Más acá del apocalipsis, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Quien fuera el más brillante ministro de política exterior de la Alemania de postguerra, Joschka Fischer, nos sorprendió con un artículo cuyo título es suficiente para encender alarmas. Con ese breve artículo, Fischer, siempre tan cauto y previsor, tan reflexivo y político, se nos aparece de pronto convertido en un pensador «epocalista», al estilo de un Toymbee, de un Spengler, de un Huntington, de un Fukujama. No estoy bromeando. El título es: El fin de la historia contemporánea. Nada menos. Significa para Fischer, el ocaso de la Pax Americana, entendiendo así un periodo de 75 años, contando desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta ahora.
Dolor de mundo
Desde un punto de vista historiográfico, Fischer tiene tal vez razón: hay muchos signos de «fin de época» y está claro que avanzamos (o retrocedemos) hacia un nuevo orden mundial en donde el llamado Occidente, quiero decir, ese micro-universo formado por las democracias de tipo occidental, se encuentra radicalmente amenazado ante la emergencia de dos superpotencias como son Rusia y China.
Por lo menos los dictadores de ambas naciones lo dejaron muy claro en el documento de las olimpiadas de invierno en Pekin. El propósito de ambos es crear un nuevo orden mundial más militar que económico para Putin, más económico que militar para Jinping.
El cuadro que pinta Fischer es aterrador: el mundo vive una pandemia que deja hileras de cadáveres, la economía mundial atraviesa por un periodo de contracción a cuyo lado la de los años treinta del pasado siglo no sería nada, las superpotencias resucitan antiguas querellas y dan curso a nuevas rivalidades, la guerra invasora de Putin en Ucrania si no es mundial tiene connotaciones mundiales, el conflicto ucranio amenaza ser refocalizado en diversas latitudes, la antigua Serbia eslavista y etnicista ha vuelto a mostrar los dientes al Kosovo, Israel y EE UU intentan bloquear el programa atómico de Irán cuya teocracia recibe el apoyo de Rusia y China, Arabia Saudita e Irán disputan la hegemonía del espacio islámico, China pretende dar un zarpazo colonial a Taiwán y EE UU lo considera una nación que nunca ha sido. Y por si fuera poco, resucita la guerra entre Armenia y Azerbaiyán por Nagorno Karabaj. A ese paisaje nada de bucólico, agrega Fischer la crisis energética mundial, las devastaciones que producirá el cambio climático, y no por último, la emergencia de los nacional-populismos neofascistas, en Europa y en los EE UU.
Hay una palabra muy alemana: Weltschmerz. Significa «dolor de mundo» A Fischer le duele el mundo. A muchos de nosotros, también. Leyendo su artículo, uno quisiera gritar como la Mafalda de Quino: ¡paren este mundo que me quiero bajar! Lástima querida Mafalda, pero por el momento no tenemos otro mundo, de modo que no sabemos en cual paradero hemos de bajarnos.
El grito de Mafalda
Pero es interesante: el grito de Mafalda fue lanzado en condiciones muy distintas a las que describe Fischer. Si mal no recuerdo, fue en medio de la guerra del Vietnam, en el tiempo en que la Cuba del orate Castro estuvo a punto de provocar una guerra mundial, en los días en que los terroristas hacían volar aeropuertos por doquier. ¿Era el mundo de ayer mejor que el que nos presenta Fischer? Tengo algunas dudas: la guerra de Vietnam, Laos, Camboya quemaba con napalm, los terroristas mataban como hoy niños y ancianos indefensos.
Incluso en este siglo, antes de que Fischer divisara el apocalipsis de la historia contemporánea, Bush había bombardeado a la población civil de Irak. Irak e Irán se embarcaban por su cuenta en una guerra limítrofe que costaría millones de muertos, la Turquía de Erdogan se ensañaba con el pueblo kurdo, los islamistas hacían volar torres en los propios EE UU país que se vengaba mandando a morir a cantidades de soldados americanos en las montañas de Afganistan. Y Milosevic –ese anticipo serbio del ruso Putin– precisamente en los días en que Fischer ejercía su ministerio, mandaba violar en masa a las mujeres del Kosovo. Todo esto solo para recordar algunos episodios.
Desde el punto de vista ecológico, la economía mundial ya había convertido a casi toda África en un desierto inhabitable y las migraciones en masa de ese infierno –ayer cuna de la humanidad sapiens– ya son muy antiguas. El SIDA diezmaba África y a parte del mundo feliz de Occidente. Putin –¿lo olvidó Joschka Fischer?– masacraba al pueblo chechenio, desataba una guerra inclemente contra Georgia, anexaba mediante un gobierno títere a Bielorrusia. Y en Siria, después de destruir la rebelión democrática de la primavera árabe, cometería un genocidio tanto o más criminal que el de hoy en Ucrania. ¿Ya nos olvidamos de las ruinas sangrantes de Alepo? Todos estos episodios nos recuerdan que el fin de la historia contemporánea no es solo un fin. Que probablemente es una constante de la historia humana.
No, Fischer, no todo tiempo pasado fue mejor. Y no pocas veces ha sido peor. ¿Dónde está lo nuevo en lo que dices? Quizás en algo que no dices. Que el fin de la historia contemporánea no ha comenzado pues siempre ha existido. Lo nuevo, digamos, lo radicalmente nuevo, es que hoy ya no aparece lejos, sino aquí, muy cerquita. Desde la europea Ucrania la guerra golpea las puertas de nuestra casa. Los muertos ya no son solo imágenes televisivas. En donde vivo basta tomar un tren para, en pocas horas, llegar a Bucha y ver la realidad tal cual es. No es entonces la historia la que ha cambiado. Lo que ha cambiado son los lugares en donde tenía lugar la historia. Eso es lo que olvidó decirnos Joschka Fischer: el fin de la historia contemporánea ha llegado a Occidente.
Nada sacamos con lamentarnos. Es un hecho objetivo. El problema entonces es como lo enfrentamos. Tal vez habría que actuar como en la vida cotidiana. En lugar de aterrarnos pensando en el futuro (lo que no sirve para nada porque el futuro no existe más allá de la imaginación, y si existe, termina con la muerte) tenemos que detectar primero cual es el problema inmediato y luego cual es el problema fundamental. Así no hay como equivocarse.
Y bien, todos esos problemas que menciona Fischer, comenzaron a articularse desde el 24-F cuando Putin, pasándose todos los acuerdos internacionales por el trasero, decidió invadir a Ucrania en nombre de la creación de un nuevo orden mundial. Para decirlo en términos astronómicos: Ucrania es el comienzo, el centro y el eje de la constelación apocalíptica de nuestro tiempo. Y eso quiere decir: si Putin logra hacerse de Ucrania –no nos engañemos, ese es su objetivo– todos esos problemas se vincularán entre sí. La tarea inmediata, por lo tanto, es poner fin a la guerra contra Ucrania. A esa conclusión ha llegado uno de los politólogos relevantes de Alemania, me refiero a Herfried Münkler y a su artículo Negociar, pero ¿como?.
Siete puntos cardinales
El razonamiento de Münkler es simple. Consta de siete puntos
Primero: Para poner fin a la guerra en Ucrania hay que buscar una negociación pues la negociación es el modo normal para terminar todas las guerras a menos que la guerra sea, como la de Hitler, una «guerra total».
Segundo: Para que haya negociaciones hay que exigir un alto al fuego.
Tercero: El alto al fuego debe ser también exigido al poder que está en condiciones de ganar la guerra. Ahí reside la perversión del movimiento moral-pacifista (de tipo izquierdista, al estilo del Podemos español) que se plantea en contra de la guerra sin distinguir entre invasores e invadidos, hecho que conduce, según Münkler, a una toma de partido a favor del invasor.
Cuarto: El gran obstáculo reside en que el poder en mejores condiciones de ganar la guerra no aceptará nunca negociar puesto que no tiene nada que negociar si va a ganar la guerra.
Quinto: El problema entonces es cómo llevar a la mesa de negociaciones al poder que está o que cree estar en condiciones de ganar la guerra (en este caso, el de Putin) ¿Estamos dentro de un círculo vicioso? Si, es la convicción de Münkler. Por lo mismo, de lo que se trata es de salir fuera de ese círculo.
*Lea también: El escenario champán, por Simón García
Sexto. Hay que crear condiciones para que Putin entienda que ganar la guerra podría significar perderla. O sea: que para ganar la guerra Putin necesite de tantos recursos económicos, tecnológicos y humanos, que al final deba enfrentarse con la realidad de una Rusia militar, política y moralmente destruida. Esa posibilidad –solo es una posibilidad – sería convertir el triunfo de Putin en una derrota, de tal modo que ante la derrota que significaría su triunfo, Putin acceda a ir a la mesa de negociaciones. Pero para que eso ocurra no solo no hay que detener el envío de armas a Ucrania, sino además ampliarlo en todos los niveles y formas posibles. ¿No es una paradoja? Efectivamente, dice Münkler, pues para negociar hay que incrementar la intensidad de la guerra o sino no habría nada que negociar. En la formulación de esa paradoja, Münkler sigue un criterio griego antiguo, o para ser más preciso, un ejercicio socrático después condensado en la famosa formulación del romano Flavio Vegecio Renato: ¿Quieres paz? prepárate para la guerra.
Séptimo: Las negociaciones, para ser efectivas, deberán terminar con un convenio o con un tratado de paz. De ahí que el objetivo de esas negociaciones no solo llevaría a una tensa paz sino a la restauración del derecho internacional, hoy violado desde Rusia, por Putin..
Dar a la lucha un sentido
Ucrania es la pieza clave en la reconstrucción de un nuevo orden internacional. Solo a partir de ahí estaremos en condiciones de enfrentar los temas apocalípticos que nos presenta el artículo de Joschka Fischer. La lucha en contra de la pandemia, la contracción de los mercados, el hambre mundial, la devastación de la tierra, el peligro atómico, y muchos otros, son temas que involucran a China y a Rusia tanto como a Occidente. En medio de una guerra como la de Rusia a Ucrania, ninguno de esos temas podrá ser, no digamos solucionado, sino mínimamente asumido. El apocalipsis solo puede ser desafiado no desde más allá sino desde más acá del apocalipsis. Ese más acá, es Ucrania.
Por cierto, como en este mundo no hay nada perfecto, el razonamiento de Münkler tampoco lo es. Para que sea posible requiere de dos condiciones, las que no sabemos si existen. Una es que, contradiciendo a muchas opiniones, Putin, o por lo menos, personas de su séquito, estén dotadas de un mínimo de racionalidad. En ese sentido no sabemos si Putin actuaría racionalmente o, ante el peligro de la derrota, pasará a ser definitivamente lo que muchos dicen que es: un nuevo Hitler, vale decir, un monstruo que entre la derrota y la inmolación de la humanidad, elegiría la segunda opción. Tampoco sabemos si la población de los países occidentales estaría en condiciones de responder a demandas que puedan llevar a privaciones y restricciones materiales. Los políticos, sobre todos los socialdemócratas del país de Fischer y Münkler, no parecen estar demasiado convencidos de que eso sea posible. En cierto modo confirman la visión de Putin y del mundo islámico sobre Occidente: un espacio poblado por seres sin convicciones, hedonistas, materialistas, sin principios ni moral ni religión. Simples animales orientados al consumo. Sin embargo, puede que se equivoquen.
Una encuesta reciente en Alemania ha revelado que más del cincuenta por ciento de la ciudadanía está dispuesta a aceptar restricciones si estas se traducen en pérdidas para la Rusia de Putin. Y efectivamente es así: nadie está dispuesto a sacrificarse si el sacrificio no tiene rédito.
Vivimos tiempos post-heroicos, escribió Habermas, pensando tal vez en los heroísmos del siglo XIX. Pero, como hemos anotado en otro texto, hay también un heroísmo práctico. Podríamos también llamarlo, heroísmo racional. Nos referimos a ese heroísmo que nos lleva a sacrificarnos por valores consustanciales a nuestros modos de ser. Incluyendo a los más materiales.
Para que un sacrificio sea posible se requiere que este tenga un sentido. Y aquí está el problema: esas personas encargadas de otorgar sentido a la política no existen ni en Alemania ni en otros países de Europa. No hay nadie que diga –en todo caso el canciller Scholz, un hombre de mercadeo político pero no de convicciones, nunca lo va a decir– que un avance de Putin hacia Occidente es realizado en contra de las democracias y que esas democracias constituyen la base de lo que Occidente ha llegado a ser: un bastión de la libertad que nos ha permitido sobrevivir entre los imperios más bárbaros.
La política, se quiera o no, también es pedagogía. La tarea de un gobernante democrático no es solo conducir a su nación sino, además, explicar las razones de esa conducción. Eso supone un mínimo de confianza en la ciudadanía. No hay peor gobernante que aquel que desconfía de los ciudadanos de su propio país.
Y ahora, un par de palabras sobre el apocalipsis
Probablemente no hay un texto más poético ni más enigmático (suele ser lo mismo) que el Apocalipsis del testamento bíblico cristiano. Hay dos modos de entenderlo, dicen los teólogos: O de un modo historicista o de un modo teológico. Desde un modo historicista, el Apocalipsis estaría situado al final de los tiempos. Desde el modo teológico, no hay final de los tiempos puesto que el tiempo de Dios es eterno y no reconoce ni principio ni final. Si así fuera, el Apocalipsis tampoco estaría situado en algún lugar de los procesos históricos. Sería un acompañante perpetuo de la condición humana, de esa especie formada por individuos que al avanzar hacia la muerte viven el Apocalipsis cada día, pero a la vez, como la única posibilidad que nos lleva a amar la vida en toda su intensidad. Una vida que, al estar amenazada, nos hace amarla más.
Al vivir en días de guerra es imposible no darse cuenta del sentido, ya no solo teológico sino también filosófico, condensado en el capítulo sexto del Apocalipsis, el del legado de los siete sellos. En los cuatro primeros sellos, abiertos por la mano de Jesús, nos encontramos con los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El primer jinete monta un caballo blanco. No es raro que sea el primero. Es el caballo de la esperanza y de la verdad. El segundo caballo es rojo, el caballo de la guerra, en estos días muy actual. Benedicto XVI vio a ese caballo como una condición permanente de la humanidad. El tercer caballo es negro y según el griego Juan (probable autor del Apocalipsis) el caballo negro simboliza el hambre. El caballo amarillo es la muerte. Visto desde una perspectiva geométrica, el caballo de la vida que es el primero y el caballo de la muerte que es el cuarto, luchan entre la guerra y el hambre.
Luchar contra la muerte es imposible. Pero luchar en contra de la guerra y el hambre que llevan al triunfo de la muerte, sí es posible. Pues no nos olvidemos: la guerra y el hambre están representadas en personas. Son los jinetes de la muerte («heraldos», los llamó César Vallejo). El mensaje no puede ser entonces más claro: el Apocalipsis no está al final: es la lucha del ser por ser, es el caballo blanco cuyo jinete lucha para imponerse en contra del no-ser.
Hoy en día abundan los textos apocalípticos, entre ellos el de Joschka Fischer, aquí comentado. Suelen aparecer cuando avanzan los jinetes de la muerte. Sin embargo, una lectura detenida del Apocalipsis, nos podría hacer concluir que el Apocalipsis no es tan apocalíptico. Es la vida misma.
Referencias:
Joschka Fischer – EL FIN DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA (polisfmires.blogspot.com)
Herfried Münkler – NEGOCIAR; PERO ¿CÓMO? (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político.
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