; ese poeta que el pueblo venezolano recitaba de memoria y que hoy me presta el verso que mejor podría expresar lo que junto a su familia, sus amigos y a los docentes y estudiantes de la UCV de sus amores, quizás quisiéramos decir.

 

“Quédate un poco más
Márchateme un poco menos
Véteme yendo de modo
Que me parezcas viniendo
¡Y no me grites adiós!
Ni digas hasta la vuelta
Vete marchando de espaldas
Para creer que regresas” (Andrés Eloy Blanco).

Un libro, una novela breve, posibilitó un encuentro y un afecto que resistió décadas y vicisitudes de vida que no lo diluyeron. Así le recordaré siempre y no me hago a la idea de que el reencuentro que sé muy bien que ambos esperábamos no se haya podido suscitar.

Le voy a echar de menos y de seguro, como el errante que busca un afecto fraternal convencido de que solo así se vive más que se sobrevive y de que ha llegado el tiempo de ir «ligero de equipaje» –como dijera el poeta Antonio Machado– se me irán los días intentando encontrar a alguien que se me parezca a él, aunque de antemano sepa que ese intento será inútil. Con todo, esa búsqueda infructuosa será mi forma de rendirle tributo a su memoria.

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